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Responder por los propios actos

28 Ago

“Eso a mí no me toca”, suele ser la expresión más común que denuncia, en los distintos ámbitos de la vida, la huida a asumir las consecuencias de nuestros actos.

El clima general de época, y una cultura nacional cuyo rasgo central consiste en echar la culpa a los otros, han logrado incapacitarnos para aceptar las cargas de las propias acciones.

El diccionario define la responsabilidad como “el carácter de aquel que puede ser llamado a responder por las consecuencias de sus actos”. Ser responsable, en suma, es asumir los efectos penosos de un acto libre.

Lo cual implica, según los casos, una serie de sanciones morales y materiales que van desde el puro y simple arrepentimiento hasta la reparación de los daños y la condena penal.

La huida generalizada de la responsabilidad no sólo responde a una inclinación humana a apartarse de situaciones incómodas, sino a condiciones culturales inherentes a grupos humanos.

Un país que tropieza con la misma piedra, como el caso de Argentina, sugiere la existencia de una sociedad que no aprende de la experiencia. Pero eso es algo difícil de lograr si no se reconoce la propia responsabilidad en los fracasos.

No se puede crecer si no se aprende, y no se aprende si no se es consciente de la propia ignorancia y las limitaciones, lo cual supone enfrentar con realismo la conducta de uno mismo.

Cuando ocurren las crisis económica, en lugar de preguntar sobre el papel que le cupo a la propia estrategia, o de averiguar qué cosas se hicieron mal para enmendarlas, se suele activar el mecanismo de echarle la culpa a factores exógenos.

Los antropólogos y psicólogos llaman la atención sobre la tentación que pesa sobre individuos y sociedades de transferir la culpa en algo o en alguien, lo cual puede convertirse en una verdadera patología.

Pasar la culpa a otras espaldas, descargar en otros sujetos o circunstancias los males que estropean la vida, convirtiéndolos en “chivos emisarios”, implica un alivio psicológico en personas o grupos proclives al autoengaño, siempre prontos a disociar sus acciones –u omisiones- de sus consecuencias.

Hay razones para creer que la sociedad argentina es propensa a metabolizar sus fracasos y frustraciones mediante la construcción de enemigos, que se convierten en receptáculos de la agresión desplazada.

El líder del Partido Comunista Italiano, Antonio Gramsci, en un opúsculo publicado en febrero de 1917, dirigido contra los “indiferentes”, sostiene que nada en la historia ocurre por fatalidad, sino porque así lo han decidido los hombres.

En la cadena social, afirma, “nada de lo que sucede se debe al azar, a la fatalidad, sino a la obra inteligente de los ciudadanos”.

En este sentido afirma que las sociedades no pueden desentenderse de la marcha de las cosas, pese “a su lloriqueo de eternos inocentes”. La mayoría, cuando los acontecimientos son adversos, desahoga su desilusión vituperando a los demás.

Es la actitud, dice Gramsci, de aquel que “querría escaparse de las consecuencias, querría dejar claro que él no quería, que él no es responsable”.

Y añade: “Algunos lloriquean compasivamente, otros maldicen obscenamente, pero nadie o muy pocos se preguntan: si yo hubiera cumplido con mi deber, si hubiera tratado de hacer valer mi voluntad, mis ideas ¿habría ocurrido lo que pasó?”.

En suma, la ruptura entre nuestras acciones –o nuestras omisiones-, y sus consecuencias, es mortal para el sentido de la responsabilidad. Una sociedad que se muestra insensible a esta cuestión nunca podrá resolver sus problemas.

 

© El Día de Gualeguaychú

 
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Publicado por en 28/08/2014 en Uncategorized

 

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