Con la modernidad, en realidad tras la Revolución Francesa, el principio político se volvió expansivo, totalitario, abarcando las cuestiones en torno al “sentido”, de las que antes respondía la religión.
Aspectos que anteriormente tenían cabida en la esfera privada y en el interior anímico: libertad, igualdad, fraternidad, felicidad, todo eso tenía que ser realizable por mediación de la política, aquí y ahora.
Si en el Antiguo Régimen monárquico la política estaba limitada a luchas de la élite, a partir de la edad moderna deviene en una empresa colectiva llamada a construir la vida desde cero.
Mediante un proceso de secularización, nace entonces el culto de la razón política, el cual viene a reemplazar a la religión, de forma que las llamadas “cuestiones últimas” se transforman en cuestiones socio-políticas (ya no importa el más allá sino el más acá).
El militante político, así, actúa como un “creyente” que, organizado en un partido (suerte de iglesia), viene a “redimir” a la sociedad proponiéndole un nuevo credo de salvación, es decir un “mito político”.
La politización de la vida en Occidente se traduce en mitologización a gran escala de la sociedad y en este sentido las grandes narrativas ideológicas en esta esfera -nacionalismo, liberalismo y socialismo- son grandes mitos.
Es decir, construcciones arbitrarias del genio humano, un mundo artificial formado por imágenes que es capaz de hacer pasar a las “masas” humanas de la teoría a la acción; una fuerza simbólica susceptible de transformar radicalmente la sociedad, haciendo realidad la Revolución.
El concepto de mito político nació a comienzos del siglo XX. Fue George Sorel (1847-1922) el primero en teorizarlo. Este filósofo francés y teórico del sindicalismo revolucionario habló de un “nuevo lenguaje” y el reconocimiento del “valor perenne del Mito en la formación de los grandes movimientos populares”.
Sorel describe el mito como la “creación de fantasía concreta que opera sobre un pueblo disperso y pulverizado para suscitar y organizar su voluntad colectiva”.
No es casual que los totalitarismos del siglo XX -comunismo, fascismo y nazismo- construyeron grandes mitos, ensalzando (o divinizando) las virtudes del proletariado, del Estado o de la raza.
Es interesante observar que aquí el mito denota fenómenos de “irracionalidad” en el ámbito de la política. Ya que detrás del concepto late una creencia superior, una esperanza super-humana que pone en marcha la historia, una suerte de utopía colectiva en acción (el paraíso comunista, el retorno a la Roma imperial de los fascistas, el dominio milenarista de la raza aria en el caso de los nazis).
De esta manera, las masas humanas descristianizadas dentro de las grandes urbes de Occidente, encontraron en los mitos políticos un sustituto o sucedáneo de la religión, disputándole la política el relato de sentido a las iglesias institucionalizadas.
En América Latina, el gran teórico de la mitología izquierdista en la región ha sido el marxista peruano José Carlos Mariátegui (1894-1939), para quien la crisis de la civilización occidental burguesa se debe a una falta de fe, de esperanza, de un mito.
En su ensayo “El hombre y el Mito” escribió: “Ni la razón ni la ciencia pueden satisfacer toda la necesidad de infinito que hay en el hombre (…) La fuerza de los revolucionarios no está en su ciencia, está en su fe, en su pasión, en su voluntad. Es una fuerza religiosa, mística, espiritual. Es la fuerza del Mito”.
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