“De todo nos cansamos, menos de poner en ridículo a los demás y vanagloriarnos de sus defectos”, escribe el inglés William Hazlitt en su ensayo “The Pleasure of Hating”, publicado en 1826.
La frase no sólo refleja una hilarante desconfianza hacia la naturaleza humana, sino el convencimiento de su autor de que encontramos un peculiar disfrute, casi sádico, en propinarle al prójimo el mayor mal posible.
Este inglés que vivió entre fines del siglo XVIII y comienzos del XIX se hizo célebre con su ensayo “Sobre el Placer de Odiar” (en castellano) una serie de escritos donde habla del instinto de malevolencia de las personas.
Allí nos recuerda que el odio, la hostilidad, produce un gozo indescriptible, más allá de la violencia bruta y ordinaria. Una experiencia que nos mantiene vivos, al decir de Emil Cioran, para quien “no estás muerto cuando dejas de amar, sino de odiar”.
“No es el odio lo que amamos sino el placer de odiar, pues no odia quien quiere, sino quien tiene auténtica madera”, apunta provocativamente Hazlitt, colocándose en las antípodas de quienes ven a la inquina como una barbarie inaceptable.
“Parecería que la naturaleza se hubiera construido de antipatías, pues sin nada que odiar, perderíamos toda gana de pensar y actuar. La vida se volvería una charca si no la turbaran los intereses que riñen, las pasiones ingobernables de los hombres”, señala el ensayista inglés.
La temática del encono no es nueva en la filosofía ni en la literatura. El odio es un sentimiento profundo de antipatía, aversión o repulsión hacia una persona o personas con el deseo, a veces incontrolable, de destruirlas o eliminarlas.
Friedrich Nietzsche en “La genealogía de la moral” (1887) relacionaba el odio con la venganza: el primero es resultado del resentimiento de los débiles, la rebelión de los esclavos que odian la moral de los hombres egregios, creadores.
El español Carlos Thiebaut razona que toda identidad tiene su alteridad y una de las posibles relaciones entre ambos conceptos es el odio, que a su vez ayudaría a marcar los contornos a la hora de definirlos.
De esta forma, Thiebaut sintetiza esta visión diciendo “dime lo que odias, cabría pensar, y retratarás tus virtudes, el mejor rostro de tu identidad”.
El odio ha sido el motor de la política y de la guerra. “En el siglo XX se ha dado muerte o se ha dejado morir a un número más elevado de seres humanos que en ningún otro período de la historia”, apunta Eric Hobsbawm en su “Historia del Siglo XX”, sugiriendo que nunca se odió tanto como entonces.
En el siglo XXI existen los “odiantes digitales”, fenómeno comunicacional masivo que sugiere que los sentimientos como la inquina, el resentimiento o la ira están relacionados con el tono general de recelo de la cultura contemporánea.
La Argentina es un país de odiadores. Eso señala el periodista Nicolás Lucca, autor del libro “Te odio. Anatomía de la sociedad argentina”, para quien “el argentino primero odia, luego existe y por último piensa”.
La tesis de base del libro es que aquí a nadie le importa la convivencia, pese a las retóricas en contrario, sino la hegemonía, entendida como imposición unilateral contra algún enemigo.
Según Lucca, los argentinos vivimos en un estado de guerra permanente, en una sociedad estructurada para formar futuros odiadores.
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