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La falta de una buena política vuelve inviable al país

Los políticos argentinos vienen dando un espectáculo deplorable desde hace tiempo. Su incapacidad para acordar un rumbo sensato para el país, como se vio reflejado en la falta de acuerdo en el Congreso, confirma la sospecha de que la única salida es el aeropuerto de Ezeiza.

Ni el gobierno, ni los legisladores, ni los gobernadores, ni los empresarios, ni los sindicalistas, ni los dirigentes sociales, parecen estar a la altura de la grave crisis política, social y económica de la Argentina, que sigue hundida en la pobreza y en la desesperanza.

No pueden acordar nada -ni una orientación económica, ni un pacto fiscal, en suma, ni una política de Estado- porque la elite dirigente vernácula, en su definición plena, no es ni elite ni dirige nada. Y esto porque siguen, egoístamente, en una lucha de facciones, en una puja estéril por el poder, mientras el país se desangra.

Se ha dicho, con razón, que el problema argentino es eminentemente político, un diagnóstico acertado cualquiera sea la lectura ideológica que se haga de este diagnóstico.

Resulta que quienes tienen que acordar y tomar decisiones trascendentes, no lo hacen, sino que empeoran la situación, al generar con sus peleas un aumento de la desazón en la población.

Una población que está angustiada no sólo porque no le alcanza la plata para vivir, sino porque no le encuentra un sentido al sacrificio que está haciendo, ante la falta de un horizonte económico cierto, y esto porque su dirigencia sigue desertando de su obligación de conducción.

La población tampoco percibe que se haga justicia ante el latrocinio público, porque sospecha que los políticos, aunque se viven peleando, siempre se cubren las espaldas mediante pactos de impunidad.

Un Estado sin justicia, ya lo decía San Agustín, se reduce a una “banda de ladrones”. Como la política sigue decepcionando, la Argentina se vuelve cada vez más inviable, haciendo que más personas, sobre todos los jóvenes, quieran irse del país.

Los cientistas políticos refieren que los países que progresan son los que han logrado “estabilidad política”, y en gran medida la decadencia de Argentina -un fenómeno patético en Occidente- finca en esta debilidad.

Los filósofos e historiadores, tanto de la antigüedad como de la modernidad, enseñan que la estabilidad es el bien más grande de los que debe conseguir la política, dentro de la movilidad esencial de las cosas humanas.

Pues bien, la estabilidad política –que es la obligación de su “clase dirigente”- falta en la Argentina ahora y ha faltado desde hace mucho tiempo (piénsese en lo que duraron las guerras civiles y el péndulo entre tiranía y anarquía a la que ha estado sometido el país a lo largo de su historia)

Esta es una de las causas del atraso, incluso económico y técnico, del país; y de los actuales dolores. ¿Acaso no se percibe que la inflación, que está destruyendo desde hace años los ingresos y patrimonios de los argentinos, tiene raíces políticas?

¿Por qué en todos los países del mundo desarrollados y más o menos serios la inflación no es un problema? Las sociedades que no pueden contar con una moneda estable, como es la argentina, han fracasado primero políticamente.

La estabilidad económica y monetaria es hija de la estabilidad política, es decir de una gobernanza confiable, cierta y transparente del Estado, algo que los políticos argentinos parece que no pueden ofrecer.

Hasta que el país no arregle su intríngulis político -hay razones para ser pesimistas- no habrá moneda sana, ni inversión productiva, ni crecimiento económico sostenido, ni trabajo genuino, ni salida de la decadencia.

© El Día de Gualeguaychú

 
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Publicado por en 29/02/2024 en Uncategorized

 

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La amabilidad, piedra de toque de la convivencia

Vivimos tiempos duros, en la calle o en Internet, donde predominan las amenazas físicas y simbólicas y los comentarios de odio. Un antídoto a tanta aspereza en el trato quizá sea la amabilidad.

Alguna vez fue parte de la enseñanza de los mayores, para quienes ser amable hacía posible o más fácil vivir con los demás, dulcificando así la siempre difícil convivencia humana.

Amabilidad (sustantivo femenino) se define como “suavidad en el trato, afabilidad, dulzura y atractivo”. 

Amable (adjetivo), como “la persona que por su natural dócil, suave, apacible y cariñoso se concilia la común estimación, aprecio y amor (…) Y también se entiende y dice de la cosa que es digna de atención y aprecio: como la virtud, la verdad es amable”.

Por último, amablemente (adverbio), “amorosamente, apaciblemente, con cariño y suavidad”.

El comportamiento individual y social, sobre todo de los más jóvenes, muestra una sorprendente ausencia de amabilidad. Como si el egoísmo grabado a fuego impidiese toda empatía, poniendo como prioridad las necesidades de cada quien por sobre las de los demás.

Alguna vez en las familias y en las escuelas se enseñó este valor social que se funda en el respeto, el afecto y la benevolencia en la forma de relacionarnos con el otro.

Se diría que la amabilidad es esencial para la convivencia en sociedad. Diariamente, las personas están obligadas a interactuar con otras (el vecino, el colega, el jefe, el subordinado, el familiar, el dependiente, el amigo, el desconocido, etc.), y el trato amable es crucial ya que en gran medida las relaciones de fundan en él.

La amabilidad se refleja en los actos cotidianos. Existen palabras básicas en las que aflora este sentimiento hacia los demás, como “por favor”, “gracias”, “lo siento” o “disculpame”.

Sinónimos de amabilidad son: cortesía, gentileza, atención, urbanidad, afabilidad, cordialidad, benevolencia. Lo contrario sería descortesía,  desatención, hosquedad.

¿Hemos perdido acaso la capacidad de ser amables unos con otros? ¿Vivimos, de alguna manera, enfrentados a los demás? ¿Nos hemos vuelto incapaces de tener una mirada y trato solicito hacia los demás?

Curiosamente la amabilidad es un rasgo que se aprecia en las demás personas. Que nos traten con respeto, cariño y bondad nos hace sentir apreciados y puede transformar un mal día en uno bueno.

Sin embargo, no se suele corresponder con este sentimiento cuando se trata de ejercerlo uno mismo. Se olvida, al respecto, aquella regla de oro que exige reciprocidad y que reza: “Trata a los demás como querrías que te trataran a ti”.

Se puede decir con certeza que la amabilidad es un círculo de reciprocidad afectiva. En efecto, para recibir hay que dar y si uno no se muestra amable con los demás, no es justo que espere que lo traten con afecto.

“Sé amable cuando tengas la posibilidad. Siempre tienes esa posibilidad”, recomienda el Dalai Lama. En tanto que el filósofo chino Confucio aconsejaba: “Cuando veas un hombre bueno, piensa en imitarlo; cuando veas uno malo, examina tu propio corazón”.

El poeta libanés Kahlil Gibran, en tanto, apuntaba: “La ternura y la amabilidad no son signos de debilidad y desesperación, sino manifestaciones de fuerza y resolución”.

El filósofo francés Michel de Montaigne, por su lado, llegó a decir: “Aunque pudiera hacerme temible, preferiría hacerme amable”.

Y el griego Platón sentenció: “Sé amable, pues cada persona con la que te cruzas está librando su ardua batalla”.

© El Día de Gualeguaychú

 
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Publicado por en 20/11/2021 en Uncategorized

 

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Sálvese quien pueda, la fórmula del pánico

Cuando la vida se torna peligrosa ante un cataclismo o crisis, como el que suscita el coronavirus, el miedo suele generar una conducta tendiente a la salvación de cada quien y los suyos.

La expresión “sálvese quien pueda” se utiliza justamente en este tipo de situaciones donde reina la sensación de que lo “social” se hunde y entonces todo pasa por salvar el propio pellejo.

Por lo pronto, el coronavirus disparó una reacción de acaparamiento irracional de bienes -como alcohol en gel, desinfectantes de manos, y alimentos de primera necesidad-, provocando a la postre escasez y aumento de precios.

Las compras por pánico, como se las conoce, están alimentadas por la ansiedad y la disposición a hacer todo lo posible para calmar los temores, como hacer colas durante horas para adquirir alimentos o comprar mucho más de lo que se necesita.

La tendencia a ponerse a salvo ante una situación de crisis, siguiendo la lógica de cada uno a lo suyo, es frecuente sobre todo en países anómicos, donde el tejido social es muy débil y donde casi nadie cree en la autoridad estatal. En cambio, es más excepcional donde el grupo pesa más que el interés individual (como es el caso de Japón, por ejemplo).

En medio de las catástrofes, no obstante, pueden aparece personas que, dejando de lado su compromiso individual y familiar, se vuelcan para ayudar a otros que están en peligro.

A veces, será una persona que se tira al mar o a una piscina para salvar a un niño o adulto que se está ahogando. O quizá uno que entra en una casa en llamas para rescatar a los que pueda.

O, tal vez, será un simple automovilista que deja de lado sus compromisos urgentes para intentar aliviar a quienes se encuentran heridos por un accidente en la ruta.

¿Por qué algunas personas son héroes osados mientras que otras se desentienden de los apuros y las súplicas de los que están en peligro?

La expresión “sálvese quien pueda” involucra al individuo y a su propio grupo familiar. Difícilmente los padres, en una situación de emergencia, pensarán más en ellos que en sus hijos.

La psicología evolutiva dice que cuanto más comparte una persona (un familiar) sus genes con nosotros mismos, más posibilidades tenemos de ayudarla.

De esta manera, potenciamos la supervivencia de nuestros propios genes al ayudar a las personas que también son portadoras de los mismos. Esta regla de gran importancia biológica está muy arraigada en el comportamiento humano y no es consciente.

Por otra parte, esta semana los mercados mundiales, tan sensibles al pánico, se desplomaron ante la huida de inversores que siguieron la lógica del “sálvese quien pueda” ante la perspectiva de una recesión global motorizada por la crisis sanitaria del Covid-19.

Lo que está pasando es de manual: con los precios de acciones y bonos cayendo, el miedo se propaga. Los ahorristas corren entonces en masa a poner a resguardo sus activos, porque se trata de salvarse del naufragio global.

En tanto, las guerras son el escenario donde así como se ven actos de altruismo (el soldado que asiste al camarada herido), mayormente se activa el instinto de supervivencia individual, donde cada uno trata de salvar su vida a como dé lugar.

¿Es la Argentina un país donde el sálvese quien pueda ha devenido en una cultura? ¿Los argentinos, en las crisis, asumen conductas incluso antisociales, con tal de zafar de la malaria?

 

© El Día de Gualeguaychú

 
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Publicado por en 17/03/2020 en Uncategorized

 

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El hecho de ayudar a otros y los motivos para hacerlo

En Argentina hoy (4 de octubre) se celebra el día del “voluntariado nacional”, en homenaje a quienes, por voluntad propia y sin percibir remuneración, trabajan en instituciones que contribuyen al mejoramiento de la calidad de vida de otras personas.

En el país 3 de cada 10 argentinos hacen trabajos comunitarios, según la última encuesta realizada por Voices! Research & Consultancy y WIN Internacional.

El relevamiento indica que 8 de cada 10 argentinos se autodefinen como solidarios, aunque cuando se miden las acciones concretas, los números bajan significativamente.

Voices! informa que 4 argentinos de cada 10 dice donar bienes; un tercio (33%) dona dinero; 4 de 10 dio sangre alguna vez en la vida, pero regularmente solo un 6%.

Como en todo lo que tiene que ver con la conducta humana, no hay consenso respecto a qué se debe el impulso de tender una mano a los demás.

La compasión, por caso, es una actitud valorada por religiones y algunas filosofías. Puede verse como una forma de solidaridad, que vincula con las demás personas.

Compadecer es “padecer con”, lo que supone sufrir con los otros. Se cree, entonces, que el sentimiento de conmiseración despierta ternura o empatía por quien la está pasando mal. Es un ejercicio por el cual las personas, como se dice habitualmente, se ponen en los zapatos del otro.

Sin embargo, no está claro que éste sea un sentimiento universal. Porque así como ante un conductor varado en la ruta, algunos se detienen para ayudar, muchos otros pasan a toda velocidad.

La pregunta es: ¿existe el desinterés verdadero? ¿Las personas se mueven por motivos altruistas, es decir ayudan a los demás sin ningún objetivo de recompensa por esa ayuda, incluso con costes hacia ellos mismos?

Están quienes creen que la idea de que hacer algo por “bondad del corazón” es un excesivo idealismo, sugiriendo que detrás de todo acto de bondad se disfraza un motivo egoísta.

¿Acaso el altruista religioso, por ejemplo, no espera por su acción una “recompensa” en el cielo o en el más allá, según prometen todas las religiones? ¿No está buscando, en el fondo, una reciprocidad por su acto de bondad?

Las teorías evolucionistas, herederas de la concepción darwiniana del hombre, aseguran que éste último se rige por la norma de reciprocidad, un comportamiento de “toma y daca”.

Es decir, el homo sapiens ayuda a otros por una cuestión de supervivencia, más que de bondad de corazón. En este sentido, se preocupa por los otros porque sabe que eso incrementará las posibilidades de que los demás lo ayuden en compensación.

En la vida cotidiana, por otro lado, aceptamos el intercambio social y la economía social. Damos y recibimos, recíprocamente. Unas personas ayudan a otras y se ofrecen voluntarias para hacer cosas con la esperanza de disfrazar su interés propio.

Estudios sobre el comportamiento humano revelan que algunos voluntarios “altruistas” tienen como objetivo aprender habilidades, potenciar sus perspectivas laborales, conseguir la aceptación o aprobación del grupo, reducir la culpa, potenciar su autoestima o expresar sus valores personales.

Desde el psicoanálisis se dice que el altruismo puede ser un mecanismo de defensa frente a un impulso negativo: un síntoma neurótico para superar la ansiedad, el sentimiento de culpa y la hostilidad.

Por otro lado, hay estudios que revelan que “hacer el bien a otros” provoca que las personas se “sientan bien” consigo mismas, sugiriendo así que sería una acción terapéutica.

 

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Publicado por en 11/10/2019 en Uncategorized

 

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Reciprocidad social: lógica del dar y recibir

Por lo general los intercambios humanos son problemáticos, al punto que muchos de ellos están dominados por la competencia o la aversión. Un ideal ético, para regular esos intercambios, sería el de la reciprocidad.

Algunos teóricos pesimistas de la condición humana creen que el hombre es incurablemente egoísta, es decir alguien que sólo busca su provecho (que puede ser ilimitado), y al mismo tiempo perverso, porque espera el mal ajeno.

El filósofo inglés Thomas Hobbes, por ejemplo, lo pinta como un animal salvaje y carnicero al que hay que ponerle un bozal (el Estado) para evitar que se coma a los otros miembros de su especie.

Fuera de estas concepciones sombrías, aparecen las concepciones éticas que postulan un “deber ser” social, acaso para evitar que la sociedad se convierta en un infierno.

En ellas sobresale el “valor” de la reciprocidad, según el cual los intercambios humanos deberían regirse por la lógica del dar y recibir, como una forma de trato equitativo en la cual las partes se beneficiarían mutuamente.

El refrán “una mano lava a la otra, y las dos lavan la cara” expresaría esta filosofía que alude a la necesidad de ayudarse unos a otros para conseguir las cosas, al tiempo que recuerda la obligación de corresponder a las ayudas que nos prestan.

Esta lógica de dar y recibir continuo debería presidir todo tipo de vínculos, ya sea los que tienen lugar entre personas, o en los más amplios intercambios familiares, sociales, políticos y económicos.

Esta idea, de hecho, suele estar presente en los contratos entre privados o entre los Estados. En las relaciones de negocio se busca con ella, por ejemplo, alcanzar acuerdos beneficiosos para que las partes logren “ganar-ganar”.

Es decir se ofrece y se negocia en función de que ninguna de las partes resulte perjudicada por el trato realizado. Lo mismo ocurre en el plano de la diplomacia entre los Estados, que suelen firmar tratados de beneficio mutuo y para fortalecer las relaciones de intercambio.

Desde la antropología algunos estudios han determinado, por otro lado, que la ley de reciprocidad de dar y recibir rigió las relaciones más comunes entre grupos humanos primitivos.

Este principio subyace en algunas prácticas cotidianas, asociadas por ejemplo a la cortesía, como se ve en el simple hecho de devolver el saludo a vecinos o compañero de trabajo atentos.

Además, desde chico nos enseñaron que ante un acto de ayuda ajena, incluso proveniente de una persona desconocida, debe corresponderse con un “gracias”. Además, dar un abrazo a una persona en su cumpleaños suele generar una reacción de alegría o una palabra de agradecimiento.

La psicología, en tanto, estudia la reciprocidad como una de las normas más importantes de las relaciones personales y sociales. El “equilibrio entre el dar y el recibir” constituye una de las tres leyes sistémicas formuladas por el psicoterapeuta Bert Hellinger, en su concepción de las “constelaciones familiares”.

Hellinger postula que la vida se sustenta en el flujo del dar y recibir, de suerte que toda relación entre iguales (en la amistad o en la relación de pareja) debe responder a esta dinámica.

No obstante, a veces las relaciones no son totalmente igualitarias, como son las filiales. De tal manera que los padres dan y los hijos reciben, pero no puede ser al contrario.

Por esto los hijos suelen sentirse en deuda con los padres. Pero ellos pueden “compensar” o corresponder a los padres ayudándolos en su vejez.

 

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Publicado por en 03/07/2019 en Uncategorized

 

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Gratitud, ¿un rasgo en retirada en la actualidad?

La experiencia de la gratitud ha sido históricamente un foco de las religiones del mundo, las cuales cultivan la idea de que la vida es un don de Dios. ¿Se trata de un sentimiento en crisis en una época autosuficiente y egoísta?

En la Biblia, efectivamente, abundan expresiones de aprecio y agradecimiento por las bendiciones al cielo. En el Libro de los Salmos se lee: “Señor, Dios mío, voy a dar gracias a ti por siempre”, y “Voy a dar gracias al Señor con todo mi corazón”.

En el mundo cristiano, por caso, el agradecimiento es la piedra de toque de la piedad del creyente. Dado que a Dios lo ve como el dador generoso de todas las cosas buenas, se siente en deuda con Él.

Se diría que esta actitud básica la tienen todas aquellas personas que, más allá de los credos, consideran que la vida es algo valioso o un don gratuito, frente a la cual no cabe más que un sentimiento de agradecimiento.

En nuestra época, más autosuficiente en todo y que alardea de sus creaciones tecnológicas, ¿está en retirada el sentimiento de gratitud? ¿Las personas son más egoístas y, por tanto, están menos dispuestas a expresar en forma voluntaria el reconocimiento hacia el otro, sea Dios o el prójimo?

Hay quienes creen que vivimos en una época de reivindicaciones de todo tipo, en cuyo seno las personas más que agradecidas se consideran víctimas de alguna injusticia, más acreedoras que deudoras.

En este marco cultural, crece el triunfo de una cultura de la queja, algo que se echa de ver en un descontento por todo. La tónica general, así, es que pasamos gran parte del tiempo enfocados en lo que nos falta o en todo aquello que no se ajusta a la visión que tenemos de una vida perfecta.

Mucha gente, en efecto, vive enojada porque los bolsillos no están llenos como quisiera o directamente porque asume que la vida no le hace justicia tanto en sus pretensiones materiales como de cualquier otro tipo.

¿Puede crecer el sentimiento de agradecimiento en alguien que sólo tiene ojos para lo que le falta o, puesto en un papel de víctima, vive en una actitud permanente de reivindicación?

Existen diversas maneras de manifestar gratitud, siendo la más común la expresión popular “gracias”. Sin embargo, ¿hasta qué punto esta expresión no ha devenido en un convencionalismo social, una fórmula automática para salir del paso?

No alcanza con pronunciar la palabra mágica “gracias”, convertida en puro formalismo, si con ella no mostramos a la otra persona que realmente valoramos y apreciamos lo que ha hecho.

El escritor mexicano Octavio Paz, al recibir el premio Nobel de Literatura en 1990, abrió su alocución dando una luminosa reflexión sobre el particular. “Comienzo con una palabra que todos los hombres, desde que el hombre es hombre, han proferido: gracias”.

Y añadió: “Es una palabra que tiene equivalentes en todas las lenguas. Y en todas es rica la gama de significados. En las lenguas romances va de lo espiritual a lo físico, de la gracia que concede Dios a los hombres para salvarlos del error y la muerte a la gracia corporal de la muchacha que baila o a la del felino que salta en la maleza. Gracia es perdón, indulto, favor, beneficio, nombre, inspiración, felicidad en el estilo de hablar o de pintar, ademán que revela las buenas maneras y, en fin, acto que expresa bondad de alma. La gracia es gratuita, es un don; aquel que lo recibe, el agraciado, si no es un mal nacido, lo agradece: da las gracias”.

 

© El Día de Gualeguaychú

 
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Publicado por en 17/05/2018 en Uncategorized

 

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El ser humano, ¿es egoísta o altruista?

Los que ven la historia como una explotación de unos por otros piensan que el hombre es un animal egoísta; los que enfatizan sus luchas a favor de la justicia, lo ven altruista.

Para las religiones esta dicotomía entre conductas altruistas y conductas egoístas responde al hecho de que el hombre, como ser libre, está tensionado entre dos principios metafísicos que se disputan su corazón: el Bien y el Mal.

El hombre bueno sería por caso aquel que, siguiendo el llamado de Dios, está dispuesto a sacrificarse por los demás y a comportarse fraternalmente con aquellos que lo rodean.

La ciencia, sin embargo, pretende explicar al hombre no en términos metafísicos sino en términos puramente naturales. Su antropología, así, está dominada por la hipótesis biologista, que lo ve como una especie más dentro de la zoología.

Si el hombre tiene su lado egoísta (malo) o altruista (bueno) eso hay que consultarlo entonces a su condición de animal que habita, junto a otros, en el planeta tierra.

Dentro de las teorías naturalistas que enfatizan la conducta egoísta se suele citar al filósofo y político inglés Thomas Hobbes (1588-1679), para quien “en la naturaleza del hombre encontramos competencia y desconfianza”.

Desde aquí se deduce que todo lo que invente ese hombre que sólo piensa en su supervivencia frente a los demás, como los sistemas sociales y otros, asumirá esos rasgos esenciales (serán efectos de una causa).

Desde el punto de vista económico, la llamada teoría neoclásica considera también al “homo economicus” como alguien que sólo procura su provecho personal.

El ser humano como maximizador individual de utilidades, así, explicaría por qué razón la mayor parte de la humanidad prefiere al sistema capitalista: porque es más acorde con la naturaleza de las personas.

Es decir, según esta lógica no es que las sociedades capitalistas generen hombre exageradamente ambiciosos, sino que ellas en realidad reflejan el instinto egoísta del hombre.

Pero están los que creen que sería absurdo, aún dentro de la teoría naturalista, negar el comportamiento altruista. Por acción altruista se entiende un acto desinteresado.

El sujeto altruista, en este sentido, beneficia a otro individuo, y lo hace en detrimento de su propio interés (no basta con la ayuda a los demás; se tiene que perder algo en ello).

Esto, como se ve, es contrario a una acción egoísta entendida como aquella que beneficia al agente y perjudica a otro individuo. ¿Es el altruismo algo innato en las personas?

Quienes dicen que sí, señalan que muchos animales (y entre ellos el ser humano) se comportan en ocasiones en forma altruista. Así, por caso, las hormigas obreras (estériles) trabajan en beneficio del hormiguero.

El delfín herido será ayudado por sus compañeros para que pueda salir a respirar a la superficie. Los lobos y perros salvajes llevan carne a los miembros de la manada que no participaron de la carnicería.

En el mundo humano, se dan cosas parecidas. Es el caso de tantos padres y madres que se sacrifican por sus hijos. Además existen personas que ponen en riesgo su propia vida para salvar la de un desconocido en peligro.

Ahora bien, ¿cuál de las dos conductas, la egoísta o la altruista, refleja al verdadero hombre? El filósofo polaco Leszek Kolakowski dice que las dos. En su opinión tanto la solidaridad altruista, como la indiferencia egoísta pertenecen a nuestra dotación tanto espiritual como biológica, limitándose entre sí.

 

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Publicado por en 18/04/2017 en Uncategorized

 

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Las energías puestas en ayudar a los otros

En la sociedad mercantilizada en que vivimos, donde parece triunfar el puro interés individual, hay mucha gente sin embargo que dona dinero y tiempo para asistir a otros.

“En la naturaleza del hombre encontramos la competencia y desconfianza”, sostenía Thomas Hobbes (1588-1679). El filósofo inglés fue uno de los que mejor expresó la escuela del pesimismo antropológico.

La idea del “homo omini  lupus” (el hombre es un lobo para el hombre), base de su teoría del Estado, pinta a la sociedad como un estado de guerra latente, en la que impera la ley de la selva.

En muchos aspectos la realidad humana actual parece darle la razón a los que adhieren a la tesitura de que el hombre es un “mal bicho”, un animal que utiliza su inteligencia para su propio provecho.

Alguien, en suma, que ha desarrollado la facultad de dominar a sus congéneres, o para sobrevivir a toda costa en un contexto de rivalidad.

Desde este lugar se entiende que del hombre sólo se espere egoísmo, intolerancia, soberbia, avaricia, y demás maldades. ¿Es que acaso las personas están genéticamente condenadas a no pensar más que en ellas mismas?

Los hechos cotidianos muestran sin embargo que, al lado del instinto adquisitivo y de la voluntad de poder, también crecen la solidaridad, el amor, la sencillez, el respeto del otro, la honestidad, la tolerancia, la libertad, para citar algunos valores disonantes el pesimismo antropológico.

Es posible encontrar conductas que se colocan, por caso, en las antípodas del egoísmo más craso. Brindar una atención desinteresada al prójimo, aun cuando dicha diligencia atente contra el bien propio, es algo que puede ser catalogado de “altruista”.

El altruismo (del francés antiguo “altrui”: de los otros) es una noción que adquiere sentido diverso según la filosofía, el sistema moral o la religión en la que se enmarque. Cabría incluir aquí, por ejemplo, aquel “amarás a tu prójimo como a ti mismo”, formulado por Cristo.

Hay quienes creen, contra la visión pesimista, que en el hombre existiría una tendencia natural a la solidaridad, algo que se reflejaría en la protección hacia los miembros de la familia.

Otros piensan que el altruismo es una condición que surge de la educación. Consideran que el peso de la cultura y las tradiciones históricas es clave en la conducta de buscar el beneficio de otros, y mucha gente encuentra el sentido de su vida en algo que le es ajeno.

Al respecto el economista y filósofo francés Guy Sorman, en su reciente obra “El corazón americano”, pone en discusión el estereotipo según el cual la sociedad estadounidense es duramente materialista.

Allí sostiene que, por razones religiosas e históricas, la filantropía tiene una fuerza arrolladora, es un universo sin fines de lucro que representa el 10 % de la economía y el 10% del empleo.

La afición filantrópica de la sociedad estadounidense, que involucra a ricos y no ricos, se remonta al pensamiento de Benjamín Franklin (1706-1790), considerado uno de los padres fundadores, y que “ya es parte del ser norteamericano”, sostiene Sorman.

La filantropía en ese país “es una fuente de creatividad social, más eficiente que el gobierno y el mercado”, en una sociedad que ha sido educada para no esperar que el Estado le resuelva todo los problemas, sostiene.

Se puede ayudar a otros donando dinero, algo que suelen hacer los más pudientes. Sin embargo, están aquellos que donan algo muy valioso, su tiempo, ya sea para educar, acompañar, socorrer o ayudar a los más débiles.

 

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Publicado por en 31/10/2014 en Uncategorized

 

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La compasión en tiempos indolentes

¿Vivimos en una época indolente donde se ha perdido el sentido de la ternura hacia el prójimo y hacia los otros seres?  ¿Acaso la compasión ha sido desplazada por una ideología egoísta y materialista?

En las relaciones humanas abundan los muros que se alzan entre el yo y el tú. Uno de ellos lo construye la envidia, que hace que uno llegue a alegrarse ante la desgracia de la otra persona (y viceversa, a entristece cuando le va bien).

Hay un sentimiento, sin embargo, que tiene la capacidad de perforar los muros que establecen diferencias entre los hombres, que tiene la virtud de hacer delgado y transparente el mundo, y se llama compasión.

Es que el sentimiento de conmiseración despierta ternura o empatía por quien la está pasando mal. Es un ejercicio por el cual las personas, como se dice habitualmente, se ponen en los zapatos del otro.

En la medida en que la compasión no nos haga mirar a los demás desde la superioridad, alimentando una suerte de altanería encubierta, posibilita un encuentro humano verdadero.

Compadecer es “padecer con”, lo que supone sufrir con los otros. De suerte que, lejos del egoísmo y la indiferencia, las barreras entre las personas desaparecen.

Es significativo, al respecto, que el nuevo Papa tenga en su escudo la leyenda “Miserando atque eligendo”. Ese lema fue adoptado por Jorge Bergoglio al ser designado Obispo de Buenos Aires.

Según cuenta el sacerdote jesuita Miguel Manzanera, ese texto latino, cuya traducción literal es “Lo miró con misericordia y lo eligió”, forma parte de una homilía que hizo el monje británico San Beda el Venerable (672-735).

Es un comentario a aquel pasaje del Evangelio en que Jesús llama entre sus seguidores a Mateo, un recaudador de impuestos, un oficio que era despreciado por gran parte de la población, que veía a los publicanos como colaboradores del poder romano y explotadores del pueblo judío.

San Beda añade como explicación: “Vio Jesús al publicano y, porque lo miró, compadeciéndose y eligiendo le dijo: ‘Sígueme’”.

El significado profundo es que Jesús, al elegir a Mateo, no se fijó en el estereotipo condenatorio, fue más allá de la figura del publicano. Se compadeció de él y le invitó a seguirle, aún sabiendo que los que se creían justos le iban a criticar y acusar de rodearse de pecadores.

El actual Papa Francisco cuenta cómo fue que abrazó la misión religiosa. Según su testimonio, a los 17 años, precisamente en la fiesta de San Mateo, experimentó  de un modo particular la misericordia de Dios en su vida.

Desde entonces, dejando otros proyectos, ingresó a la Compañía de Jesús. Al ser elegido Papa, Bergoglio pudo haber adoptado otro escudo, sin embargo mantuvo con algunas variaciones el que ya poseía.

De esta manera adoptó el lema de la compasión, frente a los pecadores y frente a los acusados injustamente, como un rasgo distintivo del nuevo pontificado, según la lectura del presbítero Manzanera.

Más allá del contenido teológico cristiano en juego en este caso, la compasión es una actitud valorada por otras religiones y filosofías. Puede verse como una forma de solidaridad, que vincula con las demás personas.

También como una forma de generosidad, pues se trata de poner la inteligencia, la imaginación y la sensibilidad al servicio de aquellos que lo necesitan. La compasión es un valor que nos hace sensibles a los males de las otras personas e impulsa a aliviar su sufrimiento.

Puede convertirse, así, en un antídoto contra la indiferencia y la indolencia.

 

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Publicado por en 31/03/2013 en Uncategorized

 

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