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El lado B de la fiesta de fin de año

El cambio de año suele ser sinónimo de fiesta y encuentros familiares. Sin embargo, para muchas personas esta fecha puede connotar melancolía. A lo que se suma la complicada situación económica que trae zozobra a tantos argentinos.

Se ha dicho, con razón, que en toda despedida de año surgen sentimientos encontrados. Están los que celebran con júbilo este tránsito, que experimentan con alegría junto a los suyos.

El final del año, por otro lado, es una oportunidad para reflexionar, aprender y establecer nuevas metas, al tiempo que se puede sentir con expectativa positiva la llegada de un año que comienza.

Sin embargo, factores como la soledad, los problemas económicos y familiares, así como el fallecimiento de un ser querido, pueden agudizar un cuadro anímico signado por la nostalgia y la tristeza.

El “síndrome de fin de año” tiene que ver con un aumento en los niveles de estrés de esta época del año. Esto obedece a que existe una presión social adicional a “festejar” más allá de lo que uno sienta realmente.

La tristeza podría estar relacionada con muchas cosas. Junto a la cuestión cronológica, a la percepción del paso inexorable del tiempo, aparece el momento del balance.

Se trata de un momento en que algunos se interrogan sobre cómo les ha ido y sobre el estilo de vida elegido. Una etapa de replanteo en la que puede aflorar la culpa por lo que no se hizo.

Un balance de esta naturaleza implica interrogarse sobre las causas de lo que no pudo ser. En estos exámenes suelen aparecer objetivos incumplidos, metas no alcanzadas.

Puede ser particularmente doloroso, así, asumir la discrepancia entre las aspiraciones y la mediocre realidad. Todo lo cual puede derivar en autocríticas dolorosas o cuestionamientos hacia los demás o hacia la vida en general.

Por otro lado, las personas suelen ponerse más sensibles en vísperas de las fiestas de fin de año, porque en ellas están implicados los afectos familiares. Renacen así las heridas por las pérdidas, por ejemplo, de los seres queridos. 

Vuelve fuerte a la mente el recuerdo de aquellos seres entrañables que ya no están o se echa de menos la lejanía de los seres queridos con los que hubiera sido lindo celebrar.

Afloran quizá viejos duelos que se creían superados y con ellos un estado de angustia por reproches internos, sea por lo que no se dijo en su momento o por lo que no se hizo, prologando así un estado de malhumor.

Además, en las fiestas se exponen las desavenencias o los desencuentros con los más cercanos. En este sentido, la pregunta sobre dónde pasar el Año Nuevo y con quién, puede provocar tensiones.

El problema de la soledad, que al parecer afecta más a las mujeres que a los hombres, es un sentimiento reforzado durante las celebraciones de fin de año.

Según los psicólogos, la soledad se caracteriza por una experiencia de desconexión con el otro, de no sentirse parte de un colectivo y de tener percepciones más bien negativas respecto a la posibilidad de apoyo social, algo sumamente importante para el bienestar y la salud.

Un problema no menos grave es la zozobra económica que padecen tantas familias argentinas, a causa de la fenomenal crisis económica que se vive en el país, y que impide una celebración digna.

La planificación del presupuesto para la cena de fin de año se torna un desafío para muchos hogares, sobre todo ante la fuerte disparada de los precios de los alimentos.

© El Día de Gualeguaychú

 
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Publicado por en 21/01/2024 en Uncategorized

 

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El retorno romántico al mundo analógico

La historia está llena de giros nostálgicos hacia lo anterior, conceptuado como más espontáneo y humano. Algo parecido empieza a detectarse en el presente frente al dominio del digitalismo tecnológico.

Es conocido el derrotero del romanticismo, el cual fue una reacción hacia la nueva realidad de corte capitalista y burgués que emergió desde el siglo XVIII. De repente, en Europa la cultura y el arte del mundo medieval se hicieron tópicos.

El movimiento también se caracterizó por su exaltado apasionamiento juvenil, su amor al paisaje, su entusiasmo por la libertad y el sentimiento, su afición por las tradiciones.

Frente al industrialismo emergente, con sus fábricas en ciudades afeadas por la explosión demográfica, el romanticismo exaltaba el amor por la Edad Media y sus valores.

Los románticos, así, presentaban y desarrollaban una fuerte nostalgia por todo lo que refiere al período de la Europa rural. En sus creaciones artísticas se exaltaban aspectos arquitectónicos del “gótico” como castillos, monasterios o catedrales.

Una de las grandes características reflejadas en algunas de las obras más influyentes del romanticismo fue la nostalgia por el pasado. Los artistas románticos veían el pasado como algo bueno, como un tiempo en el que las cosas iban mejor. 

Esto de recurrir a la nostalgia –un recurso psicológico frente a procesos de artificialidad percibidos como alienantes- se estaría verificando actualmente frente al mundo digital, acusado de traer nuevos malestares.

“Reivindicar lo analógico implica la puesta en valor de formas culturales más humanas”, escribe Antonio Fernández Vicente, profesor de Teoría de la Comunicación de la Universidad de Castilla-La Mancha

En su interesante artículo titulado “El Edén analógico”, publicado en la Revista Telos de la Fundación Telefónica, da cuenta de una serie de fenómenos culturales que implican  una regresión a tecnologías en desuso, conceptuados como más orgánicos y vitales frente al abstractismo digital.

“El ‘smartphone’ se ha convertido en una herramienta cronófaga que parasita nuestra existencia con su distracción permanente. Frente a esto, lo material apela a lo lento, a la reflexión y a la plenitud de la experiencia sensorial”, teoriza Fernández Vicente.

Según describe, la digitalización del mundo ha atrapado en la más pura nostalgia a un sector social que añora las propiedades embriagantes de lo que se puede tocar y oler.

“Hay un poso fetichista en la nostalgia de lo analógico”, resume al explicar que no es lo mismo un libro en formato digital que el objeto libro, que es en sí mismo el custodio de su historia, “el depositario de los aromas de la tinta y el papel”.

Tampoco es lo mismo una fotografía digital que la que se puede guardar como reliquia en un álbum de papel. “Un archivo digital trasluce un hálito de irrealidad y de provisionalidad, frente a la duración de la fotografía en papel, sujeta a los estragos y el deterioro del tiempo”, razona Fernández Vicente.

El académico, al justificar este retorno a lo analógico, sostiene que el mundo virtual desmaterializa las cosas y los sentidos. Y el mentado “metaverso” que se anuncia como “realidad aumentada” implicaría por el contrario una realidad disminuida, empobrecida.

“No hay ganancia sin pérdida, y si prevalece el mundo digital lo hace a expensas de lo material. Lo digital lo devora todo y nos deja literalmente en un mundo sin cosas para beneficio de las grandes corporaciones del digitalismo”, advierte Fernández Vicente.

© El Día de Gualeguaychú

 
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Publicado por en 16/04/2022 en Uncategorized

 

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La sensación de que el tiempo pasado fue mejor

La fragilidad de la vida instalada por la pandemia hace añorar todo aquello que daba estabilidad y dicha. La conocida frase de que todo tiempo pasado fue mejor adquiere, así, inusitada vigencia.

Se habla de volver a la “normalidad” como si se pretendiese volver a la dicha perdida y a aquellos momentos en los que todo parecía tener sentido. El punto es que la pandemia ha trastocado todo y de repente el pasado se ha connotado en nuestra mente como algo positivo.

Los psicólogos corroboran este deseo de regresar a lo que quedó atrás. “Ahora mismo estamos inmersos en la nostalgia perfecta, ya que se dan todos sus precipitantes: la tristeza, la soledad y la ruptura con la continuidad del yo que supone perder el trabajo, tener un problema de salud grave o cambiar la forma de vivir”, indica Xavier Montaner, neuropsicólogo clínico y autor del libro “Me cuido, te cuido. Cómo aprender a cuidarte y cuidar mejor”.

La nostalgia por cómo era la vida antes de la Covid-19 ha invadido el presente. De repente ese sentimiento que se describe como el recuerdo de una dicha perdida se ha transformado en algo universal.

La actual crisis nos ha vuelto, así, nostalgiosos. La palabra nostalgia deriva del griego “nostos” (hogar) y “algos” (dolor). Fue popularizada a fines del siglo XVII por el médico Johannes Hofer para describir el estado de ánimo de los soldados suizos que luchaban fuera de su país.

Esos soldados sentían una tristeza originada por el deseo de volver a casa. En  sentido traslaticio, es la melancolía que siente el inmigrante por su tierra de origen, o el adulto que anhela por una juventud que recuerda maravillosa.

En la situación actual, es la melancolía por la época prepandémica, cuando las reuniones sociales no estaban prohibidas, era posible viajar, cenar con amigos y salir hasta tarde. Cuando la vida, en suma, transcurría en libertad y sin miedo a enfermarse.

En su libro “Retrotopía” (2017), el sociólogo y filósofo Zygmunt Bauman habla de la caída de las utopías, de la pérdida de fe ante la idea de que alcanzaríamos cierta felicidad y bienestar en un futuro idílico y de la nostalgia irrefrenable por un pasado que no siempre fue mejor.

La retrotopía, según plantea, es esa nostalgia por tiempos pasados que sentimos que fueron robados o usurpados y que, entre realidad e imaginación, terminan siendo idealizados.

Curiosamente Bauman habla de la pandemia de la nostalgia; en un mundo globalizado, dice, la nostalgia también es generalizada y global. Resulta que ahora la pandemia es la que nos ha vuelto nostalgiosos de una “normalidad” a la que también se ha idealizado.

Esta tendencia hacia querer habitar el pasado, despoja a éste de todas las contradicciones que tenía y que ahora, presionado por un presente miserable, reviste cualidades apetecibles.

“La frase ‘todo tiempo pasado fue mejor’ no indica que antes sucedieran menos cosas malas, sino que -felizmente- la gente las echa en el olvido”, escribe Ernesto Sábato en su libro “El Túnel”, sugiriendo que la memoria es selectiva, es decir tiende a desterrar lo malo y a quedarse con lo bueno.

Si esto es así, tenemos una tendencia a olvidarnos de los dolores cotidianos de tiempos pasados, y por eso somos proclives a pensar que todo tiempo pasado fue mejor. La nostalgia, por tanto, no es un sentimiento muy realista y en un punto puede engañarnos.

Los interminables meses de pandemia nos estarían haciendo idealizar, así, el pasado.

© El Día de Gualeguaychú

 
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Publicado por en 17/07/2021 en Uncategorized

 

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Los sentimientos que genera esta época del año

En las fechas de Navidad y Año Nuevo surgen sentimientos encontrados. Para algunas personas son sinónimo de alegría y de encuentro con los afectos. A otras les provocan nostalgia y tristeza.

Es decir mientras hay gente que aguarda con expectación positiva esta etapa del año, y tiene la habilidad de convertir estas fechas en momentos festivos y de encuentro, están los que preferirían evitar estas celebraciones, y saltar el almanaque, pasar del 23 de diciembre al 2 de enero.

La tristeza podría estar relacionada con muchas cosas. Junto a la cuestión cronológica, a la percepción del paso inexorable del tiempo, aparece el momento del balance.

Se trata de un momento en que algunos se interrogan sobre cómo les ha ido y sobre el estilo de vida elegido. Una etapa de replanteo en la que puede aflorar la culpa por lo que no se hizo.

Un balance de esta naturaleza implica interrogarse sobre las causas de lo que no pudo ser. En estos exámenes suelen aparecer objetivos incumplidos, metas no alcanzadas.

Puede ser particularmente doloroso, así, asumir la discrepancia entre las aspiraciones y la mediocre realidad. Todo lo cual puede derivar en autocríticas dolorosas o cuestionamientos hacia los demás o a la vida en general.

Por otro lado, solemos ponernos más sensibles en vísperas de las fiestas de fin de año, porque en ellas están implicados los afectos familiares. Renacen así las heridas por las pérdidas, por ejemplo de los seres queridos.

Vuelve fuerte a la mente el recuerdo de aquellos seres entrañables que ya no están o se echa de menos la lejanía de los seres queridos con los que hubiera sido lindo celebrar.

Afloran quizá viejos duelos que se creían superados y con ellos un estado de angustia por reproches internos, sea por lo que no se dijo en su momento o por lo que no se hizo, prologando así un estado de malhumor.

Además en las fiestas se exponen las desavenencias o los desencuentros con los más cercanos. En este sentido, la pregunta sobre dónde pasar la Navidad y con quién, puede provocar tensiones, incluso en el núcleo familiar.

A esto hay que sumarle las cuestiones ancestrales vinculadas a la infancia, ya que todos tenemos un registro infantil de estas fiestas. En este caso, el recuerdo suele estar cargado de nostalgia y melancolía.

La Navidad puede ser vista, así, como un tiempo primordial que ya no se puede recrear, toda vez que hay sensaciones que nunca más volverán.

Frente a la inexorabilidad de la existencia, al hecho de que hay cosas que no tienen retorno, el psiquiatra Viktor Frankl decía: “Si no está en tus manos cambiar una situación que te produce dolor, siempre podrás escoger la actitud con la que afrontes ese sufrimiento”.

Alguna gente lidia mal con la depresión o el estrés que deparan estas fiestas, y de esta manera compensa el dolor con comportamientos nocivos, como compras compulsivas, exceso de comida o de alcohol.

Pero no todas las personas se “bajonean” en este época. Muchos encuentran estas celebraciones como una manera de afianzar los vínculos familiares, y aprovechan para pasar un buen rato con los seres queridos.

Están, además, quienes les dan una profunda connotación religiosa –en especial a la Navidad-, un modo de renovar la fe en Dios más allá del pan dulce y la sidra.

Por lo demás, hay gente que ve en esta época del año una ocasión para desarrollar el sentimiento de agradecimiento y de afirmación hacia la vida.

 

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Publicado por en 13/01/2019 en Uncategorized

 

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Vivir de la nostalgia de un pasado mejor

Seres nostálgicos por naturaleza, solemos caer en la trampa de impugnar el presente creyendo que todo tiempo pasado fue mejor. Sin darnos cuenta que al hacerlo disimulamos nuestras inseguridades ante el fluir de la vida.

Una de las grandes tácticas humanas para no aceptar la realidad del tiempo presente que no discurre como nos gustaría, que se despliega a contrapelo de nuestros deseos, es huir hacia un pasado idealizado.

Es una forma de negacionismo dulce, y se diría que autocomplaciente, que se monta en esa felicidad triste que es la nostalgia. Una actitud psicológica donde se recuerda el gozo del pasado, aunque duela saber que ya no podrá volver.

Aquí lo perdido parece inolvidable, único e irrepetible y luce siempre grandioso ante un presente gris y raquítico, mortalmente mediocre. La palabra nostalgia deriva del griego ‘nostos’ (hogar) y ‘algos’ (dolor).

Fue popularizada a fines del siglo XVII por el médico suizo Johannes Hofer para describir el estado de ánimo de los soldados suizos que luchaban fuera de su país.

Esos soldados sentían una tristeza originada por el deseo de volver a casa. En  sentido traslaticio, es la melancolía que siente el inmigrante por su tierra de origen, o el adulto que anhela por una juventud que recuerda maravillosa.

Cuando se mira por el retrovisor, algunos episodios de antaño parecen perfectos, se visualizan como una especie de “paraíso perdido”. Entonces el pasado ha sido expurgado de sus contaminantes, y pervive como algo impoluto.

Los psicólogos advierten sobre estos paraísos que inventa la mente pero que, en realidad, nunca han existido. “No hay nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás sucedió”, como dice una canción.

Sostienen que quienes suelen idealizar el pasado, quienes son propensos a ensoñar algo quimérico, tienen problemas para adaptarse a su presente.

Es una fantasía consoladora construir pasados perfectos, cuando el presente es desagradable y el futuro aparece amenazante. Se dice, al respecto, que el ser humano suele desear una vida distinta a la que tiene.

Las personas con tendencia a la nostalgia tienen problemas para adaptarse a la vida presente. Además, al creer en el paraíso perdido, consideran que el futuro será irremediablemente peor.

“La nostalgia es muy atractiva –considera el psiquiatra español Rafael Euba-, porque el pasado tiene una pureza y una candidez que ni el presente ni el futuro poseen. El pasado no crea ansiedad. Y el presente y el futuro siempre crean ansiedad; esa es la razón de que aparezca la nostalgia”.

Según este especialista –autor del libro “Psiquiatría para el No Iniciado”- la nostalgia excesiva “aparece cuando el presente es desagradable y el futuro es amenazante”, sugiriendo así que puede resultar un escapismo alienante.

La nostalgia no es mala en sí misma y de hecho tiene rasgos positivos, el problema es cuando conduce a las personas a anclarse en el pasado, a instalarse en un ayer idealizado que le da cobertura emocional a una actitud negacionista del presente y del futuro.

Por otra parte, no todo era perfecto en los viejos tiempos. Cabe postular, al respecto, que la memoria es selectiva, es un mecanismo de inhibición que reprime eventos traumáticos y desagradables del pasado, al tiempo que tiende a fijar experiencias positivas.

Eso significa que no hay más paraísos que los que se inventa la memoria, que invariablemente tiende a recordar un pasado que parece mejor de lo que fue y de lo cual se alimenta el sentimiento de la nostalgia.

 

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Publicado por en 28/03/2018 en Uncategorized

 

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Las épocas pasadas, ¿mejores que las actuales?

“Todo tiempo pasado fue mejor”.  Esta frase que se suele repetir como latiguillo parece esconder sabiduría, aunque resulta bastante discutible, y de hecho podría implicar un modo de huida de la realidad.

¿Antes sucedían menos cosas malas? ¿Es cierto eso? A decir verdad mucha gente tiende a pensar que es así. Una creencia solidaria con el pesimismo de época, según el cual estamos experimentando un decaimiento significativo y al mismo tiempo irreversible.

Como se ve, esta valoración negativa del tiempo actual respecto del pasado, se extiende también al futuro. Y se podría formular en estos términos: “Estábamos bien, estamos mal, y estaremos peor”.

Sin embargo, esta percepción de las cosas bien podría reflejar una distorsión cognitiva típica de los seres humanos, que tienden a evocar en luz positiva los recuerdos, acompañados de un inofensivo anhelo del pasado.

Parece que la mente nos juega una mala pasada. Es decir, no es que tengamos más experiencias negativas que positivas. Lo que ocurre es que olvidamos con mayor facilidad las desdichas, las cuales son “reprimidas” por el cerebro.

Pero esto tiene consecuencias a la hora de juzgar el presente, el cual aparece siempre más “deprimente” frente a ese pasado reconstruido por la memoria y expurgado de sus cosas más negativas.

Entonces aquí el “ayer” ya no se experimenta como algo provechoso, como una sustancia que ensancha la vida presente (la memoria como fuente de identidad), sino como un factor de alienación, un modo de escapar de la realidad en la que se vive.

En el hombre es factible observar, en efecto, una tendencia psicológica profunda a mitificar el pasado, a ensalzar a los antepasados,  a exagerar las virtudes de las épocas pretéritas.

Cuando las personas o grupos idealizan el pasado, creyendo que allí se resume la perfección, caen presas de una visión retrógrada o reaccionaria. Pero los  “espejismos” del pasado son una trampa.

En este sentido, decir que todo tiempo pasado fue mejor sería una suerte de mito o de falsa verdad incuestionable, producto más del prejuicio que de la observación crítica.

La idealización del pasado se vincula con el fenómeno psíquico de la nostalgia. Esta palabra deriva del griego ‘nostos’ (hogar) y ‘algos’ (dolor). Fue creada a fines del siglo XVII por el médico suizo Johannes Hofer para describir  el estado de ánimo de los soldados suizos que luchaban fuera de su país.

Esos soldados sentían una tristeza originada por el deseo de volver a casa. En  sentido traslaticio, es la melancolía que siente el inmigrante por su tierra de origen, o el que anhela por una juventud que recuerda maravillosa.

Cuando se mira por el retrovisor, algunos episodios de antaño parecen perfectos, se visualizan como una especie de “paraíso perdido”. Entonces el pasado ha sido expurgado de sus contaminantes, y pervive como algo impoluto.

Los psicólogos advierten sobre estos paraísos que inventa la mente pero que, en realidad, nunca han existido. Sostienen que quienes suelen idealizar el pasado, quienes son propensos a ensoñar algo quimérico, tienen problemas para adaptarse a su presente.

Es una fantasía consoladora construir pasados perfectos, cuando el presente es desagradable y el futuro aparece amenazante. Se dice, al respecto, que el ser humano suele desear tener una vida distinta a la que tiene.

Pero vivir de recuerdos que remiten a épocas supuestamente maravillosas, como quien fantasea a través de los sueños, genera una constante infelicidad toda vez que al presente sólo se le ven defectos.

 

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Publicado por en 11/05/2017 en Uncategorized

 

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La nostalgia en tiempos globales

No todas las trayectorias vitales discurren en el mismo marco comunitario. Distintos eventos –crisis económicas y guerras- hacen que las personas deban migrar de un sitio a otro, donde suelen sufrir el desarraigo.

La globalización, entendida como máxima interdependencia de las naciones, ha instalado la perspectiva de que la vida puede extenderse a escala planetaria.

La asunción de un cosmopolitismo de nuevo cuño postula que, liberadas de las ataduras locales, las personas pueden establecerse en cualquier lugar para desarrollar su vida.

Las redes de las cirberconexiones, por lo demás, facilitarían que los antiguos contactos sigan vigentes, aunque se alimenten de intercambios virtuales. Ahora nuestras acciones no hacen distingos en el espacio y en el tiempo.

Se han derribado, en suma, la mayoría de los límites que antes confinaban nuestra existencia a un territorio, a favor de una red mundial de interdependencias.

Ha surgido un sistema social global en el cual las identidades nacionales ceden paso al más amplio concepto de “ciudadano del mundo”. Hay encuestas que revelan que son muchas las personas que quieren trasladarse de forma temporaria a otro país con la esperanza de encontrar un trabajo más rentable.

En tanto, son muchos también los que quieren emigrar de manera permanente. Por lo visto, el deseo global de abandonar el propio país no sólo surge por necesidades concretas. También deriva –y fuertemente- de la convicción de que esa movilidad es posible.

Pero la globalización del capital, las finanzas y el comercio, no es lo mismo en el caso de las personas. La movilización de objetos no tiene el mismo impacto cuando son los grupos humanos los que, por el motivo que fuere, deciden circular e instalarse en otra geografía.

“Los híbridos culturales –comenta Zygmunt Bauman– quieren sentirse chez soi (como en casa) en todas partes”, pero parece que las identidades adscritas, las marcas lugareñas, se resisten a desaparecer.

Eso piensa Susan Gatt, profesora de historia de la Weber State University (EE.UU.), para quien mucha gente se abraza acríticamente a la actitud cosmopolita sin advertir el alto costo emocional que supone vivir lejos de los seres queridos o del grupo de pertenencia.

En su opinión, aunque nos hacen creer lo contrario, ni la telefonía celular ni las redes digitales pueden mitigar la “nostalgia”, una suerte de tristeza constitutiva de aquellos que tuvieron que abandonar su lugar de origen, por lo general por la fuerza de las circunstancia.

“En casi una década de investigación sobre las emociones y experiencias de inmigrantes y emigrantes, descubrí que muchos de quienes abandonan su país en busca de mejores perspectivas terminan por sentirse desplazados y deprimidos. Pocos hablan abiertamente del dolor que significa dejar el lugar de origen”, escribió en el diario The New York Times.

La nostalgia es una pena melancólica que surge por el recuerdo de una pérdida. Suele experimentarse cuando una persona está ausente de su patria o lejos de su gente.

A veces este sentimiento, reconocen los psicólogos, puede expresar un anhelo de lo anterior o pasado poco realista, a raíz de la tendencia humana a idealizar lo que no se tiene. Por ejemplo: si una persona siente nostalgia por su niñez, recuerda sólo los buenos momentos y excluye las penas de aquella época.

Los ciudadanos del mundo, nos recuerda la profesora norteamericana, participan de una especie de nostalgia compartida a nivel global. Un mal sentimental que al parecer ni las conexiones digitales pueden aliviar.

 

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Publicado por en 23/08/2016 en Uncategorized

 

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La tendencia humana a idealizar el pasado

Como seres históricos los hombres somos parte de una herencia y una tradición. Pero muchas veces, para tolerar las desdichas del presente, caemos en el espejismo de creer que todo era perfecto en el pasado.

José Ortega y Gasset, a favor de la memoria histórica, habló del “derecho a la continuidad”, destacando que  “es un derecho fundamental del hombre, tan fundamental que es la definición misma de su sustancia”.

En opinión del filósofo español es la memoria lo que nos separa de los chimpancés, y el resto de los seres vivos. A diferencia de los animales, y merced a la facultad de recordar, el pasado es como nuestra segunda naturaleza.

“El hombre no es nunca un primer hombre: comienza desde luego a existir sobre cierta altitud de pretérito amontonado. Este es el tesoro único del hombre, su privilegio y su señal”, sostiene.

Pero el pasado puede ser experimentado como algo provechoso, como algo que ensancha la vida presente, o como un factor de alienación, un modo de escapar de la realidad en la que se vive.

En el hombre es factible observar, en efecto, una tendencia psicológica profunda a mitificar el pasado, a ensalzar a los antepasados,  a exagerar las virtudes de las épocas pretéritas.

Cuando las personas o grupos idealizan el pasado, creyendo que allí se resume la perfección, caen presas de una visión retrógrada o reaccionaria. Pero los  “espejismos” del pasado son una trampa.

“No hay nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás sucedió”. Esta frase extraída de una canción de Joaquín Sabina describe bastante bien esta propensión humana a convertir en “mito” cualquier momento anterior.

Aquí ya no se trata de echar de menos el pasado, sino de una construcción idealizada del mismo. Es una nostalgia un tanto patética y enfermiza, porque se extraña un suceso o una hazaña inventada, irreal.

La palabra nostalgia deriva del griego nostos (hogar) y algos (dolor). Fue creada a fines del siglo XVII por el médico suizo Johannes Hofer para describir  el estado de ánimo de los soldados suizos que luchaban fuera de su país.

Esos soldados sentían una tristeza originada por el deseo de volver a casa. En  sentido traslaticio, es la melancolía que siente el inmigrante por su tierra de origen, o el que anhela por una juventud que recuerda maravillosa.

Cuando se mira por el retrovisor, algunos episodios de antaño parecen perfectos, se visualizan como una especio de “paraíso perdido”. Entonces el pasado ha sido expurgado de sus contaminantes, y pervive como algo impoluto.

Los psicólogos advierten sobre estos paraísos que inventa la mente pero que, en realidad, nunca han existido. Sostienen que quienes suelen idealizar el pasado, quienes son propensos a ensoñar algo quimérico, tienen problemas para adaptarse a su presente.

Es una fantasía consoladora construir pretéritos perfectos, cuando el presente es desagradable y el futuro aparece amenazante. Se dice, al respecto, que el ser humano suele desear tener una vida distinta a la que tiene.

Pero vivir de recuerdos que remiten a épocas supuestamente maravillosas, como quien fantasea a través de los sueños, genera una constante infelicidad toda vez que al presente sólo se le ven defectos.

El antropólogo Mircea Eliade sostiene que la idealización del pasado –que realizan individuos y sociedades- forma parte del “comportamiento mítico” de la especie humana.

La idea de recuperar el pasado lejano, la época beatifica de los comienzos, el hecho de sumergirse en un tiempo imaginario, es una manera que tiene el hombre de luchar contra “el tiempo que aplasta y mata”, sostiene.

 

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Publicado por en 30/09/2015 en Uncategorized

 

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La queja y la tristeza, ¿rasgos de lo argentino?

¿Será cierto, como creen algunos, que la ‘quejocrítica’ es un deporte nacional? ¿Y que la base emocional de los argentinos es la tristeza?

Nada es tan discutible como fijar la caracterología de una sociedad, porque se corre el riesgo de generalizaciones sin base. Y además los grupos humanos cambian con el tiempo, al igual que las personas.

Sin embargo, las realidades humanas están hechas de fijezas, que configuran lo que en psicología se conoce como personalidad, un concepto que alude a un conjunto de rasgos conductuales comunes.

En el país abundan los análisis de autoindagación nacional, de análisis de sí mismo, trabajos encarados desde una perspectiva psico-socio-cultural que se cotizan cada vez que se produce alguna crisis económica mayúscula.

Desde allí se ahonda la llamada “excepcionalidad” argentina, porque se parte del supuesto de que el país, que nunca cumple lo que promete sale fuera de lo común.

Hasta los extranjeros se han abonado a este ejercicio hermenéutico. Muchos de ellos, fascinados por el enigmático destino criollo, han soltado reflexiones impiadosas, como es el caso del político francés Georges Clémenceau, a principios del siglo XX, para quien: “La Argentina es un país con un gran futuro. Y siempre lo será”.

Entre los analistas y pensadores del país hay una corriente de opinión que da cuenta que un rasgo nuclear de los argentinos sería la insatisfacción, una imposibilidad de gozar de lo que se tiene, acaso porque se piensa que algo falta.

“Desde que tengo uso de razón escucho decir que el país está cada vez peor, que todo está muy mal y que hay peligros cercanos que avanzan hacia nosotros y van a terminar con todo”, sostuvo el escritor Alejandro Rozitchner, allá por agosto de 2009 (momento de crisis económica).

“Los personajes van variando, pero los preferidos agentes de tal terror supuesto son ‘las corporaciones’, ‘la mano de obra desocupada’, ‘los poderosos’, etc. Cuando no se da la más elevada complacencia en lamentar el rumbo que ha tomado la civilización Occidental”, refirió.

Según Rozitchner, esta mezcla de queja y crítica que amarga nuestros corazones,  no es una prueba de inteligencia, sino reflejo de una depresión enmascarada. “No un factor de lucha sino una expresión de resignación y una satisfacción paradójica, satisfacción en afirmar que sólo la frustración es legítima”, opinó.

A todo esto, el humanista Pedro Barcia señala que muchos extranjeros aseguran que “somos tristes”, un sentimiento de base que está presente en el tango, devenido en artefacto cultural de exportación.

De hecho, Ernesto Sabato postuló que la música de Buenos Aires expresa la frustración y soledad de los habitantes de estas tierras, dominados por una especie de metafísica del despojo y de la dualidad.

Sabato vincula el tango con lo “esencialmente argentino» porque lo cree fruto de esa metafísica de la historia nacional: “Pocos países en el mundo debe de haber en que el sentimiento de nostalgia sea tan reiterado”.

Y enumera: “En los primeros españoles, porque añoraban su patria, lejana; luego en los indios, porque añoraban su libertad perdida y su propio sentido de la existencia; más tarde en los gauchos desplazados por la civilización gringa, exilados en su propia tierra, melancólicamente rememorando la edad de oro de su salvaje independencia; en los viejos patriarcas criollos, porque sentían que aquel hermoso tiempo de la generosidad y de la cortesía se convertía en el materialismo y mezquino territorio del arribismo y de la mentira”.

 

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Publicado por en 29/03/2014 en Uncategorized

 

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Más urbanos y más lejos de la naturaleza

Varios estudiosos de la civilización sostienen que a la par que las ciudades crecen en tamaño y población aumenta un sentimiento de nostalgia hacia las raíces ecológicas.

Se cree que hoy la mitad de la población mundial reside en entornos urbanos. Y dado que la migración rural a las ciudades es algo irrefrenable, se estima que la urbanización casi completa será la marca distintiva del siglo XXI.

Se trata de un fenómeno que describe una excepcionalidad antropológica. Porque por primera vez en la historia humana la población rural está dejando de ser la más numerosa.

Mientras el proceso es visto como un éxito civilizatorio –porque se parte del supuesto de que la urbanización lleva aparejada una mejora de las condiciones de existencia material de las personas- los desbordes encienden las alarmas de los organismos internacionales.

“En los próximos 40 años los niveles de urbanización se habrán incrementado dramáticamente, con un 70% de la población del planeta viviendo en áreas urbanas en 2050”, refiere la ONU.

A través de sus trabajos, ese organismo viene llamando la atención sobre dos aspectos de esta tendencia: la igualdad y la sostenibilidad. Vivir con las comodidades de la ciudad tiene, al parecer, un alto costo.

Por lo pronto, supone exprimir todavía más las energías y recursos disponibles en la naturaleza. Y esto cuando el actual ordenamiento humano ya está dejando desequilibrios preocupantes.

La tala de los bosques tropicales, el uso indiscriminado del agua dulce, la eliminación de dióxido de carbono en la atmósfera a un ritmo mucho más acelerado del que la tierra y los océanos pueden absorber están trasformando peligrosamente los sistemas vitales del planeta.

¿Cuántas más alteraciones sufrirá la Tierra, entonces, en un contexto de máxima urbanización? Esta tendencia imparable, según la ONU, agudizará también la desigualdad social, fuente de inconformidad y de inseguridad. Todo lo cual preanuncia un “efecto desestabilizador en las sociedades”.

Al margen de estos tópicos, mientras más gente desea vivir en las ciudades más siente la enorme nostalgia por la naturaleza perdida. La experiencia de un espectáculo natural en estado puro se está convirtiendo en una rareza.

De ahí se explica, por ejemplo, la expansión de un negocio mundial como el ecoturismo. Ir a un paraje alejado o agreste se ha convertido en un atractivo para aquella gente protegida por los espejismos artificiales de la ciudad.

Tener una experiencia ecológica puede significar conectarnos con recuerdos remotísimos o despertar en nosotros nostalgias que conectan con nuestra condición de seres terrestres.

En esos contactos se toma dimensión de cuánto nos hace falta la naturaleza, y de lo gravoso que significa su alejamiento en términos de salud física y mental. La palabra “nostalgia” resume bien este fenómeno psicológico.

Según el diccionario, es la “tristeza melancólica por el recuerdo de un bien perdido”.  En este caso, estaríamos en presencia de una melancolía por el recuerdo de ese bien ausente que es la naturaleza.

Resulta que los seres civilizados modernos, adictos a las comodidades que ofrece la vida urbana, padecemos una enfermedad mental extraña, asociada al hecho de haber salido de la naturaleza.

La civilización actual –construida por una generación materialista dedicada al comercio y la industria- está alejada del entorno vital en donde fue puesto originariamente el hombre.

 

© El Día de Gualeguaychú

 
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Publicado por en 22/07/2013 en Uncategorized

 

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