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El placer de odiar o el arte de detestar al otro

“De todo nos cansamos, menos de poner en ridículo a los demás y vanagloriarnos de sus defectos”, escribe el inglés William Hazlitt en su ensayo “The Pleasure of Hating”, publicado en 1826.

La frase no sólo refleja una hilarante desconfianza hacia la naturaleza humana, sino el convencimiento de su autor de que encontramos un peculiar disfrute, casi sádico, en propinarle al prójimo el mayor mal posible.

Este inglés que vivió entre fines del siglo XVIII y comienzos del XIX se hizo célebre con su ensayo “Sobre el Placer de Odiar” (en castellano) una serie de escritos donde habla del instinto de malevolencia de las personas.

Allí nos recuerda que el odio, la hostilidad, produce un gozo indescriptible, más allá de la violencia bruta y ordinaria. Una experiencia que nos mantiene vivos, al decir de Emil Cioran, para quien “no estás muerto cuando dejas de amar, sino de odiar”.

“No es el odio lo que amamos sino el placer de odiar, pues no odia quien quiere, sino quien tiene auténtica madera”, apunta provocativamente Hazlitt, colocándose en las antípodas de quienes ven a la inquina como una barbarie inaceptable.

“Parecería que la naturaleza se hubiera construido de antipatías, pues sin nada que odiar, perderíamos toda gana de pensar y actuar. La vida se volvería una charca si no la turbaran los intereses que riñen, las pasiones ingobernables de los hombres”, señala el ensayista inglés.

La temática del encono no es nueva en la filosofía ni en la literatura. El odio es un sentimiento profundo de antipatía, aversión o repulsión hacia una persona o personas con el deseo, a veces incontrolable, de destruirlas o eliminarlas.

Friedrich Nietzsche en “La genealogía de la moral” (1887) relacionaba el odio con la venganza: el primero es resultado del resentimiento de los débiles, la rebelión de los esclavos que odian la moral de los hombres egregios, creadores.

El español Carlos Thiebaut razona que toda identidad tiene su alteridad y una de las posibles relaciones entre ambos conceptos es el odio, que a su vez ayudaría a marcar los contornos a la hora de definirlos.

De esta forma, Thiebaut sintetiza esta visión diciendo “dime lo que odias, cabría pensar, y retratarás tus virtudes, el mejor rostro de tu identidad”.

El odio ha sido el motor de la política y de la guerra. “En el siglo XX se ha dado muerte o se ha dejado morir a un número más elevado de seres humanos que en ningún otro período de la historia”, apunta Eric Hobsbawm en su “Historia del Siglo XX”, sugiriendo que nunca se odió tanto como entonces.

En el siglo XXI existen los “odiantes digitales”, fenómeno comunicacional masivo que sugiere que los sentimientos como la inquina, el resentimiento o la ira están relacionados con el tono general de recelo de la cultura contemporánea.

La Argentina es un país de odiadores. Eso señala el periodista Nicolás Lucca, autor del libro “Te odio. Anatomía de la sociedad argentina”, para quien “el argentino primero odia, luego existe y por último piensa”.

La tesis de base del libro es que aquí a nadie le importa la convivencia, pese a las retóricas en contrario, sino la hegemonía, entendida como imposición unilateral contra algún enemigo.

Según Lucca, los argentinos vivimos en un estado de guerra permanente, en una sociedad estructurada para formar futuros odiadores.

© El Día de Gualeguaychú

 
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Publicado por en 16/05/2023 en Uncategorized

 

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La alegría, un sentimiento iluminador y energético

El primer día del mes de agosto se celebra el Día Mundial de la Alegría, una fecha que contrasta con un momento histórico en el cual predominan la inquietud y la angustia.

Fue el colombiano Alfonso Becerra quien en 2011 propició esta iniciativa durante un congreso de gestión cultural llevado a cabo en Chile. Y desde entonces la alegría se celebra cada 1º de agosto en 14 países del mundo, incluyendo a la Argentina.

El objetivo es promover y experimentar ese “sentimiento grato y vivo que suele manifestarse con signos exteriores” como, por ejemplo, “palabras, gestos o actos con que se expresa el júbilo o la alegría”, de acuerdo con la definición del diccionario de la Real Academia Española.

Sin embargo, no hay una sola definición de alegría y de hecho no son pocos los que creen que es más que una mera satisfacción o una satisfacción pasajera o parcial de la sensibilidad.

En un interesante ensayo, titulado “Hacia una psicología de la alegría”, el doctor Mario Pereyra, docente de la Universidad Adventista del Plata, trae a colación la visión de distintos pensadores.

Para San Agustín, por ejemplo, se trataba de un estado en el cual el alma se halla, “colmada”, “en exaltación y triunfo” es decir, es un estado de plenitud. El filósofo Baruch Spinoza, en tanto, la definía como “el paso del hombre de una perfección menor a una perfección mayor”. Y el francés René Descartes decía que era “una agradable emoción del alma” que consistía en “el goce que tiene del bien”.

Por su parte Henri Bergson distingue la alegría del placer, señalando que mientras este último es un “artificio imaginado por la naturaleza” para garantizar la conservación de la vida, la alegría en cambio “anuncia siempre que la vida ha triunfado, que ha ganado terreno, que ha logrado una victoria”.

Si la alegría es una celebración de la vida, se diría que vivimos en una época antivitalista toda vez que abundan los rostros de hombres y mujeres que aparecen ensombrecidos por la desdicha y la amargura.

Según Mario Pereyra, el hombre contemporáneo busca sucedáneos a ese estado de plenitud aturdiéndose con la música, el trabajo, orgías, drogas y  otras formas de narcotizar la insatisfacción diaria.

Al respecto describe la alegría como un sentimiento iluminador contrario de la depresión, uno de los males del siglo. “Desde el punto de vista social -dice-, la alegría es comunicación, apertura al otro, solidaridad, encuentro, ansias por compartir. El que está alegre necesita decirlo, no puede guardárselo para sí”.

Además esa disposición es “dinámica, es una actividad de la conciencia que se abre a lo nuevo, moviliza el pensamiento en forma productiva y con un sentido creativo”.

Desde el punto de vista de la salud, Pereyra enfatiza que la alegría es la experiencia para superar la enfermedad, para salir del pozo de la angustia. “Es la salud como liberación del mal que nos hunde en el hecho del sufrimiento”.

El filósofo español Julián Marías decía, en tanto, que “renunciar a la alegría porque las cosas vayan mal es hacer que vayan peor, sin beneficio para nadie. Uno de los errores mayores que se pueden cometer, casi un pecado. Es probable que si se hubiese sonreído más, si se hubiese dejado brotar toda la alegría posible y se hubiese vertido sobre el mundo, éste hubiera sido menos atroz”.

El poeta uruguayo Mario Benedetti, por su lado, escribió que urge: “Defender la alegría como una trinchera/ defenderla del caos y de las pesadillas/ de la ajada miseria y de los miserables/ de las ausencias breves y las definitivas”.

© El Día de Gualeguaychú

 
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Publicado por en 07/08/2022 en Uncategorized

 

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La pandemia ha acentuado el sentimiento de inseguridad

La necesidad de seguridad está en la base de la conducta humana. La pandemia, en tanto infección mortal extendida, ha activado los mecanismos ancestrales de la especie para mantenerse segura.

El hombre es el animal que sabe que ha de morir y que esto puede ocurrir en cualquier momento, puede prever y recrear con su fantasía todos los peligros y amenazas que existen.

Es decir, es alguien que siente la inseguridad desde que nace por ser el animal más desvalido e inerme que existe. Esta vulnerabilidad estructural se diría que reclama a gritos seguridad, devenida así en necesidad intrínseca del ser humano.

La emoción ancestral del miedo finca, justamente, en todo lo que amenaza una existencia segura. El miedo (que procede del latín “metus”) es “la perturbación angustiosa del ánimo por un riesgo o daño real o imaginario”, según la Real Academia Española.

Los antropólogos lo consideran un esquema adaptativo, mecanismo de supervivencia y de defensa, que permite que el hombre responda ante situaciones adversas.

Eso quiere decir que el miedo es natural y en gran medida necesario, toda vez que preserva la vida, al permitir evitar dolores o la muerte misma.

La pandemia de coronavirus ha venido a activar todos estos mecanismos primitivos al convertirse el virus en un riesgo latente de muerte. El miedo, así, acompaña una sensación generalizada de inseguridad.

Ya no nos sentimos seguros ante la eventualidad de los contagios de un virus letal. El coronavirus nos ha hecho a todos más vulnerables y frágiles. Podemos enfermarnos y morir y eso amenaza nuestra seguridad.

En realidad la civilización tal cual la conocemos le debe mucho al deseo de sentirse seguro. Las tendencias urbanas contemporáneas, en efecto, nacieron del deseo de protegerse de los peligros.

Uno de los incentivos para la construcción de ciudades, desde la antigüedad hasta hoy, ha sido le búsqueda de la seguridad. No es casual, por otro lado, que el psicólogo Abraham Maslow, en su célebre pirámide de las necesidades, haya conceptuado a las de seguridad y protección entre las básicas de la persona (después de las fisiológicas).

La inseguridad está en la raíz del estado moderno, al decir de Thomas Hobbes, (1588-1679), quien en “Leviatán”, su obra más conocida, asegura que el orden social  surge ante esa amenaza básica.

Hobbes no se hacía ilusiones con la naturaleza humana. Concebía a los hombres como “egoístas psicológicos”, involuntarios, criaturas mezquinas programadas para interesarse sólo por su propia supervivencia y prosperidad.

Ahora bien, abandonado a este estado de naturaleza, el hombre se convierte en “lobo del hombre”. Pero como la vida, entonces, sería un infierno de violencia e inseguridad, alguien debe poner orden para no caer en la barbarie: el Estado, devenido en mal menor ante la anarquía de base.

Al tiempo que extiende la maquinaria de “seguridad” para evitar que nos matemos entre nosotros, y se sirve de tribunales para dirimir las disputas ciudadanas, el Estado además multiplica los “seguros sociales” para brindar garantías contra los peligros de la vida (el desempleo, la vejez, la enfermedad, etc.).

Por otra parte, ¿las personas por qué trabajan y persiguen el dinero (y para ganarlo muchas veces no reparan en medios)? ¿Será acaso para mantenerse seguras ante las amenazas del hambre y la pobreza?

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Publicado por en 14/08/2021 en Uncategorized

 

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El poder de la gratitud en tiempos de pandemia

Aunque la persistencia de la plaga, con su ola de contagios y muertes, genera un clima de depresión generalizada, sin embargo, siempre hay motivos para estar agradecidos.

En las situaciones límite, cuando todo bajo nuestros pies se conmueve, como en la pandemia de Covid-19 que transitamos, los seres humanos solemos valorar lo que tenemos. Lo esencial de la vida, en suma, recobra importancia frente a lo superfluo.

En las situaciones difíciles de la vida, se aprende a ver los pequeños detalles, reconocer las cosas positivas que juntamente ocurren y ello hace resurgir el sentimiento de gratitud.

El monje benedictino estadounidense David Steindl-Rast sostiene que no es la felicidad lo que nos hace agradecidos, sino que es la gratitud lo que nos hace felices.

“Todos conocemos personas que tienen todo lo necesario como para ser felices, y sin embargo no lo son, simplemente porque no están agradecidas por lo que tienen. Por otro lado, todos conocemos también personas con que no son para nada afortunadas, y sin embargo irradian alegría, simplemente porque aun en medio de su miseria son agradecidas. Así, la gratitud es la clave de la felicidad”, destaca.

La experiencia revela que, en medio de una cultura que exalta los derechos, se suele estar concentrado en las privaciones, domina la perspectiva de las cosas que faltan, motivo de queja y amargura.

Pero la percepción cambia radicalmente ante la pérdida de aquel bien del cual se disfrutaba inconscientemente, cuya segura posesión lo hacía pasar inadvertido hasta ese momento.

Esta idea se ve reflejada en el lenguaje corriente. “Nunca sabes lo que tienes hasta que lo pierdes”, es una frase que evoca esta tendencia tan humana a poner el foco en lo que carecemos, motivo de persistente descontento.

Esto ocurre porque culturalmente se ha perdido una virtud tradicional: el agradecimiento, una actitud mental que permite comprender que hay más razones para sentirse feliz que desdichado.

El ser agradecidos nos da la posibilidad de tener una mirada menos pesimista ante las adversidades. Nos ayuda a protegernos de la desesperanza que aparece cuando nos enfocarnos de manera absoluta en el malestar, y puede constituirse en un factor de protección contra la depresión.

En una investigación publicada en 2015 por la American Psychological Association, su autor el Dr. Paul Mills, reportó que dar gracias por los aspectos positivos de la vida puede resultar en una mejor salud mental, mejor calidad del sueño, menos fatiga, mayor sentido de autoeficacia y niveles más bajos de marcadores bioinflamatorios relacionados con la salud cardiaca. 

Por otra parte, las personas agradecidas tienden a ser más felices y saludables, ya que el reconocimiento de que existe algo por lo cual dar gracias y el acto en sí mismo de agradecer, genera una sensación de bienestar que se traduce en mayor satisfacción con la vida y optimismo ante el futuro. 

Algunas terapias que cultivan el agradecimiento proponen realizar un “diario de gratitud”, una herramienta que permite hacer conscientes a las personas de todas esas cosas buenas que damos por descontadas (salud, amigos, lecturas, contemplación de paisajes, disfrutar de la música, etc.).

Estas herramientas permitirían que las personas abandonen el papel de víctimas y aprendan a ser menos quejosas con su suerte, asumiendo una actitud más objetiva y equilibrada de la vida.

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Publicado por en 28/06/2021 en Uncategorized

 

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Incertidumbre, lo que define la hora histórica

Justo cuando las vacunas empiezan a dar esperanzas para salir de la pandemia, una nueva cepa de SARS-CoV-2, que se considera altamente contagiosa, desconcierta a los científicos y a los gobiernos.

La información procedente del Reino Unido y de Sudáfrica da cuenta de una nueva variante del virus y ahora todo el mundo se pregunta si eso hará inservibles las vacunas que se están comenzando a aplicar.

“Es una verdadera advertencia de que debemos prestar más atención”, señaló Jesse Bloom, biólogo evolutivo del Centro de Investigación del Cáncer Fred Hutchinson (Estados Unidos). “Sin duda, estas mutaciones se van a propagar y, en definitiva, la comunidad científica necesita monitorear estas mutaciones y describir cuáles tienen efectos”, agregó.

Ya es un hecho que Europa enfrenta las celebraciones de Navidad y Año Nuevo con estrictas cuarentenas y nuevos temores ante el impulso que estaría tomando la pandemia por la mutación del virus.

Incertidumbre, este es el sentimiento global que domina hoy a la humanidad, jaqueada por un virus que no cede, mientras el tiempo corre y crece la impresión de que el siglo XXI ha traído un acontecimiento bisagra en la historia.

Palabra que deriva del latín, “incertidumbre” concretamente es el resultado de la suma de dos componentes léxicos de dicha lengua: el prefijo “in-”, que es sinónimo de “no” o “sin” y la palabra “certitudo, certitudinis”.

Esta última es fruto de la unión de dos elementos: el término “certus”, que puede traducirse como “cierto”, y el sufijo “-tudo”, que se usa para indicar “cualidad”.

A la ausencia de certidumbre, justamente, se la denomina incertidumbre, expresión que describe con justeza el actual período histórico, dominado por la falta de conocimiento cierto sobre la marcha de las cosas humanas.

Entre los sinónimos de incertidumbre podemos destacar palabras tales como vacilación, duda, indecisión, problema, irresolución o perplejidad, por ejemplo. Por el contrario, entre sus antónimos están certeza, decisión, firmeza o resolución.

La incertidumbre se vincula al nerviosismo o a la inquietud. Este estado emocional domina a las élites mundiales, a los gobiernos, al establishment científico, y se ha trasladado a la población en general.

En suma, se viven horas de incertidumbre, cargadas de mucha angustia, debido a que la sociedad global no sabe cómo saldrá del brete en el que está, tras un largo período de aislamiento social, con la mayoría de la población recluida en sus hogares por miedo al contagio, y un saldo dramático de muertos por Covid-19.

El futuro no se puede predecir con exactitud y esto hace que la vida entre en pausa forzada, en una irresolución que afecta proyectos vitales de empresas y familias, que no saben a qué atenerse.

Lo cierto es que el virus nos ha puesto de cara a la fragilidad máxima y a la situación, aún por delante, de lidiar con sus imprevisibles consecuencias. De repente, abruptamente, los temas que parecían importantes en nuestra vida desaparecieron de golpe, pasando a segundo plano.

Algunos expertos sostienen que lo inédito del momento es que otros eventos conmocionantes (como guerras, conflictos, desastres naturales o crisis económicas) han afectado a sólo una parte de la humanidad.

Pero la pandemia ha supuesto un involucramiento global, de suerte que la vida privada y pública se ha detenido, o cuando menos, ralentizado, de forma que todos los planes en el 2020 han sido afectados.

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Publicado por en 27/12/2020 en Uncategorized

 

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Elogio de la alegría en tiempos de zozobra

En el inicio del mes de agosto se celebra el Día Mundial de la Alegría, una fecha que contrasta con un momento histórico en el cual predominan la inquietud y la angustia.

Fue el colombiano Alfonso Becerra quien en 2011 propició esta iniciativa durante un congreso de gestión cultural llevado a cabo en Chile. Y desde entonces la alegría se celebra cada 1º de agosto en 14 países del mundo, incluyendo a la Argentina.

El objetivo es promover y experimentar ese “sentimiento grato y vivo que suele manifestarse con signos exteriores” como, por ejemplo, “palabras, gestos o actos con que se expresa el júbilo o la alegría”, de acuerdo con la definición del diccionario de la Real Academia Española.

Sin embargo, no hay una sola definición de alegría y de hecho no son pocos los que creen que es más que una mera satisfacción o una satisfacción pasajera o parcial de la sensibilidad.

En un interesante ensayo, titulado “Hacia una psicología de la alegría”, el doctor Mario Pereyra, docente de la Universidad Adventista del Plata, trae a colación la visión de distintos pensadores.

Para San Agustín, por ejemplo, se trataba de un estado en el cual el alma se halla, “colmada”, “en exaltación y triunfo” es decir, es un estado de plenitud. El filósofo Baruch Spinoza, en tanto, la definía como “el paso del hombre de una perfección menor a una perfección mayor”. Y el francés René Descartes decía que era “una agradable emoción del alma” que consistía en “el goce que tiene del bien”.

Por su parte Henri Bergson distingue la alegría del placer, señalando que mientras este último es un “artificio imaginado por la naturaleza” para garantizar la conservación de la vida, la alegría en cambio “anuncia siempre que la vida ha triunfado, que ha ganado terreno, que ha logrado una victoria”.

Si la alegría es una celebración de la vida, se diría que vivimos en una época antivitalista toda vez que abundan los rostros de hombres y mujeres que aparecen ensombrecidos por la desdicha y la amargura.

Según Mario Pereyra, el hombre contemporáneo busca sucedáneos a ese estado de plenitud aturdiéndose con la música, el trabajo, orgías, drogas y  otras formas de narcotizar la insatisfacción diaria.

Al respecto describe la alegría como un sentimiento iluminador contrario de la depresión, uno de los males del siglo. “Desde el punto de vista social -dice-, la alegría es comunicación, apertura al otro, solidaridad, encuentro, ansias por compartir. El que está alegre necesita decirlo, no puede guardárselo para sí”.

Además esa disposición es “dinámica, es una actividad de la conciencia que se abre a lo nuevo, moviliza el pensamiento en forma productiva y con un sentido creativo”.

Desde el punto de vista de la salud, Pereyra enfatiza que la alegría es la experiencia para superar la enfermedad, para salir del pozo de la angustia. “Es la salud como liberación del mal que nos hunde en el hecho del sufrimiento”.

El filósofo español Julián Marías decía, en tanto, que “renunciar a la alegría porque las cosas vayan mal es hacer que vayan peor, sin beneficio para nadie. Uno de los errores mayores que se pueden cometer, casi un pecado. Es probable que si se hubiese sonreído más, si se hubiese dejado brotar toda la alegría posible y se hubiese vertido sobre el mundo, éste hubiera sido menos atroz”.

El poeta uruguayo Mario Benedetti, por su lado, escribió que urge: “Defender la alegría como una trinchera/ defenderla del caos y de las pesadillas/ de la ajada miseria y de los miserables/ de las ausencias breves y las definitivas”.

 

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Publicado por en 04/08/2020 en Uncategorized

 

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Envidia, pecado capital o motor de la historia

Mientras en la ética cristiana la envidia figura como uno de los siete pecados capitales, una visión naturalista de esta inclinación ve en ella un poderosísimo móvil oculto de nuestras acciones.

Este deseo colisiona con el principio de amor al prójimo postulado por Jesús en el Evangelio, razón por la cual aparece como un vicio condenable.

Santo Tomás de Aquino la define como “tristeza del bien de otro”, en tanto que Dante Alighieri, en el poema “La Divina Comedia”, imagina que el castigo en el trasmundo para los envidiosos es el de cerrar sus ojos y coserlos con alambres de hierro, porque habían recibido placer al ver a otros caer.

Pero una ética naturalista, que despoja a la envidia de su carácter pecaminoso, ve en ella un móvil innato y ancestral del ser humano, vinculado más a su instinto de conservación o supervivencia.

El filósofo Baruch Spinoza (siglo XVII) afirmó que como todo hombre tiene impulso natural a auto-conservarse, tiene derecho de valerse de cualquier medio para conseguirlo y a tratar como enemigo a cualquiera que lo obstaculice.

Según él, dado que los hombres están muy expuestos a las pasiones de la ira, la envidia y el odio en general, “los hombres son naturalmente enemigos”.

Para el escritor rumano Emile Cioran (1911-1995) la envidia no sólo es constitutiva del ser humano sino creativa de la historia. Y es ella, en el fondo, la que dirige nuestros pasos.

“Todos los hombres –escribió– son más o menos envidiosos; los políticos lo son completamente. Uno se vuelve envidioso en la medida en que ya no soporta a nadie ni al lado ni arriba. Embarcarse en cualquier empresa, incluso en la más insignificante, es pactar con la envidia, prerrogativa suprema de los seres vivos, ley y resorte de las acciones”.

Según Cioran, no envidiar equivale a dejar de vivir, supondría matar un instinto básico sin el cual se perdería todo vigor. “Si la envidia te abandona eres sólo un insecto, una nada, una sombra. Y un enfermo”, afirmó.

Esta tendencia, decía, es una fuerza primaria que explica el hacer humano en general: “La envidia, que hace de un poltrón un temerario, de un aborto un tigre, fustiga los nervios, enciende la sangre, comunica al cuerpo un escalofrío que le impide amilanarse, otorga al rostro más anodino una expresión de ardor concentrado; sin ella no habría acontecimientos, ni siquiera mundo; la envidia ha hecho al hombre posible, le ha permitido hacerse un nombre”.

Una actividad humana como la política, aseguraba Cioran, no se explica más que por la envidia: “Si las acciones son fruto de la envidia, entenderemos por qué la lucha política, en su última expresión, se reduce a cálculos y a maniobras apropiadas para asegurar la eliminación de nuestros émulos o de nuestros enemigos”.

Por otro lado, parte del repertorio argumentativo conservador en contra del igualitarismo consiste en reducirlo a una expresión enmascarada de  la envidia. Desde aquí se postula que todo socialismo, en el fondo, sería una racionalización de esta inclinación por los bienes ajenos.

Muchos autores concuerdan que en las condiciones de vida moderna, la mutua dependencia de los individuos (psicológica, social, económica), dispara una inevitable comparación con los otros, caldo de cultivo por tanto de la envidia social.

La lógica social detrás de este sentimiento sería: cuando un agente no tiene acceso a un bien X que, sin embargo, es accesible para otros agentes, puede muy bien preguntarse: “¿Por qué, si él o ella pueden acceder a X, yo no puedo?”.

 

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Publicado por en 15/07/2019 en Uncategorized

 

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Dime qué comes y te diré qué sientes

Desde antiguo se sabe que la alimentación es más que cubrir una necesidad fisiológica elemental: incide y mucho en nuestros estados de ánimo.

La psicología moderna ha abundado en la temática según la cual nuestras emociones tienen un efecto poderoso sobre nuestra elección de los alimentos. Se ha observado, por ejemplo, que la vergüenza y la culpa pueden tener incidencia negativa en la dieta.

Pero en la actualidad se insiste que también existe una relación inversa: no sólo cómo sentimos afecta nuestra forma de comer, sino que lo que comemos afecta lo que sentimos.

Montse Bradford, nutricionista especializada en alimentación energética, postula que existe una causa-efecto entre lo que ingerimos y cómo nos sentimos después. “Lo que pensamos genera emociones, pero también lo que comemos”, refiere.

Su reflexión es la que sigue: “Si tomo un vaso de agua o de whisky mis emociones serán muy distintas. ¿Y por qué generarán distintas emociones? Porque atacarán a diferentes órganos. Si yo ingiero alimentos que me bloquean el hígado, o la vesícula biliar, tendré emociones de ira, cólera, agresividad, impaciencia… porque cada órgano, dependiendo de si funciona bien o mal, genera unas u otras emociones”.

En su libro “La alimentación y las emociones” Bradford sugiere que a través de la comida podemos generar nuestro propio estado de ánimo. Dice que hay alimentos que generan una sangre ácida, con la que construimos estrés, enfermedad y desequilibrio.

En tanto que los alimentos que alcalinizan la sangre, aportan energía, vitalidad y salud. Hay alimentos con energía yin (chocolate, alcohol, estimulantes, azúcares, levaduras artificiales, etc.) que conducen a la hipersensibilidad, mientras que hay otros, con energía yang (carne, jamón, embutidos, huevos, etc.) que nos ponen tensos y coléricos.

“El alcohol, los vinagres, los estimulantes, todos ellos estimulan al sistema nervioso generando una energía falsa. Cuando una persona, a media tarde, se siente fatigada, busca ingerir café, chocolate, beber una gaseosa, en definitiva, generar una energía que no tiene”, dijo Bradford en diálogo con la prensa.

En realidad los postulados de Bradford, respecto de que la comida induce las emociones, es algo que sabía la medicina antigua de muchos pueblos. Los griegos, por ejemplo, tenían claro que con respecto al físico la clave residía en una dieta sana.

Se atribuye a Hipócrates de Cos, considerado el padre de la medicina, esta impactante frase: “Deja que la comida sea tu medicina y la medicina, tu comida”.

En un texto griego antiguo, perteneciente a la escuela hipocrática, se sostiene que el problema no estriba en lo que el hombre es de por sí, sino en “lo que es en relación con lo que come y bebe y a cómo vive y a los efectos que todo esto produce en él”.

Ahora se sabe que los hábitos alimentarios, la frecuencia de la ingesta y la calidad de los productos que se consumen tienen indudable impacto en aquella zona de la personalidad donde residen la afectividad y el pensamiento.

Está comprobado, por ejemplo, que una dieta estricta puede estropear el carácter de una persona. Comer poco puede acarrear fastidio y malhumor. Por el contrario, el exceso rompe también el equilibrio, influyendo negativamente en el plano anímico. Quien tiene un vínculo adictivo con la comida, y emprende un plan contra el mismo, puede caer en una inquietud permanente.

En tanto, algunos estudios revelan que las personas que consumen más grasas trans son propensas a mostrar conductas negativas como impaciencia, irritabilidad y agresividad.

 

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Publicado por en 19/01/2019 en Uncategorized

 

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Gratitud, ¿un rasgo en retirada en la actualidad?

La experiencia de la gratitud ha sido históricamente un foco de las religiones del mundo, las cuales cultivan la idea de que la vida es un don de Dios. ¿Se trata de un sentimiento en crisis en una época autosuficiente y egoísta?

En la Biblia, efectivamente, abundan expresiones de aprecio y agradecimiento por las bendiciones al cielo. En el Libro de los Salmos se lee: “Señor, Dios mío, voy a dar gracias a ti por siempre”, y “Voy a dar gracias al Señor con todo mi corazón”.

En el mundo cristiano, por caso, el agradecimiento es la piedra de toque de la piedad del creyente. Dado que a Dios lo ve como el dador generoso de todas las cosas buenas, se siente en deuda con Él.

Se diría que esta actitud básica la tienen todas aquellas personas que, más allá de los credos, consideran que la vida es algo valioso o un don gratuito, frente a la cual no cabe más que un sentimiento de agradecimiento.

En nuestra época, más autosuficiente en todo y que alardea de sus creaciones tecnológicas, ¿está en retirada el sentimiento de gratitud? ¿Las personas son más egoístas y, por tanto, están menos dispuestas a expresar en forma voluntaria el reconocimiento hacia el otro, sea Dios o el prójimo?

Hay quienes creen que vivimos en una época de reivindicaciones de todo tipo, en cuyo seno las personas más que agradecidas se consideran víctimas de alguna injusticia, más acreedoras que deudoras.

En este marco cultural, crece el triunfo de una cultura de la queja, algo que se echa de ver en un descontento por todo. La tónica general, así, es que pasamos gran parte del tiempo enfocados en lo que nos falta o en todo aquello que no se ajusta a la visión que tenemos de una vida perfecta.

Mucha gente, en efecto, vive enojada porque los bolsillos no están llenos como quisiera o directamente porque asume que la vida no le hace justicia tanto en sus pretensiones materiales como de cualquier otro tipo.

¿Puede crecer el sentimiento de agradecimiento en alguien que sólo tiene ojos para lo que le falta o, puesto en un papel de víctima, vive en una actitud permanente de reivindicación?

Existen diversas maneras de manifestar gratitud, siendo la más común la expresión popular “gracias”. Sin embargo, ¿hasta qué punto esta expresión no ha devenido en un convencionalismo social, una fórmula automática para salir del paso?

No alcanza con pronunciar la palabra mágica “gracias”, convertida en puro formalismo, si con ella no mostramos a la otra persona que realmente valoramos y apreciamos lo que ha hecho.

El escritor mexicano Octavio Paz, al recibir el premio Nobel de Literatura en 1990, abrió su alocución dando una luminosa reflexión sobre el particular. “Comienzo con una palabra que todos los hombres, desde que el hombre es hombre, han proferido: gracias”.

Y añadió: “Es una palabra que tiene equivalentes en todas las lenguas. Y en todas es rica la gama de significados. En las lenguas romances va de lo espiritual a lo físico, de la gracia que concede Dios a los hombres para salvarlos del error y la muerte a la gracia corporal de la muchacha que baila o a la del felino que salta en la maleza. Gracia es perdón, indulto, favor, beneficio, nombre, inspiración, felicidad en el estilo de hablar o de pintar, ademán que revela las buenas maneras y, en fin, acto que expresa bondad de alma. La gracia es gratuita, es un don; aquel que lo recibe, el agraciado, si no es un mal nacido, lo agradece: da las gracias”.

 

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Publicado por en 17/05/2018 en Uncategorized

 

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