Los políticos argentinos vienen dando un espectáculo deplorable desde hace tiempo. Su incapacidad para acordar un rumbo sensato para el país, como se vio reflejado en la falta de acuerdo en el Congreso, confirma la sospecha de que la única salida es el aeropuerto de Ezeiza.
Ni el gobierno, ni los legisladores, ni los gobernadores, ni los empresarios, ni los sindicalistas, ni los dirigentes sociales, parecen estar a la altura de la grave crisis política, social y económica de la Argentina, que sigue hundida en la pobreza y en la desesperanza.
No pueden acordar nada -ni una orientación económica, ni un pacto fiscal, en suma, ni una política de Estado- porque la elite dirigente vernácula, en su definición plena, no es ni elite ni dirige nada. Y esto porque siguen, egoístamente, en una lucha de facciones, en una puja estéril por el poder, mientras el país se desangra.
Se ha dicho, con razón, que el problema argentino es eminentemente político, un diagnóstico acertado cualquiera sea la lectura ideológica que se haga de este diagnóstico.
Resulta que quienes tienen que acordar y tomar decisiones trascendentes, no lo hacen, sino que empeoran la situación, al generar con sus peleas un aumento de la desazón en la población.
Una población que está angustiada no sólo porque no le alcanza la plata para vivir, sino porque no le encuentra un sentido al sacrificio que está haciendo, ante la falta de un horizonte económico cierto, y esto porque su dirigencia sigue desertando de su obligación de conducción.
La población tampoco percibe que se haga justicia ante el latrocinio público, porque sospecha que los políticos, aunque se viven peleando, siempre se cubren las espaldas mediante pactos de impunidad.
Un Estado sin justicia, ya lo decía San Agustín, se reduce a una “banda de ladrones”. Como la política sigue decepcionando, la Argentina se vuelve cada vez más inviable, haciendo que más personas, sobre todos los jóvenes, quieran irse del país.
Los cientistas políticos refieren que los países que progresan son los que han logrado “estabilidad política”, y en gran medida la decadencia de Argentina -un fenómeno patético en Occidente- finca en esta debilidad.
Los filósofos e historiadores, tanto de la antigüedad como de la modernidad, enseñan que la estabilidad es el bien más grande de los que debe conseguir la política, dentro de la movilidad esencial de las cosas humanas.
Pues bien, la estabilidad política –que es la obligación de su “clase dirigente”- falta en la Argentina ahora y ha faltado desde hace mucho tiempo (piénsese en lo que duraron las guerras civiles y el péndulo entre tiranía y anarquía a la que ha estado sometido el país a lo largo de su historia)
Esta es una de las causas del atraso, incluso económico y técnico, del país; y de los actuales dolores. ¿Acaso no se percibe que la inflación, que está destruyendo desde hace años los ingresos y patrimonios de los argentinos, tiene raíces políticas?
¿Por qué en todos los países del mundo desarrollados y más o menos serios la inflación no es un problema? Las sociedades que no pueden contar con una moneda estable, como es la argentina, han fracasado primero políticamente.
La estabilidad económica y monetaria es hija de la estabilidad política, es decir de una gobernanza confiable, cierta y transparente del Estado, algo que los políticos argentinos parece que no pueden ofrecer.
Hasta que el país no arregle su intríngulis político -hay razones para ser pesimistas- no habrá moneda sana, ni inversión productiva, ni crecimiento económico sostenido, ni trabajo genuino, ni salida de la decadencia.
© El Día de Gualeguaychú