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La cuestión de si cualquier deseo es un derecho humano

En los últimos años, se ha convertido en tónica el reclamar como derecho cualquier deseo, siguiendo la presión del discurso publicitario de que “deben” ser satisfechas las demandas del mercado.

¿Todos los deseos que un individuo puede imaginar son convertibles en derechos humanos? ¿Están al mismo nivel la satisfacción de la libertad que la de un viaje a un lugar exótico del planeta, la adquisición de un auto, o cualquier capricho que impone la moda?

Nuestra sociedad mercantilizada ha transformado la mayoría de nuestras necesidades y proyectos en productos y servicios que se pueden obtener en el mercado. La idea de fondo es que la felicidad solamente es sustentada en la cobertura de los deseos insatisfechos en este plano.

¿Acaso todos los deseos que un individuo puede imaginar o que el aparato del marketing puede incentivar, mediante una persistente estrategia de persuasión, son convertibles en derechos?

Siguiendo este razonamiento, que identifica deseos individuales con derechos, habrá que hacer coincidir entonces entre el catálogo de derechos humanos a todas las ofertas de las marcas que existen en la sociedad de consumo.

De suerte que, donde hay un deseo material, en un contexto incluso de opulencia, subyace un derecho. Eso significaría adicionalmente que, dado que sólo algunos privilegiados pueden acceder a la profusa y variopinta oferta mercantil, solo ellos pueden disfrutan de esos derechos.

Si es el consumidor de la actual sociedad mercantilizada la medida antropológica para catalogar la dignidad humana habrá que concluir que los derechos fundamentales pasan por adquirir desde los ingredientes de una pizza, pasando por la adquisición del vino de categoría, hasta cambiar de smartphone cada vez más rápido.

La pregunta que cabe es si es razonable subsumir la cuestión de los derechos básicos a un objeto de consumo o a la sacralización de los deseos más superficiales.

O, en otros términos, ¿tiene la democracia la misión de convertir los deseos humanos en derechos humanos? En efecto hay quienes piensan que los derechos nacen en los deseos, no en las necesidades, consideradas como urgencias más básicas.

Al respecto, existe un mundo de necesidades y carencias (subdesarrollado) y otro mundo de deseos, saturación, abundancia y hastío, propio de las sociedades opulentas.

En este sentido, se entiende que, de la necesidad de comer, algo elemental para la supervivencia de las personas, emerja un derecho que se ajusta al bienestar humano.

Pero si comer para vivir es un derecho básico, ¿lo es también beber un champagne o comer caviar en un restaurante de categoría?

Cabe postular, en este sentido, que es más sensato asumir que los derechos se generan o se originan en la condición existencial del ser humano como ser necesitado, desamparado, incompleto.

Los derechos vienen así a remediar esa condición innata, originaria, extensiva y universal desde el nacimiento como es la justicia, la paz, la igualdad, la libertad, la seguridad, la sanidad, la educación, la protección. Dimensiones consideradas irrenunciables.

Lo demás entra en la escala de lo deseable, opcional, diferenciable, prescindible, convencional y negociable. Y en una sociedad de consumo, donde se explotan artificialmente todos los deseos imaginables, las ofertas de mercado no deberían catalogarse como exigibles desde un plano ético, que es lo propio de la doctrina de los derechos humanos.

© El Día de Gualeguaychú

 
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Publicado por en 19/06/2023 en Uncategorized

 

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La falta de espeanza, ¿un problema de salud mental?

La esperanza es un insumo crítico en cualquier sociedad. No es lo mismo que impere el optimismo por la expectativa de un futuro mejor, que caminar mucho tiempo a oscuras, sin ver la salida.

La esperanza puede ser vista como una idea metafísica con consecuencias antropológicas. En ella va implícita una situación de incredulidad o de cierre del horizonte vital cuyo efecto puede ser la falta de deseo de vivir.

El religioso jesuita y paleontólogo francés Pierre Teilhard de Chardin llegó a escribir a propósito: “El mayor peligro que puede correr la humanidad no es una catástrofe que le venga de afuera, el hambre y la peste, sino más bien esa enfermedad espiritual, la más terrible pues es el azote más directamente humano, que es la pérdida del gusto de vivir”.

La idea de que lo que uno espera no se hará realidad afecta la estructura de lo humano y se diría que es discapacitante, al punto que tarde o temprano parece totalmente intolerable.

Desde un punto de vista sociológico, la falta de esperanza puede marcar la tónica de una sociedad, en un momento histórico determinado, conduciendo a la población a una suerte de amargura o encogimiento existencial.

Si la esperanza es donde se crea el futuro y es lo que pone en acción a las personas, la desesperanza supone que no hay motivos para pensar que algo valga la pena e instala un nihilismo paralizante donde desaparece la posibilidad de salir adelante.

El psicólogo Martín Seligman acuñó el término “desesperanza aprendida”, una suerte de estado de indefensión crónica en la cual las personas aprenden que su situación es irreversible, tiran la toalla y se resignan a lo peor.

Seligman se propuso demostrar cómo se podía desarrollar el sentimiento de indefensión, aplicando pequeñas descargas eléctricas a unos perros; los de un grupo, tenían la oportunidad de escapar activando un sencillo mecanismo; los del otro, no.

Tras varios ensayos, los perros del segundo grupo, dejaban de luchar; incluso cuando lo único que tenían que hacer era saltar una pequeña valla, se quedaban paralizados, echados en el suelo.

Ya no eran capaces de ver la oportunidad, por fácil que fuera. Habían aprendido a sentirse indefensos. Su desesperanza aprendida era irreversible.

¿Cabe hablar del síndrome de la desesperanza, de suerte que se está ante una enfermedad mental más? ¿Acaso no tener esperanza se convierte en un problema de salud pública, un problema que los profesionales de la salud tienen que combatir, del mismo modo que intentarían combatir las enfermedades crónicas?

Hay gente que piensa que, efectivamente, es legítimo convertir la falta de esperanza de una persona en una condición médica y por tanto pasa a ser un problema incluso estatal.

Eso postula, por ejemplo, el analista político David Rieff, quien en un reciente artículo pone a la desesperanza como un asunto de salud pública. Allí cita a médicos y profesionales que afirman que hay una estrecha conexión entre esperanza y salud y de ahí coligen que es necesario aumentar los niveles de esperanza y, por extensión, los de bienestar.

Se trata, a decir verdad, de una propuesta que no deja de ser polémica. ¿Puede una idea metafísica como la falta de esperanza transformarse en una necesidad médica? ¿Acaso todos los problemas espirituales deben ser tratados por psiquiatras o expertos en salud mental? ¿Es factible, acaso, medicalizar la idea de la esperanza?

© El Día de Gualeguaychú

 
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Publicado por en 19/02/2023 en Uncategorized

 

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¿Acaso no existe la maldad sino la ignorancia?

Nadie hace el mal a sabiendas o con voluntad de hacerlo. En realidad, no hay hombres malos sino ignorantes. Si cada uno supiera qué es lo correcto, todos actuarían en consecuencia y el mundo andaría mucho mejor.

Éste es el razonamiento del llamado “intelectualismo moral”, de venerable tradición en Occidente, concepción que se atribuye al filósofo Sócrates, y en menor medida a Platón, y según la cual la virtud reside en el conocimiento.

El racionalismo de la filosofía griega, así, resolvía el problema de la moral en el seno del sistema cognitivo, considerando al “mal” como producto de un cálculo equivocado, una distracción de la inteligencia.

Les parecía a los filósofos griegos una verdadera paradoja el hecho de que fuese posible conocer lo que es el bien y, al mismo tiempo, querer el mal. De ahí que Sócrates y Platón propusieran al sabio como modelo humano.

Solamente sabiendo qué es la justicia se puede ser justo, y solamente sabiendo lo que es bueno se puede obrar de acuerdo al bien. De aquí se infiere que la cura de los males se basaba, para estos filósofos, en la capacidad de la educación de formar hombres virtuosos.

Si es cierto que la gente hace cosas malas por falta de conocimiento, por no tener comprensión cabal de qué es lo correcto, se entiende entonces que el remedio consista en hallar una vacuna contra la ignorancia.

Se diría que gran parte de la pedagogía en Occidente es tributaria de esta antropología optimista de cuño racionalista. ¡La educación salvará a la humanidad!, ha sido el lema de los pedagogos de todos los tiempos.

El hombre no es malo, ni es proclive a hacer el mal, sino que es víctima de la ignorancia. Simplemente está equivocado. Lo que hace falta, entonces, es instruirlo. Tampoco hacen falta policías ni cárceles, sino docentes y centros educativos.

Ahora bien, ¿el simple conocimiento basta para que el hombre se comporte moralmente de manera correcta? ¿Conocer el bien lleva necesariamente a hacer el bien? ¿Alcanza con el esfuerzo educativo para eliminar el mal en la historia?

Cabe aclarar que fue otro filósofo griego, Aristóteles, quien criticó estos supuestos socráticos, al introducir el concepto de debilidad de la “voluntad”. Según él, la inteligencia puede verse afectada por las pasiones o deseos, haciendo que la conducta se desvíe.

A propósito, en la tradición cristiana se sostiene que una herida constitutiva, llamada “pecado”, ha oscurecido la inteligencia y debilitado la voluntad, de tal manera que las personas son llevadas a actuar mal.

Por otra parte ¿cómo se compadece el intelectualismo moral con la experiencia histórica, lastrada por actos inhumanos de todo tipo? ¿Qué decir, por ejemplo, de la experiencia de los totalitarismos? ¿Adolf Hitler y Joseph Stalin estaban simplemente “equivocados”?

El humanismo occidental, heredero del intelectualismo moral, y que postulaba la virtud de la inteligencia, creyó en su momento que la ilustración elevaría al hombre a cotas altas de humanidad.

Pero resulta que el nazismo prosperó en un país como Alemania, por entonces el más “culto” de Europa, uno de los más ilustrados del mundo. Y alemanes habían sido filósofos de la talla de Kant, Schelling, Hegel, Marx, Schopenhauer o Nietzsche.

La pregunta es, ¿por qué las tradiciones humanísticas y el modelo de la ilustración demostraron ser una barrera tan frágil contra la bestialidad política y contra el ominoso Holocausto?

© El Día de Gualeguaychú

 
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Publicado por en 08/01/2023 en Uncategorized

 

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Estudiante, la condición del que quiere aprender

La celebración del Día del Estudiante (21 de septiembre) remite sociológicamente a los jóvenes que asisten al sistema educativo. Pero formalmente esa condición le cabe a las personas que, sin importar la edad ni las circunstancias, están en actitud de querer aprender.

La observación no es antojadiza toda vez que, al menos en Argentina, no necesariamente el que asiste a un colegio está dominado por el deseo de saber, que es la cualidad esencial que define al estudiante.

No basta por tanto con que esté matriculada o que asista a clases para que se pueda decir que una persona está estudiando. De hecho se puede estar presente físicamente en el aula, pero no psicológicamente.

Hay razones para sospechar que en los secundarios del país no son pocos los “alumnos” que no reúnen las condiciones de sujetos del aprendizaje y eso por deserción simbólica. Son chicos que han perdido el deseo de aprender, o directamente no quieren la educación que se les imparte.

Esas realidades sugieren que está en crisis el concepto de ‘estudiante’ y el sentido de ‘para qué’ se estudia. Al respecto, el filósofo Tomás Abraham, al tratar estos temas, opina que no hay estudio sin curiosidad, y ésta es hija de la ignorancia, es decir del ‘no saber’.

Quien se crea satisfecho con lo que sabe no siente la necesidad de conocer y aprender más y por tanto no se cree educable. Estudiante es aquel, por ende, que pregunta por el porqué y descree de las opiniones socialmente establecidas.

Quizá la escuela, para enfrentar la apatía y el desinterés del alumnado, debería replantearse seriamente cómo hacer para que sus estudiantes deseen adquirir conocimientos y destrezas.

No hay aprendizaje significativo sin una necesidad de conocimiento previa por parte del aprendiz, sostienen los pedagogos. El teórico constructivista David Ausubel, por ejemplo, sostiene que una de las condiciones necesarias para el estudio de un contenido es la disposición para aprender.

Ahora bien, no hay una edad ni un límite físico para estudiar. Aprendemos de hecho toda la vida, lo que significa que en realidad somos todos estudiantes y podemos serlo hasta el final de nuestros días.

Tenemos en mente el estereotipo del estudiante joven que concurre a un colegio. Esto responde a la concepción según la cual dedicamos una gran porción del tiempo en la primera parte de la vida a instruirnos, pero después el estudio queda completamente relegado por el trabajo, las responsabilidades hogareñas y demás menesteres de la edad adulta.

Sin embargo, este esquema que supone que la duración del conocimiento insume algunos años, sobre todo los primeros, es obsoleto. Y esto a la luz de las transformaciones sociales y tecnológicas de nuestro tiempo, que obligan a las personas a capacitarse en nuevas cosas todo el tiempo.

El dato de época es que el adulto debe estar aprendiendo, convirtiéndose formalmente en un estudiante de facto. Se diría que cada uno de acuerdo a sus capacidades siempre está en condiciones de seguir estudiando.

El asunto es que cada quien no pierda el deseo de superarse a sí mismo. El país que tenga más cantidad de gente con deseo de aprender es el que tiene futuro y está en condiciones de alcanzar altos grados de desarrollo social.

“Tan solo por la educación puede el hombre llegar a ser hombre. El hombre no es más que lo que la educación hace de él”. La frase del filósofo Immanuel Kant resume en pocas palabras la importancia antropológica de todo esfuerzo educativo. Y da con la clave de la condición estudiantil.

© El Día de Gualeguaychú

 
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Publicado por en 25/09/2021 en Uncategorized

 

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Tras la búsqueda de una vacuna contra la infelicidad

En la antigüedad, filósofos, maestros espirituales y místicos han reflexionado sobre la desdicha humana. Y han tratado de hallar el remedio que nos inmunice contra ella, aunque infructuosamente.

“Tanto el vulgo como los cultos piensan que vivir bien y obrar bien es lo mismo que ser feliz”. Con esta frase comienza el filósofo Aristóteles (384-322 a.C.) el tratado de la “Ética a Nicómano”. Existía la opinión, por tanto, de que la clave estaba en ser buena persona.

En las afueras de Atenas, alejado del ágora y del pensamiento oficial, Epicuro (341-270 a.C.) pensaba que la filosofía era “una actividad que, mediante discursos y razonamientos, nos procura la vida feliz”.

¿Alcanza, acaso, con el pensamiento para mitigar las contradicciones de la vida, los sinsabores de la existencia? ¿Es la razón la que nos ayuda a redimirnos del dolor y el sufrimiento?

En tanto el estoicismo, una escuela filosófica fundada por Zenón de Citio, era una doctrina basada en el control de las pasiones y hechos que perturban la vida, a fin de enfrentarlos con valentía.

Los estoicos aseguraban que era posible alcanzar la libertad, la felicidad absoluta y la paz, adoptando un estilo de vida virtuosa y razonable.

En la India, por otro lado, Buda descubrió que la vida es sufrimiento. Y afirmó que la fuente de la desdicha es el deseo, es la sed de existir, el perpetuo renacer y la eterna rueda del ser.

Según su opinión, sólo la cesación del sufrimiento o extinción completa de esa sed puede producir la salvación. Y al respecto Buda creyó encontrar la fórmula de la salvación en la supresión del deseo mediante una técnica de meditación que conduce a la liberación o nirvana.

En las sociedades contemporáneas, donde se privilegian el tener y lo económico, la vieja cuestión de la felicidad suele estar asociada a la capacidad adquisitiva.

La felicidad, por tanto, equivaldría a abundancia, y aquí el dinero tiene poderes casi mágicos, toda vez que él hace posible la adquisición de cuanto se desee.

La correlación entre riqueza y felicidad ha sido y es un tópico atrapante. Emile Durkheim (1859-1917), padre de la sociología científica, sostenía que la felicidad del ser humano no es posible si éste exige más de lo que puede obtener.

Pero también se preguntaba: “¿Cómo fijar la cantidad (los límites) de bienestar, de lujo, de comodidad, que puede perseguir legítimamente un ser humano?”. Durkheim consideraba que “librado a sí mismo, el hombre se plantea fines inaccesibles y así cae en la decepción”.

Para enfrentar la decepción el individuo contemporáneo ha acudido a los psicofármacos, especies de vacunas químicas para tolerar el dolor diario. Se trata de una expansión que no deja de ser inquietante. Porque se suma a las otras drogas imperfectas de alto consumo, como el tabaco, el alcohol, la heroína y la cocaína, entre otras.

En su novela distópica “Un mundo feliz”, el escritor inglés Aldous Huxley imaginó en 1932 una sociedad siniestra, con niños de probeta perfectamente acondicionados y estratificados socialmente, y donde el placer estaba al alcance de la mano a través del soma, una droga ideal.

Las pastillas se usaban a discreción en momentos de depresión y apocamiento. El sistema político había encontrado, así, un narcótico mágico contra la inadaptación personal, la inquietud social y la difusión de las ideas subversivas.

¿Es posible que nos acerquemos a un mundo donde la felicidad sea garantizada por alguna vacuna mágica?

© El Día de Gualeguaychú

 
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Publicado por en 14/02/2021 en Uncategorized

 

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Enfrentar lo que viene con unas posturas realistas

“No te hagas falsas esperanzas para el 2021”, escribió Courtney Rubin, articulista del diario ‘The New York Time’, sugiriendo que no hay razones objetivas para esperar un cambio radical de la situación asociada a la pandemia.

La aparición de las vacunas, aunque es una muy buena noticia, sin embargo no cambiará la vida cotidiana de una manera mágica, toda vez que la inmunización de la población llevará mucho tiempo.

“Las vacunas no significan cero Covid”, ha dicho hace poco el director de Emergencias de la OMS, Michael Ryan.

En tanto el director general de esa organización, Tedros Adhanom Ghebreyesus, también advirtió contra la percepción errónea de que “la pandemia se acabó”, cuando en realidad ahora mismo, por ejemplo Europa, sufre una segunda ola de coronavirus.

Al parecer, estos funcionarios quieren bajar la “expectativas” de la población respecto de que está todo solucionado, ya que las restricciones sanitarias y las medidas de prevención no se relajarán hasta dentro de varios meses.

“Es el principio del fin”, refieren los sanitaristas en relación con el inicio de la vacunación, al mismo tiempo que advierten que falta un recorrido muy largo para erradicar el virus.

Se sabe que la ansiedad nace de imaginarse el futuro. Si se lo pinta con excesivo optimismo, sin base en la realidad, la decepción puede ser dramática.

Probablemente el hombre sea el único animal que se decepciona, ya que es el único que tiene la tendencia a esperar mucho más de lo que la realidad puede dar, cayendo así en pesares.

“La decepción es solo la acción de tu cerebro al reajustarse a la realidad después de descubrir que las cosas no son como creías que eran”, sostiene el budista norteamericano Brad Warner.

La decepción, parece decir, emerge de la colisión inexorable entre el mundo como es y el que quisiéramos que fuese. El deseo nos juega, así, una mala pasada, nos pinta un cuadro que luego no se corresponde con la realidad.

Quizá lo aconsejable sea, en la actual coyuntura histórica, representarnos el futuro con modestas expectativas, para que los inconvenientes que pudieran venir, a contrapelo de nuestros deseos, no agiganten luego el desencanto.

“La expectativa es la raíz de toda la angustia”, escribió el inglés William Shakespeare, un conocedor del alma humana y sobre todo de sus miserias y abismos, según se refleja en su obra literaria.

El antídoto contra las “falsas esperanzas” es asumir una actitud objetiva y realista. Es decir, hacer un esfuerzo por ver las cosas como son, no desvirtuando ni distorsionando nuestra visión con un subjetivismo deformante.

Además, contra los que viven tan preocupados por el porvenir, conviene recordarles que el día de hoy se vive sólo una sola vez.

Es decir, a veces más que contemplar cuántos kilómetros faltan para recorrer es bueno poner las energías en el momento presente, que es real y no hipotético como el mañana.

Se sabe, también, que los humanos son increíblemente resilientes y adaptables. Y ya los antiguos filósofos enseñaron que la felicidad viene del interior de las personas, sugiriendo hacerse fuerte ante las contingencias de la vida desde esa “ciudadela interior”.

Al respecto Mitch Abrams, psicólogo que supervisa los servicios de salud mental del estado de New Jersey (Estados Unidos), afirma: “Cuanto más puedas apreciar lo que tienes, mejor estarás”.

Y añade: “No me refiero necesariamente a cosas materiales. Puede ser tu cordura, puede ser tu salud”.

© El Día de Gualeguaychú

 
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Publicado por en 30/12/2020 en Uncategorized

 

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El derecho a la educación y el deber de estudiar

La educación ha devenido un derecho universal, ampliándose el servicio a cada vez más niños y jóvenes. Pero a la vez en la actualidad muchos alumnos no muestran interés por el estudio.

Con el tiempo, los Estados han concentrado sus esfuerzos en la educación de la población, al tiempo que han ampliado la duración de la escolaridad obligatoria al nivel medio.

La medida se inspira en que la educación es un derecho fundamental de los seres humanos que les permite adquirir conocimientos y alcanzar así una vida plena.

Se parte del supuesto, además, de que el derecho a recibir una educación de calidad es vital para el desarrollo económico, social y cultural de todas las sociedades contemporáneas.

Objetivamente, así, se han ampliado las oportunidades para que más gente pueda formarse, a través del sistema estatal. Sin embargo, el mayor ingreso de estudiantes al sistema no ha significado per se un incremento del nivel de compromiso de ellos para con los estudios.

Y es esta circunstancia la que ha ido aumentando las dificultades del trabajo de los profesores, obligados, a su vez, a enseñar a cada vez más alumnos que viven su presencia en el sistema educativo como una imposición de las leyes sociales y de sus propios padres, pero no como una verdadera necesidad y muy pocas veces como un bien deseable.

Los problemas que surgen sobre todo en los centros de enseñanza secundaria, asociados a la indisciplina o al franco desinterés por aprender, tienen probablemente mucho que ver con la dificultad que tienen muchos adolescentes para compatibilizar el derecho y el deber de estudiar.

Muchos de ellos están presentes físicamente, porque se los obliga a ir a clases, pero parecen no estarlo psicológicamente. El sistema, así, tiene más alumnos pero menos “sujetos del aprendizaje”, por deserción simbólica.

¿Acaso estos estudiantes han perdido el deseo de aprender, o directamente no quieren la educación que se les imparte? Esta pregunta obsesiona al profesorado, donde se ha instalado como tema excluyente el “saber motivar” a los alumnos.

El tema genera controversia en el mundo de la pedagogía. Se puede pensar, al respecto, que un adolescente, si no quiere estudiar, no hay ley de educación que pueda conseguir que lo haga.

Además, están quienes piensan que la motivación no es algo inherente al profesor. “Pedir a los profesores que motiven a los alumnos es tan disparatado como pedir a un médico que motive a sus enfermos a tomar la medicación”, refiere el  docente español Ricardo Moreno Castillo, célebre por su ensayo “El panfleto antipedagógico”.

Según este autor, a lo sumo un médico ha de tratar amablemente al enfermo y  llegar a un diagnóstico para brindarle un tratamiento adecuado. “Pero a partir de entonces –aclara-, la responsabilidad de seguir o no el tratamiento deja de ser del médico y pasa a ser del paciente”.

No hay aprendizaje significativo sin una necesidad de conocimiento previa por parte del aprendiz, sostiene por su parte el teórico constructivista David Ausubel, para quien una de las condiciones necesarias para el estudio de un contenido es la disposición para aprender.

Esta dimensión de la responsabilidad personal para estudiar no suele aparecer en el discurso oficial, centrado en los derechos. Por eso habría que enfatizar que a los alumnos, así como les asiste el derecho a la educación, les cabe recíprocamente el deber de estudiar y esforzarse para alcanzar el máximo desarrollo de sus capacidades.

 

© El Día de Gualeguaychú

 
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Publicado por en 11/03/2020 en Uncategorized

 

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Chicos vulnerables ante las frustraciones

La frustración es un sentimiento de privación de una satisfacción vital real o percibida. El tema se ha convertido en objeto de interés en las disciplinas que tienen que ver con la crianza, como la Educación y la Psicología.

El diagnóstico de fondo es que la adolescencia posmoderna tiene aquí, en la baja tolerancia a la frustración, su talón de Aquiles emocional. Se habla, concretamente, de “modelos fallidos de crianza” que impiden que los chicos puedan luego enfrentar la vida.

Y esto producto de una cultura que les dice a los adolescentes todo el tiempo que para conseguir las cosas basta con desearlas, como si no fuese necesario hacer ningún esfuerzo para alcanzarlas.

Los síntomas de baja tolerancia a la frustración son conocidos. Los niños y niñas, por ejemplo, se muestran exigentes y demandantes y buscan satisfacer sus necesidades de forma inmediata, manifestando “rabietas” y llanto desconsolado.

Estos chicos son poco flexibles ante los cambios y desarrollan con más facilidad que otros niños síntomas de ansiedad o bajo estado de ánimo. Para algunos especialistas se está en presencia de una verdadera bomba emocional.

Y esto porque por no saber lidiar con la frustración los adolescentes son muy proclives a la depresión, al uso de sustancias adictivas, al suicidio, a un estado psicológico de desolación y desesperación, y a la baja autoestima.

Ante esta situación que se ha vuelto bastante común, los psicólogos sugieren que los adultos ayuden a los adolescentes a desarrollar mecanismos de supervivencia, planteándoles que la vida siempre presenta dificultades y contratiempos,  y que nada se consigue sin una cuota de esfuerzo y disciplina.

Una idea cultural de época les ha hecho creer a estos adolescentes que “todo lo van a tener con sólo desearlo”, haciéndolos más hedonistas y narcisistas. Pero esto está en las antípodas de la necesidad de postergar gratificaciones para adquirir distintos hábitos y destrezas.

Con respecto al futuro profesional, muchos adolescentes, alentados por sus padres, pretende ir a la universidad, pero ese deseo no se corresponde con la realidad de que aprender y estudiar implican un trabajo arduo y absorbente, algo para lo que los jóvenes no están preparados.

La baja tolerancia a la frustración suele estar acompañada de una percepción equivocada  y exagerada de la situación. “Esto no debería ser así”, “es demasiado”, dice quien se sienta abrumado.

Generalmente es en la infancia cuando se aprende a tolerar la insatisfacción. El niño suele creer que el mundo gira alrededor de él. Piensa que se merece todo lo que quiere, en el momento que quiere.

Por eso, cualquier límite o cualquier cosa que se le niega, lo siente como algo injusto y terrible. No puede entender por qué no le dan lo que pide. Si los adultos le dan lo que pide, entonces no aprenderá a “aguantar” la molestia que le provoca la espera o la negación de sus deseos.

Los padres y los docentes deben educar a los niños en el concepto de que las cosas no se consiguen con solo desearlas, sino que hay que poner empeño y esfuerzo personal para obtenerlas.

Esto sobre todo para que ante cualquier incomodidad, no abandonen sus metas. Además padres y maestros deben inculcarles la idea a los chicos de que la vida no es fácil, sino que está llena de obstáculos a vencer.

La frustración es parte de la vida, y el dolor está siempre al acecho. La base del problema no estaría en esta imperfección inexorable de la existencia, sino en la actitud que asumimos ante ella, en orden a manejarla y superarla.

 

© El Día de Gualeguaychú

 
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Publicado por en 05/07/2018 en Uncategorized

 

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Vivir de la nostalgia de un pasado mejor

Seres nostálgicos por naturaleza, solemos caer en la trampa de impugnar el presente creyendo que todo tiempo pasado fue mejor. Sin darnos cuenta que al hacerlo disimulamos nuestras inseguridades ante el fluir de la vida.

Una de las grandes tácticas humanas para no aceptar la realidad del tiempo presente que no discurre como nos gustaría, que se despliega a contrapelo de nuestros deseos, es huir hacia un pasado idealizado.

Es una forma de negacionismo dulce, y se diría que autocomplaciente, que se monta en esa felicidad triste que es la nostalgia. Una actitud psicológica donde se recuerda el gozo del pasado, aunque duela saber que ya no podrá volver.

Aquí lo perdido parece inolvidable, único e irrepetible y luce siempre grandioso ante un presente gris y raquítico, mortalmente mediocre. La palabra nostalgia deriva del griego ‘nostos’ (hogar) y ‘algos’ (dolor).

Fue popularizada a fines del siglo XVII por el médico suizo Johannes Hofer para describir el estado de ánimo de los soldados suizos que luchaban fuera de su país.

Esos soldados sentían una tristeza originada por el deseo de volver a casa. En  sentido traslaticio, es la melancolía que siente el inmigrante por su tierra de origen, o el adulto que anhela por una juventud que recuerda maravillosa.

Cuando se mira por el retrovisor, algunos episodios de antaño parecen perfectos, se visualizan como una especie de “paraíso perdido”. Entonces el pasado ha sido expurgado de sus contaminantes, y pervive como algo impoluto.

Los psicólogos advierten sobre estos paraísos que inventa la mente pero que, en realidad, nunca han existido. “No hay nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás sucedió”, como dice una canción.

Sostienen que quienes suelen idealizar el pasado, quienes son propensos a ensoñar algo quimérico, tienen problemas para adaptarse a su presente.

Es una fantasía consoladora construir pasados perfectos, cuando el presente es desagradable y el futuro aparece amenazante. Se dice, al respecto, que el ser humano suele desear una vida distinta a la que tiene.

Las personas con tendencia a la nostalgia tienen problemas para adaptarse a la vida presente. Además, al creer en el paraíso perdido, consideran que el futuro será irremediablemente peor.

“La nostalgia es muy atractiva –considera el psiquiatra español Rafael Euba-, porque el pasado tiene una pureza y una candidez que ni el presente ni el futuro poseen. El pasado no crea ansiedad. Y el presente y el futuro siempre crean ansiedad; esa es la razón de que aparezca la nostalgia”.

Según este especialista –autor del libro “Psiquiatría para el No Iniciado”- la nostalgia excesiva “aparece cuando el presente es desagradable y el futuro es amenazante”, sugiriendo así que puede resultar un escapismo alienante.

La nostalgia no es mala en sí misma y de hecho tiene rasgos positivos, el problema es cuando conduce a las personas a anclarse en el pasado, a instalarse en un ayer idealizado que le da cobertura emocional a una actitud negacionista del presente y del futuro.

Por otra parte, no todo era perfecto en los viejos tiempos. Cabe postular, al respecto, que la memoria es selectiva, es un mecanismo de inhibición que reprime eventos traumáticos y desagradables del pasado, al tiempo que tiende a fijar experiencias positivas.

Eso significa que no hay más paraísos que los que se inventa la memoria, que invariablemente tiende a recordar un pasado que parece mejor de lo que fue y de lo cual se alimenta el sentimiento de la nostalgia.

 

© El Día de Gualeguaychú

 
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Publicado por en 28/03/2018 en Uncategorized

 

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Consumir noticias que confirmen prejuicios

Desde el mundo de la semiología y la comunicación se ha descubierto que las lecturas de la realidad no son asexuadas. El público, en realidad, elige qué consumir siguiendo sus propios prejuicios.

Se sabe, por otro lado, que la percepción no es un puro registro del mundo exterior, sino que es una forma de organizar los objetos y de darles un sentido. Eso significa que hay una alta dosis de subjetividad en todo acto de conocimiento.

No percibimos al mundo tal cual es, sino que lo interpretamos, le damos un significado sobre todo según nuestros deseos, es decir según como nos gustarían que fuesen las cosas.

El público que consume noticias e información actún de idéntica manera: selecciona los contenidos que circulan por el sistema de medios ante todo para confirmar su modo de ver el mundo.

Acá en lugar de analizar ls que los emisores hacen con los receptores –según la vieja fórmula hipodérmica de la comunicación- en realidad hay que preguntarse qué hacen estos últimos con los diarios, las radios, los canales de televisión, y últimamente con las redes sociales.

Es el público el que “usa” a los medios, no al revés. En este sentido cabría postular que hay un pacto implícito entre los medios de comunicación y los destinatarios, que el semiólogo argentino Eliseo Verón llamó “contrato de lectura”.

Según este contrato, quienes leen esperan del medio elegido cierto estilo, cierto enfoque, cierta terminología, cierta “construcción del acontecimiento”, cierta mirada ideológica global sobre la vida y al mundo.

La era digital, con su multiplicación de ofertas informativas, ha profundizado este contrato de lectura, al ofrecer a un público cada vez más heterogéneo más opciones para elegir. En todos lados las redes sociales y sitios web como Facebook y YouTube han superado a los medios “tradicionales” como fuente primaria de información para la población joven.
“Audiencias chúcaras”, “receptores empoderados”, “telespectador activo”, “recepción de autor”. Esas son las expresiones que se emplean hoy para definir a los usuarios digitales de bienes culturales o mediáticos.

Es decir ya no estamos en presencia de audiencias masivas controladas sino de usuarios que tienen el poder de decidir, desde los nuevos dispositivos tecnológicos, qué consumir y cuándo.

Es decir, la profusa oferta mediática ha ampliado los márgenes de elección de los públicos, haciendo que el consumo de medios refleja más las preferencias de las audiencias.

El punto es que el público escucha y presta atención a aquello que más le gusta y coincide con lo que está dentro de sus expectativas (contrato de lectura).

El periodista y escritor Miguel Wiñazki ha formulado, a propósito, el concepto de “noticia deseada”, según el cual el público desea confirmar sus prejuicios antes que informarse.

Esto conduce a que los medios y emisores se acomoden a la demanda, sometiéndose los periodistas a la tensión de la noticia deseada, que consiste en comunicar lo que su público quiere escuchar.

Pero según Wiñazki, la notica que el público elige creer es un mecanismo de distorsión de la realidad. La noticia deseada, en este sentido, puede actuar como un opio en aquel público que sólo ve o lee cosas que no contradicen su expectativa ideológica.

Preferir la noticia deseada es un rasgo de baja tolerancia hacia la verdad, dice Wiñazki, para quien el mayor capital social que puede tener un país es su capacidad para aceptar y soportar la verdad.

 

© El Día de Gualeguaychú

 
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Publicado por en 17/03/2018 en Uncategorized

 

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