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Comineza el verano y con él la presencia dominante del Sol

Hoy es el Solsticio de Verano en el Hemisferio Sur y se inicia de esta manera la época más luminosa del año, ya que su elemento central es la influencia del Sol o astro rey.

En este tiempo los días son más largos y las noches más cortas. Se trata de la época más calurosa del año, con las temperaturas más altas.

Hoy, 21 de diciembre, será el día más largo del año, producto del solsticio de verano, que da inicio a la temporada estival.

Es un fenómeno que ocurre cuando el eje del planeta Tierra, ya sea en el hemisferio norte o en el sur, está más inclinado hacia la estrella de su órbita, es decir, hacia el Sol. Esto ocurre entonces cuando ese astro alcanza su posición más alta en el cielo, como se ve desde el polo norte o sur.

El hemisferio más inclinado hacia nuestra estrella central vive su día más largo, mientras que el más alejado vive su noche más larga. Así, durante el solsticio de verano del hemisferio norte -que siempre cae en torno al 21 de junio-, el hemisferio sur pasa por el solsticio de invierno.

Del mismo modo, durante el solsticio de invierno del hemisferio norte -que ocurre en torno al 22 de diciembre-, el hemisferio sur pasa por el solsticio de verano.

En las distintas culturas el verano está asociado como elemento simbólico a la cosecha, la abundancia y la fertilidad. Asimismo, se asocia al Sol con el renacimiento y la esperanza.

Los festejos del Solsticio de Verano en diversas partes del mundo implican ceremonias y rituales para dar la bienvenida a esta estación del año, con un gran protagonista al cual se le rinde tributo: el astro rey.

Se considera que las cuatro estaciones tienen su correspondiente inspiración psicológica: el otoño simboliza el desapego y la depuración; el invierno, la quietud y la introspección; la primavera el renacer.

En el caso del verano, se considera la estación de la luz. Con su iluminación y calidez, es la época del año en la que, según la psicóloga transpersonal Elena Villalba, “el fuego y la luz solar pueden inspirarnos para perseguir nuestras metas con pasión, aumentar la calidez en nuestras relaciones con nuestros seres queridos y procurar que nuestra existencia sea más luminosa y positiva”.

Seres finalmente atados a las leyes materiales del cosmos, dada la constitución corporal, los seres humanos somos muy susceptibles a los cambios del entorno físico, como los asociados a la atmósfera y a las estaciones del año.

Al respecto, se ha podido comprobar cómo la exposición a la luz solar mejora inmediatamente el estado de ánimo y la cognición, y esto se ha observado no sólo en las personas con TAE, sino también en las personas diagnosticadas con otras formas de depresión.

El calor y el sol nos transmiten buen humor y eso hace que estemos con un estado anímico más agradable, que estemos más receptivos con los demás, más sonrientes, etc.

Se ha demostrado que las temperaturas cálidas y las horas de sol bajan los niveles de ansiedad y aumentan el pensamiento positivo. De manera contraria, mucha humedad, dificulta la concentración y aumenta la fatiga.

La exposición a la luz solar, según estudios médicos, aporta vitamina D y ésta tiene efecto sobre los sistemas hormonales, produciendo una modificación de nuestro sistema endocrino que es el encargado de producir hormonas, como la melatonina o la serotonina. Estas hormonas hacen sentir sensaciones agradables y provocan una mayor motivación por realizar actividades sociales.

© El Día de Gualeguaychú

 
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Publicado por en 26/12/2022 en Uncategorized

 

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Saber dar y recibir elogios resulta sano y beneficioso

La alabanza de las cualidades y méritos de una persona es una práctica muy humana que, como todas las cosas, suele tener un lado oscuro, aunque también representa un gesto positivo. 

Se sabe que las felicitaciones excesivas, inoportunas o mal planteadas tienen sus riesgos y pueden resultar contraproducentes. En el caso de los niños, por ejemplo, no se puede pecar de halagos y olvidarse de corregir las malas conductas. 

Además, siempre descreídos de los demás, cuando nos elogian sospechamos que somos objeto de algún tipo de manipulación. Vemos en ello un tipo de soborno verbal que nos ofrecen a cambio de satisfacer los intereses de la persona que los brinda. 

Por otro lado, por regla general hemos sido educados contra la vanidad, que en la tradición cristiana es pecado capital. El elogio, en efecto, puede alimentar la presunción, el envanecimiento y la arrogancia y no está bien ser una persona vanidosa. 

Por esta razón, aceptar los cumplidos no resulta sencillo: exige grandes dosis de humildad, evitar caer en la tentación del engreimiento y saber distinguir entre los interesados o tóxicos y los verdaderamente sinceros. 

Como se ve, el elogio tiene un costado inquietante, un lado oscuro, que opaca sus grandes posibilidades humanas, es decir su costado positivo y luminoso. Ocurre que la alabanza de los méritos y cualidades positivas de una persona puede tener un efecto positivo en su salud mental, produciendo una influencia bienhechora en su personalidad. 

Algunos psicólogos sostienen que dar y recibir elogios resulta sano y beneficioso, ya que contribuye a mejorar la autoestima. Recibir un reconocimiento por parte de un jefe en el trabajo o de un docente en el aula, mejora notablemente el desempeño de ese trabajador y de ese alumno. 

Sin embargo, hay razones para sospechar que el elogio es un bien escaso, como si en nuestra sociedad fuese algo reprochable. No aceptar los aplausos, por caso, se ha vuelto casi una cuestión de educación. Como si con su aceptación estuviéramos sugiriendo que creemos merecerlo. 

Cabría preguntarse ¿cuándo fue la última vez que a uno lo felicitaron sin ser su cumpleaños? ¿Y cuántas veces hemos halagado alguna conducta de nuestra pareja, hijos, amigos o compañeros de trabajo? 

Hay cierta unanimidad entre los psicólogos en que nos falta cultura del reconocimiento y que por eso nos resulta mucho más difícil felicitar que criticar. “Estamos entrenados en la autoexigencia y la exigencia a los demás, pero no en ver lo positivo y realzarlo; damos por supuesto que las cosas han de ir bien y que si van mal hemos de quejarnos”, afirma Purificación Sierra, profesora de Psicología del Desarrollo de la UNED.  

Por otro lado, al parecer tendemos más a criticar porque la crítica tiene que ver con la rabia, con manifestar nuestro disgusto, y es más fácil expresar la rabia que las emociones positivas. 

Francisca Berrocal, profesora del máster de Psicología del Trabajo de la Universidad Complutense de Madrid, coincide en que no tenemos cultura del premio, ni en el ámbito familiar ni en el de las empresas: “Sólo se felicita lo excelente, y eso es muy difícil de alcanzar, así que sólo se hace una vez de cada muchas o de cada nunca”.  

Por lo visto, siempre proclives a la crítica, somos tacaños en nuestro reconocimiento a los demás; en tanto que nos causa incomodidad la alabanza porque sospechamos que nunca es sincera. 

Pero esa actitud nos impide ver la fuerza liberadora y movilizadora del elogio en los demás y en nosotros mismos. 

© El Día de Gualeguaychú

 
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Publicado por en 14/08/2022 en Uncategorized

 

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Discapacidad, un concepto que evoluciona con el tiempo

Es imposible negar el estigma que históricamente ha tenido la población en situación de discapacidad. Pero una toma de conciencia global ha hecho variar esa percepción.

Para profundizar ese cambio de mirada se celebra hoy, 3 de diciembre, el Día Internacional de las Personas con Discapacidad. Una fecha que nos recuerda que ninguna deficiencia individual puede menoscabar el goce pleno de derechos humanos básicos.

El modo de concebir y representar socialmente la discapacidad mutó sustancialmente. Antes se hablaba erróneamente de “discapacitados”, como si los individuos lo fuesen constitutivamente.

Decir que alguien era discapacitado implicaba, a nivel del discurso, sustantivar un adjetivo, es decir convertir una característica o rasgo en algo esencial de una persona y su identidad.

De esta manera la forma de enfrentarse al tema de la discapacidad fue durante mucho tiempo esencialista. No es lo mismo decir que alguien es “ciego” a hablar de una “persona con ceguera”.

La operación semántica que convierte un adjetivo (ceguera) en un sustantivo (ciego), olvida que detrás de ese déficit orgánico hay una persona, y por tanto un ser humano con derechos.

Como se ve, el lenguaje sobre la discapacidad encubría una toma de posición ideológica sobre lo que era ese concepto. Frases como “readaptación del débil mental”, por caso, eran expresiones lingüísticas que lindaban el estigma.

Denunciaban una concepción de la discapacidad como una enfermedad incurable, o como un desvío fatal o una alteración que hacía del individuo en cuestión alguien condenado a una situación fija de minusvalía.

Las palabras, se sabe, no son inocentes sino que configuran realidades y situaciones. Decir que alguien es discapacitado -expresión que subsume la persona con alguno déficit de estructura o función corporal-, no es más que una representación social del “otro”, una manera de posicionarse frente a él.

En ese discurso subyace una mirada ideológica gravosa sobre los destinos de las personas con alguna deficiencia física, mental, intelectual o sensorial, al fijarles de antemano un techo a sus posibilidades, al rotularlas para siempre en sentido negativo.

Una consecuencia de esta mirada de la discapacidad como un hecho biológico inmodificable, al punto de ontologizar las deficiencias físicas o mentales, fue condenar a un vasto grupo social a la exclusión, a no disfrutar de igual forma que otros (los “normales”) del acceso a la educación, al empleo y la vida política y social.

La representación de la discapacidad tuvo un giro en los años ‘50 y ‘60 en todo el mundo. Ahora ya no es considerada como un déficit sino como una posibilidad. Hoy se habla de “personas con discapacidad”.

De esta manera, se reconoce a la persona, sujeto de derecho, por sobre otra consideración. Se ha producido, así, un cambio de percepción del otro, al cual se lo visualiza con potencialidades de desarrollo.

En esta conceptualización, se habla de personas con capacidades diferentes y aquí las diferencias son valoradas desde un nuevo sentido de la diversidad, que revela que lo humano nunca es homogéneo.

En el cambio de enfoque sobre esta problemática, en suma, el énfasis deja de estar puesto en la persona, como proponía la expresión “discapacitados”, para visualizar la situación de discapacidad como resultado de la interacción entre las personas y las barreras que se les presentan, dificultando su integración plena y efectiva en la vida social.

© El Día de Gualeguaychú

 
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Publicado por en 05/12/2021 en Uncategorized

 

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La soledad, ¿pandemia espiritual del siglo XXI?

El aislamiento pandémico ha provocado que organizaciones de bienestar social como la AARP o la United Health Foundation, en EE.UU., diagnostiquen una “epidemia de soledad”.

El aislamiento no es una consecuencia de la Covid-19, aunque esta enfermedad no ha hecho más que acentuar una tendencia preexistente a la crisis sanitaria.

“Es probable que una consecuencia adversa importante de la pandemia de Covid-19 sea el aumento del aislamiento social y la soledad (como se refleja en nuestras encuestas), que están fuertemente asociados con ansiedad, depresión, autolesiones e intentos de suicidio a lo largo de la vida”, según refiere un informe del año pasado producido por la  la Academia de Ciencias Médicas del Reino Unido.

En tanto, un reciente estudio publicado en American Journal of Preventive Medicine establece una relación directa entre el aumento del aislamiento social y la progresiva disminución de capacidades para realizar actividades diarias y comunes.

“La soledad es la nueva pandemia”, afirma Jesús del Pozo-Cruz, investigador principal del grupo Internacional Epidemiology of Physical Activity and Fitness Across Lifespan (EPAFit), de la Universidad de Sevilla (España).

Según Chiara Simeoli, investigadora de la Universidad de Nápoles (Italia), “la soledad es un factor de estrés psicológico significativo que causa efectos severos en la salud mental, aún más en las personas con condiciones preexistentes (como es el caso de las diabetes)”.

Un estudio de la endocrinóloga Liana Jashi presentado en el congreso europeo confirma que el aislamiento supone un menor acceso a la atención médica y conlleva un aumento de peso así como del consumo de cigarrillos y de alcohol.

Todos los expertos coinciden en señalar que las personas que están socialmente aisladas tienen más riesgo de mortalidad prematura y son más propensas a presentar problemas de salud mental y a desarrollar demencia.

Cabe consignar que desde finales del siglo XX, las ciudades de todo el mundo comenzaron a llenarse de solitarios (crece el número de viviendas ocupadas por una sola persona) y el “contacto físico” se ha reducido a Internet.

En España, el 36,8% de las personas de más de 65 años viven en hogares unipersonales. Entre la población de mayor edad, el 56% de los hombres y el 72% de las mujeres refieren sentir algún tipo de soledad.

En Suecia, cerca del 40% de los hogares están compuestos por una sola persona. En Estados Unidos, se estima que hay un 28% de hogares unipersonales.

En Japón y en varias partes del mundo, cada vez más personas eligen la “sologamia” (casarse con uno mismo), una tendencia en aumento.

Así, la soledad puede tener un significado no alienante sino todo lo contrario. Puede verse como una oportunidad para encontrarse a uno mismo y para descubrir el significado de la vida, aún en medio de la civilización moderna.

En Corea del Sur, por ejemplo, se está dando un fenómeno que reivindica la soledad como estilo de vida: los “honjok” o “tribus de uno solo”.

“El ‘honjok’ es un concepto hermoso porque se traduce en tomar la decisión consciente de explorar en profundidad las preferencias y los intereses propios”, refiere la psicoterapeuta Francie Healey, autora del libro “Honjok: el arte de vivir en soledad”.

Según Healey hay maneras constructivas de convivir con la soledad y hasta de encontrarle un lado positivo.

© El Día de Gualeguaychú

 
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Publicado por en 30/10/2021 en Uncategorized

 

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El poder de la gratitud en tiempos de pandemia

Aunque la persistencia de la plaga, con su ola de contagios y muertes, genera un clima de depresión generalizada, sin embargo, siempre hay motivos para estar agradecidos.

En las situaciones límite, cuando todo bajo nuestros pies se conmueve, como en la pandemia de Covid-19 que transitamos, los seres humanos solemos valorar lo que tenemos. Lo esencial de la vida, en suma, recobra importancia frente a lo superfluo.

En las situaciones difíciles de la vida, se aprende a ver los pequeños detalles, reconocer las cosas positivas que juntamente ocurren y ello hace resurgir el sentimiento de gratitud.

El monje benedictino estadounidense David Steindl-Rast sostiene que no es la felicidad lo que nos hace agradecidos, sino que es la gratitud lo que nos hace felices.

“Todos conocemos personas que tienen todo lo necesario como para ser felices, y sin embargo no lo son, simplemente porque no están agradecidas por lo que tienen. Por otro lado, todos conocemos también personas con que no son para nada afortunadas, y sin embargo irradian alegría, simplemente porque aun en medio de su miseria son agradecidas. Así, la gratitud es la clave de la felicidad”, destaca.

La experiencia revela que, en medio de una cultura que exalta los derechos, se suele estar concentrado en las privaciones, domina la perspectiva de las cosas que faltan, motivo de queja y amargura.

Pero la percepción cambia radicalmente ante la pérdida de aquel bien del cual se disfrutaba inconscientemente, cuya segura posesión lo hacía pasar inadvertido hasta ese momento.

Esta idea se ve reflejada en el lenguaje corriente. “Nunca sabes lo que tienes hasta que lo pierdes”, es una frase que evoca esta tendencia tan humana a poner el foco en lo que carecemos, motivo de persistente descontento.

Esto ocurre porque culturalmente se ha perdido una virtud tradicional: el agradecimiento, una actitud mental que permite comprender que hay más razones para sentirse feliz que desdichado.

El ser agradecidos nos da la posibilidad de tener una mirada menos pesimista ante las adversidades. Nos ayuda a protegernos de la desesperanza que aparece cuando nos enfocarnos de manera absoluta en el malestar, y puede constituirse en un factor de protección contra la depresión.

En una investigación publicada en 2015 por la American Psychological Association, su autor el Dr. Paul Mills, reportó que dar gracias por los aspectos positivos de la vida puede resultar en una mejor salud mental, mejor calidad del sueño, menos fatiga, mayor sentido de autoeficacia y niveles más bajos de marcadores bioinflamatorios relacionados con la salud cardiaca. 

Por otra parte, las personas agradecidas tienden a ser más felices y saludables, ya que el reconocimiento de que existe algo por lo cual dar gracias y el acto en sí mismo de agradecer, genera una sensación de bienestar que se traduce en mayor satisfacción con la vida y optimismo ante el futuro. 

Algunas terapias que cultivan el agradecimiento proponen realizar un “diario de gratitud”, una herramienta que permite hacer conscientes a las personas de todas esas cosas buenas que damos por descontadas (salud, amigos, lecturas, contemplación de paisajes, disfrutar de la música, etc.).

Estas herramientas permitirían que las personas abandonen el papel de víctimas y aprendan a ser menos quejosas con su suerte, asumiendo una actitud más objetiva y equilibrada de la vida.

© El Día de Gualeguaychú

 
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Publicado por en 28/06/2021 en Uncategorized

 

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Ser pragmático: entre el inmoralismo y el realismo

¿Qué es ser pragmático? Esa cualidad está cargada de controversia, toda vez que puede significar tanto una virtud como algo despreciable, según la lectura que se haga.

El pragmatismo es el mal de los políticos, que lo que desean es estar en el poder sin que los principios y las ideologías importen. Eso dicen quienes ven con desagrado el término.

El sentido peyorativo de pragmático, en efecto, alude a la actitud o conducta sociopolítica que prescinde en cierta medida de los principios fundamentales y esto por razones de conveniencia.

Para determinados exégetas, es la postura que recomendó Nicolás Maquiavelo a los políticos: renunciar a los ideales morales si las circunstancias del poder así lo exigen.

“Un príncipe que quiera mantenerse como tal debe aprender a no ser necesariamente bueno, y usar esto o no según lo precise”, aconsejó el autor de “El Príncipe”.

Bajo esta perspectiva, el propósito de conquistar el poder y mantenerse en él justifica cualquier medio, incluso ilícito como mentir, robar y matar. He ahí el abecé del maquiavelismo.

Muchos perciben este pragmatismo radicalizado como un signo de los tiempos. En Argentina, donde se ha hecho cultura la cínica expresión “roban pero hacen”, se diría que los gobiernos han hecho honor a Maquiavelo.

“La política exige mancharse las manos”, teorizan en estas pampas aquellos que aceptan el ejercicio de una actividad que pide, llegado el caso, estar dispuesto a todo.

Acaso esta acepción del pragmatismo sea la más popular, la que goza de mayor predicamento cultural. Ser pragmático, en este sentido, es casi una mala palabra, al menos para los que postulan la existencia de valores morales objetivos (del tipo “no robarás”, “no mentirás”, “no matarás”, etc.).

Sin embargo, habría un sentido benévolo para “pragmatismo”, incluso aplicado al mundo de la política. Esta acepción empalma con la etimología del vocablo que alude a la idea de “práctico”.

El gobernante que actúa con practicidad frente a la resolución de problemas y no se deja llevar por el dogmatismo o el fanatismo ideológico, actuaría así con sano pragmatismo.

Si la política, como creen algunos, es una opción entre dificultades, el mejor gobierno es aquel que toma la mejor decisión, en orden a resolver el problema planteado.

Aquí pragmatismo sería la propensión a adaptarse a las condiciones reales. Es lo contrario de aquel que opta por el dogmatismo doctrinario a expensa de los hechos. Napoleón Bonaparte llamaba “ideólogos” a sus adversarios, legando un sentido peyorativo al término.

De esta manera aludía a lucubraciones como construcciones teóricas opuestas a la realidad. Los ideólogos, así, serían teorizadores desconectados de la realidad.

El político español Felipe González, en su libro “El liderazgo en tiempos de crisis”, cree que quien conduce, en lugar de dejarse obnubilar por el fanatismo ideológico, debe estar dotado de una capacidad singular (epistémica) para captar lo que el autor denomina “anomalía” de la coyuntura.

De lo que se trata es de sacar de esta situación una nueva utilidad, pero esto nunca al precio de renunciar a valores morales o a ideales. González se reconoce un político pragmático: aquél que tiene voluntad de llevar a la práctica un ideal; y, citando a Machado, “pone la vela donde sopla el aire”.

Ser pragmático, dice, es reconocer y admitir los límites del terreno en el cual se opera. “En política, lo que no es posible es falso”, llega a decir, aunque aclara que determinar lo posible siempre es discutible.

 

© El Día de Gualeguaychú

 
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Publicado por en 21/06/2020 en Uncategorized

 

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El constante flujo del dar y recibir a cambio

Un trato justo sería aquel en el cual si damos algo, tenemos el derecho de recibir en idéntica proporción. Como si el trato entre las personas debiera regirse por la reciprocidad.

En las concepciones éticas que postulan un “deber ser” social, forjadas para evitar que la sociedad humana se convierta en un infierno, sobresale la lógica del dar y recibir, como una forma de trato equitativo en la cual las partes se benefician mutuamente.

El filósofo Aristóteles, por ejemplo, en el libro “Ética a Nicómaco”, al determinar los principios y alcances de la justicia conmutativa, que es la que regula las transacciones entre los particulares, formuló la “ley de reciprocidad en los cambios”.

La idea esencial de la ley consiste en afirmar que en todo intercambio de bienes, las condiciones han de ser tales que, en virtud de dicho intercambio, el productor pueda mantener la situación que ocupaba dentro de la sociedad, antes de realizarlo.

Se trata de un principio fundamental de la economía social, de universal vigencia, por cuanto cada miembro del cuerpo social reviste simultáneamente dos funciones económicas: la de productor y la de consumidor.

En la ciudad, cada ciudadano realiza una actividad económica habitual cuyo producido intercambia por aquellos bienes y servicios indispensables para su subsistencia y la de su familia.

La aplicación efectiva de la ley de reciprocidad en los cambios, formulada por Aristóteles, le garantiza a ese ciudadano el mantenimiento de su status social, sin variaciones excesivas.

Las relaciones humanas se basan en gran medida en la reciprocidad, los vínculos personales, económicos, incluso políticos, se desarrollan según los intercambios realizados. Es un dar y un recibir continuo, que garantiza cierta equidad.

Desde la antropología algunos estudios han determinado, por otro lado, que la ley de reciprocidad de dar y recibir rigió las relaciones más comunes entre grupos humanos primitivos.

Este principio subyace en algunas prácticas cotidianas, asociadas por ejemplo a la cortesía, como se ve en el simple hecho de devolver el saludo a vecinos o compañeros de trabajo atentos.

Además, desde pequeños nos enseñaron que ante un acto de ayuda ajena, incluso proveniente de una persona desconocida, debe corresponderse con un “gracias”. Por otro lado, felicitar a una persona en su cumpleaños suele generar una reacción de alegría o una palabra de agradecimiento.

La psicología, por su parte, estudia la reciprocidad como una de las normas más importantes de las relaciones personales y sociales. El “equilibrio entre el dar y el recibir” constituye una de las tres leyes sistémicas formuladas por el psicoterapeuta Bert Hellinger, en su concepción de las “constelaciones familiares”.

La reciprocidad, en tanto, sería un principio cósmico según la filosofía del karma de origen hindú. Y se formula de esta manera: siempre que realizamos acciones en el mundo, generamos energía (negativa o positiva). Esa energía, indefectiblemente, volverá a nosotros.

La ley básica del karma postula la causalidad, según la cual el orden cósmico se rige por la mecánica de causa y efecto, de suerte que lo que cada uno hace es lo que finalmente recibirá.

Es decir, todo vuelve, y todas nuestras acciones tienen consecuencias, según el inalterable flujo de dar y recibir. De esta manera, cada uno es responsable del bien o del mal que padece, según la bondad o la malicia de sus acciones.

 

© El Día de Gualeguaychú

 
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Publicado por en 24/04/2020 en Uncategorized

 

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Reflexiones consoladoras para época de coronavirus

La abrumadora presencia de la pandemia, con su amenaza a la salud y la cuarentena que impone, es percibida como una verdadera desgracia. Sin embargo, la experiencia nos enseña a no ser absolutamente negativos.

Los filósofos antiguos asociaban la “filosofía” a una forma templada y serena de hacer frente a los desastres. Esa reflexión era vista como una inagotable fuente de consuelo para resolver los retos que planteaba la vida.

En este sentido, ¿cómo podría tomarse filosóficamente al coronavirus? A primera vista la epidemia se presenta como un suceso espantoso después del cual nada volverá a ser como antes.

Sin embargo, habrá que poner en contexto su carga de negatividad tomando distancia del fenómeno. La pregunta es, ¿puede salir algo bueno de todo esto? Quienes han vivido lo suficiente saben, por lo pronto, que muchas veces de los tragos amargos se puede salir fortalecido.

Pero además las desgracias nunca son absolutas. Ésa es la moraleja de un antiguo relato chino que nos recuerda que la vida da tantas vueltas que lo que hoy luce mal en realidad puede resultar beneficioso.

Había una vez un campesino chino, pobre pero sabio, que trabajaba la tierra duramente con su hijo. Un día el muchacho sufrió un accidente en el campo. -“¡Padre, qué desgracia!  ¡Me he quebrado la pierna!”, exclamó.

Entonces su padre, haciendo valer su experiencia y sabiduría, lo consoló diciendo: -“¿Por qué le llamas desgracia? ¡Veamos lo que trae el tiempo!”. Pero al muchacho no le convencían esas palabras y gimoteaba en su cama.

Incluso los vecinos fueron a ver al campesino y le dijeron: -“¡Qué desgracia, qué mala suerte! Ahora no tienes la ayuda de tu hijo. ¡Es algo terrible!”. El granjero, sin embargo, les respondió: “Tal vez”.

Resulta que al poco tiempo, llegó el ejército al pueblo para reclutar a todos los jóvenes para una guerra prácticamente suicida. Eso significó que al hijo del anciano no lo llevaron porque tenía una pierna rota, así que se quedó a salvo en casa.

Esta historia tan sencilla tiene una gran moraleja que solemos olvidar: ni las desgracias ni la fortuna son absolutas y no podemos saber con certeza las consecuencias que surgen de esos sucesos.

Esto recuerda, por otra parte, aquel antiguo refrán que dice: “No hay mal que por bien no venga”, que trasmite una visión optimista de la realidad y según la cual de una contrariedad se puede extraer algo bueno, es decir que algo que se percibe como negativo puede tener luego resultados favorables.

¿Es posible aplicar esta sabiduría a la tragedia que causa el coronavirus, con su secuela de infectados y muertos, y la devastación económica que está produciendo, al tiempo que somete a la población a una dura prueba de aislamiento social?

Todavía es prematuro saber qué saldrá de todo esto, aunque algunos ya se aventuran a decir que la sociedad global saldrá fortalecida tras esta emergencia. Creen que se conseguirá una cura definitiva y anticipan que el sistema sanitario dará un paso adelante para enfrentar nuevas enfermedades.

Además, la pandemia le estaría dando un respiro al planeta. Los científicos advierten que los menores desplazamientos humanos y la merma en las actividades productivas han sido determinantes para reducir la contaminación en el aire, los mares y los ríos, en mayor o menor medida, a escala mundial.

Y hasta es posible extraer del aislamiento obligatorio por el que las familias permanecen en sus hogares, una magnífica posibilidad para redescubrir en ese ámbito una fuente de amor y de valores.

 

© El Día de Gualeguaychú

 
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Publicado por en 07/04/2020 en Uncategorized

 

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La teoría del vaso: si medio vacío o medio lleno

En el mundo psicológico se suele decir que las personas se dividen en dos grupos: los que ven el vaso medio lleno y los que lo ven medio vacío. Es decir los optimistas y los pesimistas.

La etimología aclara el significado de estos términos: mientras optimismo proviene del latín “optimum”, es decir “lo mejor”, pesimismo proviene de la raíz latina “pesimus”, es decir “muy malo”.

Lo cierto es que ante una misma realidad las miradas se bifurcan por lo pronto en dos posiciones que lucen antagónicas: mientras uno ve el lado positivo del asunto, el otro se regodea en su aspecto negativo o de carencia.

Los antiguos estoicos ya advertían de la colisión entre las versiones dispares de la mente. Epicteto, figura de esa escuela filosófica, escribió al respecto: “Los hombres no sufren por los hechos sino por las representaciones que tienen de los hechos”.

Con ello quería decir que dos o más personas pueden ver el mismo hecho (el vaso con agua), pero sin embargo percibir diversamente, a causa de la intervención de factores subjetivos, como los deseos o inclinaciones de cada uno.

Todo indica que percibimos las cosas estructurando los “estímulos” de acuerdo a nuestro propio espíritu. Ese espíritu a su vez podría responder a dos tendencias básicas: optimismo y pesimismo.

En los libros de psicología se suele hacer una caracterización canónica de ambas. Las personas optimistas reúnen cuatro rasgos: ven algo bueno en cada situación, hasta la más adversa; pueden llegar a distorsionar la realidad hacia lo positivo; poseen una tendencia a la acción; minimizan los aspectos negativos de las circunstancias.

Los pesimistas, por su lado, siempre se fijan primero en lo que falta, y no en lo que tienen; se jactan de ser realistas; suelen tener un pronóstico malo sobre lo que vendrá; son previsores y esto puede hacer que se preserven en ciertas circunstancias.

El pecado de los optimistas, que suelen vivir en un estado de euforia permanente, es caer presa del “ilusionismo” o de las promesas falsas. Ver todo “color de rosa” a toda costa y renunciando a la razón, puede traerles funestas consecuencias.

El hombre que está inclinado siempre a creer posible y fácil todo lo que espera, de suerte que llega a tomar sus deseos por realidades, puede chocar dramáticamente con los límites que impone lo real, o ser víctima de los eternos embaucadores que pintan sueños imposibles.

Los pesimistas, por su lado, para quienes las cosas pueden encaminarse fácilmente hacia lo peor y suscriben aquello de que “hoy estoy peor que ayer, pero mejor que mañana”, corren riesgo de hundirse por propia decisión.

La negatividad del pesimista, muy cercano al cuadro patológico de la depresión, que tiene la tendencia a ver “el medio vaso vacío”, puede hacerlo caer en un derrotismo suicida.

Ahora bien, quizá por aquello de que los extremos siempre se tocan, cabe establecer una solidaridad oculta entre estas dos versiones espirituales. Y esto porque para ser pesimista es necesario haber creído y haber tenido esperanzas antes.

En el pelotón de los pesimistas, por tanto, quizá haya que anotar a no pocos ilusos desengañados. ¿Son los optimistas empedernidos de hoy, acaso, los incurables pesimistas del mañana?

Ahora bien, ¿el pesimismo o el optimismo son conductas innatas o aprendidas? Los científicos no se ponen de acuerdo: hay quienes piensa que se nace con algunos de estos rasgos y otros opinan que son conductas adquiridas.

 

© El Día de Gualeguaychú

 
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Publicado por en 13/04/2018 en Uncategorized

 

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La identidad y la mirada del otro

Desde el mundo de la psicología se sabe que la mirada del otro hace a la constitución de la identidad personal, a la autoimagen y autoestima.

El enigma de la entidad, su problemática definición y delimitación, constituye una temática que ha obsesionado a pensadores de todas las épocas. No hay identidad sin alteridad, postulan algunos.

¿Y eso qué significa? Pues que el fundamento de mi ser, lo que soy yo, descansa en gran medida en la mirada ajena. ¿El Otro me da el ser, acaso? La cuestión está muy presente en los escritos de Jorge Luis Borges.

El gran escritor argentino ha dicho al respecto: “Todos nos parecemos a la imagen que tienen de nosotros”. De esta manera sugiere, en sentido fuerte, que somos extremadamente vulnerables a la mirada de los demás.

“Yo sentía el desprecio de la gente y yo me despreciaba también”, relata Borges en el “Indigno”, revelando que es tal la dependencia con los demás, que éstos tienen la capacidad, con su mirada, de hacernos incluso infelices.

Estas observaciones no harían sino confirmar la idea según la cual el hombre es un ser relacional, que depende ontológicamente de los demás, aunque sin perder su propia mismidad o autonomía.

¿Muchas veces, por caso, no necesitamos confirmar nuestra voluntad libre frente a la presión del entorno? Como sea la vida enseña que la identidad individual se fragua en contacto con los otros, y habrá quienes sean más susceptibles a esa influencia.

La mayoría de los psicólogos por ejemplo sostienen que la mirada de los padres, sobre todo de la madre, construye la autoestima de los hijos. Otros van más allá, señalando que esa mirada en el fondo hace existir.

De ahí el drama de la orfandad, vista como una carencia entitativa ante la falta de la mirada amorosa y atenta de los padres. Se suele decir, por lo demás que no darle existencia a alguien es no mirarlo, es decir ignorarlo.

En psicología y pedagogía se habla del “efecto Pigmalión” en alusión a la importancia que tiene en la vida de las personas la confianza que depositan en ellas los otros.

Esa confianza provoca lo que se conoce como “profecía autocumplida”, es decir determinada creencia o expectativa de comportamiento, determinada predicción, acaba cumpliéndose en los hechos.

El origen de este efecto se remonta a una historia del romano Ovidio (siglo I a.C.), en el libro X de Metamorfosis, donde cuenta que el rey de Chipre, de nombre Pigmalión, buscaba a una mujer muy bella y perfecta para casarse con ella, pero como no la encontraba le pidió a un escultor que hiciera una estatua.

El artista hizo a Galatea, una estatua tan lograda que Pigmalión se enamoró de ella. Mediante la intervención de Afrodita, la diosa del amor, el rey soñó que Galatea cobraba vida, hasta que finalmente eso ocurrió en la realidad.

El mito de Pigmalión en la cultura, por tanto, revela que cuando nosotros creemos en alguien realizamos un acto creativo en él, haciendo como en la historia de Ovidio que las piedras cobren vida.

La expectativa que me hago del otro puede tener en él un efecto negativo o positivo, dependiendo del tipo de influencia. Según el tipo de mirada, en unos casos puede aumentar la autoestima y en otros hacerla desaparecer.

En el mundo escolar se ha demostrado, en varios experimentos, cómo las expectativas de un profesor pueden incidir en el rendimiento de un alumno. Los chicos que son vistos como listos, actúan acorde con esa expectativa; a la inversa, si los docentes creen que algunos niños no aprenderán, porque no son capaces, serán malos alumnos.

 

© El Día de Gualeguaychú

 
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Publicado por en 28/10/2016 en Uncategorized

 

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