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De qué se trata la festividad de la Inmaculada Concepción

Uno de los últimos feriados nacionales del año recuerda el dogma de la Iglesia Católica según el cual la madre de Jesús nunca tuvo pecado original y fue preservada inmaculada desde su concepción.

Dado su origen católico y en virtud de que la mayoría de la población dice profesar esta fe, en Argentina desde hace tiempo rige el 8 de diciembre como feriado nacional.

La fecha coincide con la festividad de la Inmaculada Concepción, dogma instituido por el Vaticano en 1854, durante el papado de Pío IX, luego de realizar una consulta con los obispos del mundo.

La mayoría de los cristianos –católicos, ortodoxos y algunos protestantes- creen en el nacimiento virginal de Jesús, al sostener que su madre María concibió sin intervención de varón.

Pero la Iglesia Católica sostiene además que Dios preservó a María desde el momento de su concepción de toda mancha o efecto del pecado original, una suerte de herida que aqueja a la humanidad, inclinándola a la maldad.

Esta herida fue producto de la rebeldía de los primeros padres, Adán y Eva, quienes desobedecieron a Dios al consumir el fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal que estaba en el Jardín del Edén.

Dicho estado de pecado sería transmitido a toda la humanidad y consistiría en la privación de la santidad y de la justicia originales, las cuales Adán y Eva poseían en un principio antes de comer del fruto prohibido.

Pero María es libre de pecado, según el dogma de la “inmaculada concepción”, definido por la bula papal “Ineffabilis Deus” del 8 de diciembre de 1854.

Cabe consignar que la Iglesia Reformada –producto del cisma provocado en el siglo XVI por Martín Lutero- es contraria a la exaltación que hace de la Virgen la Iglesia Católica, juzgando que se trata de una veneración que se convirtió en una herejía idolátrica. Al respecto opina que la atención a María es extrema y distrae de la debida adoración a Dios.

El culto a la Virgen es muy antiguo en el contexto de la sociedad cristiana primitiva. La iglesia había reconocido desde muy temprano la significación religiosa de María. En el Evangelio de Juan se relata que Jesús, pendiente de la cruz, dijo a su madre: “Mujer, ése es tu hijo”. Y luego al discípulo: “Ésa es tu madre”.

La importancia de María deriva de su maternidad, pero se trata de una madre que permaneció siempre virgen. El dogma de la virginidad perpetua de la madre de Jesús fue proclamado en el Concilio de Efeso del 431.

Los historiadores de la religión reconocen que la devoción popular a la Madre de Dios, por la cual es puesta en pie de igualdad, si no de derecho sí de hecho, con la Trinidad (Padre, Hijo y Espíritu Santo), tuvo lugar durante la Edad Media.

Las catedrales, consagradas en general a Nuestra Señora (Notre-Dame), que surgen en el norte de Francia hacia el año 1150, son el símbolo visible de esta nueva espiritualidad.

Aunque el culto mariano siempre tuvo un lugar privilegiado en la Iglesia medieval, la edad de oro de esta devoción se identifica con el siglo XIII.

Las reflexiones sobre su asunción, su coronación, sus cualidades como modelo para el cristiano, su poder como intercesora, atrajeron incesantemente la atención de pensadores, moralistas, pintores, escultores, predicadores.

La teología sobre María la llama santa y venerable, hija de Jerusalén, estrella de los mares, templo del Creador, santuario del Espíritu Santo, bella como la luna y el sol, puerta del cielo, jardín secreto, fuente clara, pozo de las aguas vivas, entre otras expresiones.

© El Día de Gualeguaychú

 
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Publicado por en 18/12/2023 en Uncategorized

 

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La soberbia: un elogio o el peor de los pecados

Para muchas tradiciones espirituales la soberbia es el peor de los pecados, pero el lenguaje recoge el término como elogio, como cuando se dice “¡qué música soberbia!”.

En efecto, la calificación de un acto como soberbio u orgulloso puede ser sinónimo de óptimo o de bella factura. El diccionario asume esta acepción, cuando identifica la soberbia con algo “grandioso, magnífico”.

“Es una obra soberbia”, se dice de algo producido por la literatura o el trabajo intelectual. O el paisaje es “tan imponente como soberbio”.  O viajé en un “automóvil soberbio”.

Un acto soberbio puede estar caracterizado por una gran belleza. Y también es algo que posteriormente fue tomado en la filosofía para expresar la importancia de que los seres humanos adquieran respeto por ellos mismos.

En la filosofía objetivista de Ayn Rand, en particular, se identifica con la estima apropiada de sí mismo que proviene de la ambición moral de vivir en consecuencia plena con valores personales racionales.

Para Friedrich Nietzsche la soberbia es una virtud elevada, propia de hombres superiores, la cual conduce a una honestidad absoluta consigo mismo, valentía y superación constante.

Para este pensador la soberbia es la aceptación de las propias virtudes, las cuales puestas al servicio de la sociedad pueden ayudarla a elevarse. De esta manera el filósofo alemán se coloca en las antípodas de la valoración cristiana de la soberbia.

En efecto, para el cristianismo la soberbia (en latín, “superbia”) es considerado el original y más serio de los pecados capitales, y de hecho, es la principal fuente de la que derivan los otros.

Los males procedieron de ella, ya que quien pecó de soberbia fue Lucifer, el ángel rebelde, quien actuaba bajo las órdenes de Dios pero se rebeló sublevando el Cielo.

Por eso Santo Tomás de Aquino dice: “A la soberbia pertenece no querer someterse a ningún superior, máxime a Dios; y, consiguientemente, el que uno mismo se exalte, sin medida, sobre las propias facultades”.

La soberbia está en el origen de todos los males. Eso dice San Agustín al calificarla como la “cabeza y fuente de todos los males, la ambición y apetito de perversa grandeza”.

Y contra los que creen que se está frente a una actitud noble, el santo contesta: “La soberbia no es grandeza sino hinchazón; y lo que está hinchado parece grande pero no está sano”.
El término adquiere connotaciones contradictorias, según el sistema de pensamiento que se adopte. La psicología tradicionalmente lo asocia a un rasgo de la personalidad típica de alguien narcisista, egocéntrico y orgulloso.

Estos rasgos megalómanos pueden llegar a ser muy molestos y dañinos para las personas que le rodean y pueden afectar el bienestar emocional de su círculo social.

Pero están los que ven en la soberbia un gesto de dignidad humana vinculado a la rebeldía frente al poder, frente al destino o el orden establecido. Y entonces aquí la “desobediencia” es vista como virtud más que como un pecado.

En este sentido, acusar a alguien de soberbio puede ser leído como la estrategia del poder (no importa su naturaleza) para descalificar al que lo desafía, al que se atreve a cuestionar el orden vigente.

En suma, la soberbia puede ser tanto un pecado al que acompañan otras inclinaciones negativas (vanidad, petulancia, afectación, suficiencia, inmodestia, engreimiento) o un elogio ante la grandeza y belleza de una obra o conducta digna.

© El Día de Gualguaychú

 
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Publicado por en 15/10/2021 en Uncategorized

 

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Ecología, ¿la nueva religión que suma fervientes fieles?

Algunos sociólogos y científicos estiman que el “ecologismo” ha venido a suplantar a expresiones religiosas como el cristianismo. Es decir, es un culto con fieles y también fanáticos. El biólogo molecular y divulgador José M. Mulet, autor del libro “Ecologismo real”, está a favor de cuidar el planeta, pero se expresa muy crítico por el tono milenarista, es decir catastrofista, de los que militan dentro del ecologismo.

“La estrategia de los grupos ecologistas me recuerda a la de los grupos religiosos”, dispara. Al respecto, Mulet les critica la manía de “acusarte de que eres un pecador y venderte la salvación”.

Los ecologistas más exaltados adoptan una postura farisea de mirar la paja en el ojo ajeno pero no ven la viga en el propio. Muchos de ellos, personajes célebres como Al Gore o Carlos de Inglaterra alardean de su condición de ecologistas, pero llevan un estilo de vida incompatible con esa prédica.

Además, según Mulet, los ecologistas bajan un discurso muy religioso en torno al tópico de que todos somos pecadores respecto del planeta, salvo los propios ecologistas, por supuesto.

“Básicamente la culpa de todos los males del planeta es del ciudadano de a pie, cuando yo creo que el ciudadano es más la víctima que culpable. ¿Tengo yo la culpa del accidente de Chernóbil o de la deforestación de la Amazonía? En todo caso, yo sufriré las consecuencias. Pero si ves las campañas que hacen todos somos culpables menos ellos”, critica Mulet en su intento de desmontar el discurso ecologista dominante.

Tanto el hombre de la calle, afecto a quedar en el bando de los buenos, como las empresas o los personajes famosos, interesados en su imagen, suelen adherir a esta ideología que habla de salvar el planeta.

“Creo que ha estado de moda siempre porque es un mensaje muy vendible. Por ejemplo, una empresa o un personaje famoso que viva de su imagen, sabe que la mejor forma de mejorarla es participar en la campaña de un grupo ecologista, y los grupos ecologistas saben que esto les rentabiliza así que se crea una simbiosis interesante”, dispara Mulet.

Quien cree que el ecologismo es una nueva religión es Jérôme Fourquet, politólogo, experto en geografía electoral y analista de las cuestiones de identidad.

“Quizá –dice– estamos a punto de asistir a la emergencia de una nueva matriz, secular y no ya religiosa. Claro, hay diferencias mayores, la ecología se apoya en datos científicos y no en la fe. Pero el ecologismo funciona en el plano sociológico y cultural como antaño la matriz católica”.

Y añade Fourquet: “Hay semejanzas en los términos y referencias: santuarios de la biodiversidad, agricultores que se convierten a lo bio, anuncios apocalípticos (…) El fin del mundo, para los ecologistas como para los cristianos, está provocado por la culpabilidad de los hombres, que deben expiar sus faltas”.

Para el politólogo francés, el ecologismo, como antaño el catolicismo, tiene una influencia concreta en la vida de la gente, mucho más que otros relatos políticos.

“Es propio de lo religioso imponer a los creyentes una ortopraxis, es decir la conformidad entre su fe y su comportamiento cotidiano. Aquí está el abc de los scouts: todos los días hay que seleccionar los residuos, ahorrar energía,…”, razona Fourquet.

El francés dice que la joven sueca Greta Thunberg, figura casi mítica del ecologismo global, cumple el mismo rol que santa Juana de Arco entre los católicos. 

© El Día de Gualeguaychú

 
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Publicado por en 31/03/2021 en Uncategorized

 

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La hipótesis de que el virus es un castigo

¿Y si la epidemia de coronavirus fuese parte de una suerte de castigo divino o de la naturaleza? ¿Una especie de sanción de alguna fuerza superior que gobierna los elementos?

La representación del acontecer histórico responde a distintas concepciones ideológicas y por tanto hay múltiples interpretaciones sobre el significado de la actual pandemia.

Al respecto es factible rastrear una forma de pensar que imagina que la actual civilización técnica, producto de la arrogancia humana, se ha construido a espaldas del orden cósmico.

Los poderes que tutelan ese orden, y dentro del cual el hombre construye su historia, estarían irritados con él y entonces desatan alguna forma de castigo correctivo, anoticiándole así de su fragilidad.

Es decir, este ser humano orgulloso de sus ciudades y tecnologías ha desafiado las leyes de la naturaleza e incumplido los códigos de Dios y por ello hoy padece una pandemia feroz como parte de un castigo ejemplar.

Esta interpretación recuerda el concepto que tenían los griegos antiguos sobre el papel que jugaba el hombre en el orden cósmico y su relación con los dioses.

Los griegos ignoraban el concepto de pecado tal como lo concibe la tradición judeo-cristiana. Pero hablaban de la hibris como la principal falta en que incurrían los humanos.

Esto se relaciona con la Moira, como le llamaban al destino, que es la parte de felicidad o desdicha, de fortuna o desgracia, de vida o muerte, que corresponde a cada uno en función de su posición social y de su relación con los dioses y los hombres.

La persona que cometía hibris era culpable de querer más que la parte que le había sido asignada por el destino. Los dioses castigaban a aquellos que presentaban esta patología moral mediante Némesis, diosa de la justicia y la equidad, con una cura de humildad.

El historiador Heródoto lo expresa claramente en un significativo pasaje: “Puedes observar cómo la divinidad fulmina con sus rayos a los seres que sobresalen demasiado, sin permitir que se jacten de su condición; en cambio, los pequeños no despiertan sus iras. Puedes observar también cómo siempre lanza sus dardos desde el cielo contra los mayores edificios y los árboles más altos, pues la divinidad tiende a abatir todo lo que descuella en demasía”.

En el mundo judeo-cristiano, en tanto, el castigo divino está asociado a la imagen de Yahvé que desata su ira contra las infidelidades de los hombres. En la Biblia se citan las ciudades paganas castigadas por su maldad, como Babel, Sodoma y Nínive, a las que se suma la misma Jerusalén, capital del “pueblo elegido”.

En el texto bíblico hay pasajes donde los imperios paganos son instrumentos para la corrección del pueblo de Israel. En la profecía de Ezequiel, por caso, se lee: “Les infligiré justos castigos: la espada, el hambre, las bestias feroces y la peste” (Ez. 14, 21).

¿Es acaso el Covid-19 la peste que envió Yahvé para castigar a una humanidad que desafía su providencia y vive de espaldas al plan divino asignado al hombre?

Este pensamiento bíblico sigue vigente, pero secularizado, en un sector de la sociedad del siglo XXI que ha abrazado la religión de la naturaleza, una suerte de panteísmo de nuevo cuño.

Según esta concepción el virus es el castigo de la naturaleza divinizada. El señorío del hombre sobre el entorno natural, dicen los ecologistas radicales, se ha convertido en abuso destructor del medioambiente.

Y la naturaleza se cobra el precio de esta violación generando un terrible virus.

 

© El Día de Gualeguaychú

 
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Publicado por en 13/05/2020 en Uncategorized

 

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Envidia, pecado capital o motor de la historia

Mientras en la ética cristiana la envidia figura como uno de los siete pecados capitales, una visión naturalista de esta inclinación ve en ella un poderosísimo móvil oculto de nuestras acciones.

Este deseo colisiona con el principio de amor al prójimo postulado por Jesús en el Evangelio, razón por la cual aparece como un vicio condenable.

Santo Tomás de Aquino la define como “tristeza del bien de otro”, en tanto que Dante Alighieri, en el poema “La Divina Comedia”, imagina que el castigo en el trasmundo para los envidiosos es el de cerrar sus ojos y coserlos con alambres de hierro, porque habían recibido placer al ver a otros caer.

Pero una ética naturalista, que despoja a la envidia de su carácter pecaminoso, ve en ella un móvil innato y ancestral del ser humano, vinculado más a su instinto de conservación o supervivencia.

El filósofo Baruch Spinoza (siglo XVII) afirmó que como todo hombre tiene impulso natural a auto-conservarse, tiene derecho de valerse de cualquier medio para conseguirlo y a tratar como enemigo a cualquiera que lo obstaculice.

Según él, dado que los hombres están muy expuestos a las pasiones de la ira, la envidia y el odio en general, “los hombres son naturalmente enemigos”.

Para el escritor rumano Emile Cioran (1911-1995) la envidia no sólo es constitutiva del ser humano sino creativa de la historia. Y es ella, en el fondo, la que dirige nuestros pasos.

“Todos los hombres –escribió– son más o menos envidiosos; los políticos lo son completamente. Uno se vuelve envidioso en la medida en que ya no soporta a nadie ni al lado ni arriba. Embarcarse en cualquier empresa, incluso en la más insignificante, es pactar con la envidia, prerrogativa suprema de los seres vivos, ley y resorte de las acciones”.

Según Cioran, no envidiar equivale a dejar de vivir, supondría matar un instinto básico sin el cual se perdería todo vigor. “Si la envidia te abandona eres sólo un insecto, una nada, una sombra. Y un enfermo”, afirmó.

Esta tendencia, decía, es una fuerza primaria que explica el hacer humano en general: “La envidia, que hace de un poltrón un temerario, de un aborto un tigre, fustiga los nervios, enciende la sangre, comunica al cuerpo un escalofrío que le impide amilanarse, otorga al rostro más anodino una expresión de ardor concentrado; sin ella no habría acontecimientos, ni siquiera mundo; la envidia ha hecho al hombre posible, le ha permitido hacerse un nombre”.

Una actividad humana como la política, aseguraba Cioran, no se explica más que por la envidia: “Si las acciones son fruto de la envidia, entenderemos por qué la lucha política, en su última expresión, se reduce a cálculos y a maniobras apropiadas para asegurar la eliminación de nuestros émulos o de nuestros enemigos”.

Por otro lado, parte del repertorio argumentativo conservador en contra del igualitarismo consiste en reducirlo a una expresión enmascarada de  la envidia. Desde aquí se postula que todo socialismo, en el fondo, sería una racionalización de esta inclinación por los bienes ajenos.

Muchos autores concuerdan que en las condiciones de vida moderna, la mutua dependencia de los individuos (psicológica, social, económica), dispara una inevitable comparación con los otros, caldo de cultivo por tanto de la envidia social.

La lógica social detrás de este sentimiento sería: cuando un agente no tiene acceso a un bien X que, sin embargo, es accesible para otros agentes, puede muy bien preguntarse: “¿Por qué, si él o ella pueden acceder a X, yo no puedo?”.

 

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Publicado por en 15/07/2019 en Uncategorized

 

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Sobre si existe la guerra justa

El debate filosófico sobre la moralidad de la guerra es un asunto tan antiguo como vigente. ¿Cuándo se justifica el empleo de la fuerza militar? ¿Acaso no dice la Biblia que es pecado matar?

A la vista del espectáculo de las atrocidades de todo conflicto bélico, y de los móviles miserables que lo inspiran, de lo cual da cuenta la historia de la humanidad, uno tiende a repudiar instintivamente la guerra.

Compartiría así los sentimientos del poeta británico Charles Sorley, quien, en 1915, poco antes de morir a los 21 años en la batalla de Loss, dijo: “No existen las guerras justas. Lo que hacemos es combatir a Satán con Satán”.

Pero dado que el conflicto humano persiste, dado que los hechos le siguen dando la razón al filósofo Thomas Hobbes, para quien “el hombre es lobo del hombre”, parece una utopía aspirar a una sociedad armónica y pacífica.

La visión hobessiana sugiere que los humanos son incurablemente egoístas,  sólo piensan en sí mismos y están dispuestos a matar por su propia supervivencia y prosperidad.

Ahora bien, si esta imagen del hombre es real cabría postular que mientras exista la especie humana habrá guerras. Pero el hombre también es un ser moral, es alguien que persigue el bien y la justicia.

¿Cómo encaja la realidad de la guerra dentro de la ética? ¿Se puede hablar de justicia en ella? ¿No es esto contradictorio con la moral judeo-cristiana? ¿No va contra el quinto mandamiento de Dios que dice: “no matarás”?

La postura de la Iglesia Católica aparenta en este punto ser ambigua. Mientras por un lado condena el odio, el fanatismo y se declara partidaria de la paz, por otro ha justificado las represalias militares sobre la base del principio de la “legítima defensa”.

El Papa Francisco no se ha apartado de esta doctrina de la autodefensa, y la ha esgrimido recientemente al justificar una acción militar de Occidente contra la violencia de la milicia islamista del llamado Estado Islámico (ISIS).

Al menos esta tesitura es la que ha defendido el observador permanente de la Santa Sede ante las Naciones Unidas (ONU), Silvano Tomasi, al justificar el bombardeo de Estados Unidos contra los combatientes del Califato.

“Había que intervenir ahora, antes que sea demasiado tarde. La acción militar es necesaria”, afirmó en una entrevista a Radio Vaticana. El obispo católico kurdo Rabban al Qas dijo también a esa radio que “hay que evitar que el lobo penetre en el rebaño, lo mate, se lo coma y lo destruya”.

La petición de que se use la fuerza es sorprendente, dado que el Vaticano tradicionalmente se ha opuesto a las intervenciones militares en Oriente Medio. Pero se basan en los comentarios del Papa Francisco según los cuales el uso de la fuerza es “legítimo (…) para detener a un agresor injusto”.

Esta doctrina fue desarrollada por Santo Tomás de Aquino, para quien sólo se justifica matar cuando es en defensa propia. “Puesto que la intención es salvar la propia vida, este acto no es ilícito”, se lee en la Suma Teológica.

¿Pero en ese acto de salvar la propia existencia no está implicada la muerte de otra persona, la del agresor? En este caso Tomás de Aquino sostiene que toda acción tiene un doble efecto: uno deseado, que es el que importa moralmente, y otro no querido.

Según esto, si el objetivo primario de la guerra es salvar la propia vida, se justifica el hecho de que se termine matando al agresor, aunque la intención primaria no haya sido sin embargo matarlo.

 

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Publicado por en 22/07/2015 en Uncategorized

 

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