En sentido restringido es un mero canje de favores por votos. Pero el clientelismo político no sólo se practica en épocas de elecciones, ni necesariamente involucra a los más pobres, y de hecho puede instituir una forma de vida.
Para el “cliente” es una estrategia de supervivencia, mientras que para el político es una manera de construir su base de poder. A través de este intercambio, al margen de las instituciones formales, los pobres resuelven muchos problemas de la vida cotidiana.
Se sabe que muchas familias consiguen cosas mediante “punteros”, estructuras partidarias, agencias estatales, y demás. Obtienen desde subsidios hasta zapatillas, pasando por medicamentos.
Las clases postergadas de Argentina, que se prestan a este intercambio, no lo consideran aberrante, sino algo natural, algo incluso “debido” dada su situación.
Así lo ha explicado el sociólogo Javier Auyero, al estudiar las relaciones clientelares en villas del conurbano bonaerense. Se diría, por tanto, que se trata de una práctica inveterada y que se consolidó como hecho cultural.
Pero así como tanta gente, en los barrios marginales, ha hallado en este intercambio un modo de sobrevivencia, en él se construyen relaciones de dominación, de dependencia.
Uno de los usos de la palabra “demagogia” remite, en este sentido, al hecho de que una facción política utiliza el aparato del Estado y sus recursos, para favorecer a su “clientela”, de quien espera adhesión política, y esto con el objeto de perpetuarse en el poder.
Se le reprocha al clientelismo el hecho de que tiende a mantener cautivos a los más pobres, consolidando así su situación de subordinación social. Es, en suma, un garante del statu quo.
En su libro “Contra el cambio”, el periodista argentino Martín Caparrós escribió: “En mi país, sin ir más lejos, la pobreza de un tercio de la población es un requisito para que se mantenga el sistema político basado en el clientelismo, en la dependencia de esos pobres de subsidios y limosnas –que los mantienen en una situación de semicrisis permanente, de anomia social y política, de dependencia extrema del Estado y de sus gobernantes que los controlan gracias a la potestad de darles o no darles ese mendrugo que los mantiene vivos”.
En el esquema clientelar sobresale una figura política, el “puntero”, un personaje que se ha convertido en una herramienta clave en el armado político en el país.
Rodrigo Zarazaga, un jesuita que ha estudiado al puntero, lo considera un mal necesario y esto porque, a falta de otra contención social y estatal, sería el único actor capaz de llegar a los pobres.
“Es necesario entender que, mientras el puntero es -aunque interesado- un prójimo asequible, las instituciones del Estado están lejos del pobre, cuando no completamente ausentes”, asegura el jesuita, quien deja esta frase: “El clientelismo no es la raíz del problema, la miseria lo es”.
En tanto, la politóloga María Matilde Ollier, que acaba de publicar una investigación sobre la lógica política que impera en Buenos Aires, sostiene que el término clientelismo se presta a equívoco.
En declaraciones a La Nación, dijo que si con ese término se quiere significar que el Estado da recursos a un sector de la población y ese sector lo que tiene de intercambiable y poderoso es su voto, entonces no sólo se hace clientelismo con los más pobres.
“La clase media también tiene acuerdos con los Estados nacionales, provinciales y locales, y también ofrece su voto, y los empresarios también son subsidiados por el Estado argentino”, razonó.
La política como toma y daca, según este concepto, tendría ramificaciones más vastas. El manejo de la caja –en un esquema de concentración de recursos- tendría connotación clientelar, por ejemplo, tanto en entidades de la sociedad civil que reciben algún subsidio, como en gobernadores e intendentes que esperan remesas del gobierno central.
© El Día de Gualeguaychú