Algunas palabras tienen una carga de ambigüedad que su uso se presta a confusión. Una de ellas es “apolítico”.
A veces el término sugiere oposición franca a quienes ejercen el poder. Entre nosotros, es el consabido rechazo visceral hacia la “clase política”. Aquel paradigmático reclamo “que se vayan todos”, expresado en la calle en 2002, a su modo era un rebrote apolítico.
Otras veces el término indica escepticismo, desencanto, indiferencia, apatía a todo lo que rodea a la actividad política centrada en el gobierno. Porque no se cree, en definitiva, que algo bueno o constructivo pueda salir de ese ámbito.
Acaso estas acepciones negativas tengan lógica con la definición de algunos manuales, donde política es el “arte de gobernar los Estados” o simplemente el “arte de gobernar”.
En este sentido, como se ve, el repudio hacia los que mandan, o hacia la forma de obtener el poder y mantenerse en él, estaría contaminado de “apoliticismo”.
El rechazo involucraría, por tanto, no sólo al gobierno sino a los partidos políticos. El llamado “desprestigio” de la política en Argentina rozaría, justamente, a quienes ejercen esta actividad centrada en el poder.
Sin embargo, a poco que profundicemos en nuestro término la cosa se complica. Apolítico está formado por la partícula “a” que significa negación y político tiene su origen el vocablo griego “polis”, que remite a la cosa pública.
Acá la palabra adquiere un alcance mayor, toda vez que involucra a la vida de la persona en la sociedad. La política no queda restringida al “arte de gobernar”, sino que supone el sentido gregario del ser humano.
Vista desde este plano, insistimos, la política es una dimensión constitutiva del hombre. De ser así: ¿alguien puede alegar no tener comportamiento político o ser apolítico?.
Y dado que no podemos despojarnos de nuestra condición de seres políticos, en tanto miembros de una comunidad organizada. ¿No es el apoliticismo, finalmente, alguna forma de posición política?
Quizá la discusión se aclare con la respuesta que nos diera no hace mucho el rabino Sergio Bergman, cuando le preguntamos si “hacía política”, a raíz de su intensa actuación pública (que además preocupa al gobierno).
“Ha llegado el momento en el cual podemos definir que nosotros (los religiosos) hacemos política. Pero hacemos política cívica. No hacemos política partidaria”, respondió.
Y añadió: “Todos estamos acostumbrados a asociar la palabra ‘política’ a candidaturas, a lo electoral, a los partidos (…) Pero tenemos que reivindicar la política como una acción cultural en una sociedad civilizada”.
Y esto “porque administrar nuestra vida es ya un acto político. No hay ser humano que no sea un ser político. Eso ya lo dijeron Platón, Aristóteles y el pensamiento occidental. Es decir, desde la esencia de la polis en adelante, la política es necesaria”.
De lo expresado por el religioso se colige que restringir la política a la lucha por el poder puede crear la falsa sensación, entre quienes no están en ese métier, que se puede ser asexuado políticamente.
Pero en tanto ciudadanos no hay manera de rehuirle a la cosa pública, al destino de la polis, que pide de nosotros un compromiso, desde el lugar en que uno esté –como religioso, docente, periodista, comerciante, deportista y demás- por la construcción del bien común social, que en definitiva es el fin de la política. Los apoliticismos pueden encubrir, por tanto, deserciones éticas hacia deberes cívicos elementales.
© El Día de Gualeguaychú