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Parece que Huntington tenía razón

La invasión de Ucrania por parte de Rusia primero, y la guerra de Oriente Medio después, con el último episodio del bombardeo sin precedentes de Irán a Israel -que en el fondo son episodios de una confrontación entre Occidente y Oriente-, se ajustan a un mundo dominado por conflictos civilizatorios.

En este sentido, todo indica que el cientista político norteamericano Samuel Huntington, autor a principio de los ‘90 de “El choque de civilizaciones”, estaba en los cierto y su visión, al cabo, se impuso en los hechos.

Y esto frente al vaticinio de que el mundo había entrado al “fin de la historia”, con el triunfo de la democracia liberal, según la formulación del doctor en ciencias políticas Francis Fukuyama.

Estos dos académicos de Harvard protagonizaron una célebre polémica sobre lo que iba a pasar en el mundo tras la caída del Muro de Berlín (1989) y el fin del comunismo.

En efecto, la tesis de Huntington, aparecida en 1993 en un artículo, puede interpretarse como contraria a la predicción de Fukuyama en su obra “El fin de la historia y el último hombre”, fechada en 1992.

Mientras que este último sugirió que la caída del comunismo y el triunfo aparente del liberalismo democrático señalaban el fin de las grandes ideologías y el eventual triunfo de un orden mundial basado en dichos principios, Huntington argumentó que, en realidad, las divisiones culturales y religiosas seguirían siendo fuentes de conflictos importantes en el mundo post-Guerra Fría.

Mientras Fukuyama hablaba de un eventual consenso global en torno a los valores liberales democráticos, Huntington sugería en cambio que las diferencias culturales y religiosas podrían provocar conflictos más profundos y duraderos.

Sin embargo, el modelo de Huntington, especialmente después de la caída del comunismo, no fue popular en los ‘90. La idea que se puso de moda en realidad fue la de Fukuyama, según la cual todos los Estados convergerían en un único estándar institucional de democracia liberal capitalista y nunca más habría guerra entre ellos.

En 1993 Huntington predecía lo contrario. Creía que “la cultura y las identidades culturales, que en su nivel más amplio son identidades civilizacionales, están configurando las pautas de cohesión, desintegración y conflicto en el mundo de la posguerra fría”.

Huntington cuestionó 30 años atrás la presunción de que “la única alternativa al comunismo es la democracia liberal y de que la desaparición del primero provoca la universalidad de la segunda”.

“Sin embargo –decía-, resulta obvio que en el mundo actual hay muchas formas de autoritarismo, nacionalismo, corporativismo y comunismo de mercado (como en China) que están vivos y gozan de buena salud”.

Y añadía: “Y lo que es más importante, existen todas las alternativas religiosas que se encuentran al margen del mundo que se divisa desde el punto de vista de las ideologías laicas”.

Huntington aseguraba que “un imperio planetario es imposible”, pese a los esfuerzos por crear un Nuevo Orden Mundial tras la Guerra Fría. A tres décadas de ese evento, nos encontramos más bien con un mundo en llamas, en medio de una confrontación que algunos ya califican de Tercera Guerra Mundial.

“Es pura soberbia pensar que, porque el comunismo soviético se ha derrumbado, Occidente ha ganado el mundo para siempre, y que los musulmanes, chinos e indios, entre otros, van a apresurarse a abrazar el liberalismo occidental como la única alternativa”, profetizó.

© El Día de Gualeguaychú

 
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Publicado por en 10/05/2024 en Uncategorized

 

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El desafío democrático: gestionar el pluralismo

Aunque la polarización es un fenómeno global, podría decirse que la sociedad argentina, con su historia de intolerancia política, tiene su propia pulsión cainita (de Caín) de unos contra otros, lejos del ideal democrático del respeto a las diferencias.

En toda democracia hay diferencias de opiniones, orientaciones, disposiciones de los individuos que reflejan la existencia de sociedades diversas y plurales. Pero el problema es cuando la inevitable divergencia se troca en oposiciones irreductibles, que ponen en vilo la convivencia social.

De esta manera la democracia, en lugar de ser un espacio para la discusión, la deliberación y la competición de ideas, deviene en una confrontación amigo-enemigo, en la cual la política es la continuación de la guerra por otros medios.

Se sabe que en los últimos años ha aumentado el grado de “polarización” en las democracias occidentales. Se trata de fracturas sociales y políticas que en un punto vuelven inviable la gobernabilidad al interior de los países, deviniendo el fenómeno en uno de los más inquietantes del siglo XXI.

En este sentido, cabría postular como hipótesis política que a mayor polarización mayores son las dificultades para generar consensos entre grupos, en aras de la gobernabilidad del propio sistema.

En la Argentina el fenómeno tiene nombre propio: “grieta”. Y algunos analistas sugieren que refleja en realidad la existencia de “dos países” en uno, en tanto que otros aluden a un proceso psicosocial perturbador que fractura el tejido social, a nivel familiar, de amistades, y finalmente comunitario.

La mentalidad divisoria que predomina en la sociedad argentina, en realidad no es nueva y hay quienes creen que se remonta a los orígenes, es decir al tiempo en que intentó darse una organización política propia.

“La Argentina es una casa divida contra sí misma y lo ha sido al menos desde que Moreno se enfrentó a Saavedra”, es el balance que hace el historiador norteamericano Nicolas Shumway, en su ensayo “La invención de la Argentina”.

Según su tesis, la elite que se encargó de forjar la primera idea de la Argentina, durante el siglo XIX, fracasó en su intento de dotar al naciente país de una “ficción orientadora” común.

Estas ficciones de las naciones suelen ser creaciones artificiales como las ficciones literarias. Pero son necesarias para darles a los individuos de ese país un sentimiento de pertenencia, de identidad colectiva y un destino común nacional.

Pero resulta que la Argentina nunca se puso de acuerdo respecto de sus ficciones orientadoras. En su lugar creó una “mitología de la exclusión”, una receta para la división antes que un pluralismo de consenso.

El fracaso en la formación de un marco ideológico para la unión ayudó a producir lo que el escritor Ernesto Sábato ha llamado una “sociedad de opositores”, más interesada en humillar al otro que en desarrollar una nación viable y unida.

Por eso la Argentina contemporánea es un país que le ha dado carta de ciudadanía a los fanáticos, sujetos que adhieren a una creencia incondicional, incapaces de moverse en un escenario de opiniones divergentes.

El fanático se cree dueño de la verdad, rechaza la crítica y atribuye valor absoluto a sus ideas. La violencia acompaña su comportamiento, impulsado por el deseo de imponer su dogma por la fuerza.

A la vista de esta realidad, la cultura de la pluralidad sigue siendo el talón de Aquiles de Argentina, cuya democracia está infectada de intolerancia sectaria donde no se acepta la opinión diferente.

© El Día de Gualeguaychú

 
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Publicado por en 27/03/2023 en Uncategorized

 

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Qué hay detrás del asalto a las instituciones en Brasil

La toma de los principales edificios gubernamentales de Brasil por parte de “bolsonaristas” radicales es un coletazo inquietante de la profunda división política que existe en ese país.

En la tarde del domingo una marea de personas vestidas de amarillo y verde irrumpió y vandalizó las sedes del Congreso, del Supremo Tribunal Federal (STF) y del Palacio del Planalto (sede del gobierno), situados en la capital Brasilia.

La maniobra sin precedentes, que intentó subvertir el orden constitucional del país sudamericano, y que recuerda el ataque al Capitolio de Washington (Estados Unidos) hace dos años por simpatizantes del entonces presidente estadounidense Donald Trump, fue pronto desbaratada por las fuerzas de seguridad, las cuales arrestaron a 200 personas.

El presidente de Brasil, Luiz Inácio Lula da Silva, que ha recibido un respaldo unánime de la comunidad internacional, prometió castigar con dureza a quienes intervinieron en los asaltos, tras decretar la intervención federal de la capital de Brasil.

Lula calificó a los que estaban detrás del asalto al Congreso de “fascistas fanáticos” que representan “todo lo que es abominable” en la política. Y dijo que quien lo hizo será “encontrado y castigado”.

Después que sus seguidores más radicales protagonizaran los violentos episodios, el ex presidente derechista de Brasil, Jair Bolsonaro, condenó los “saqueos e invasiones de edificios públicos”.

Desde Kissimmee, el suburbio de Orlando en el que se halla de vacaciones, Bolsonaro declaró: “Las manifestaciones pacíficas y conformes a la ley forman parte de la democracia. Sin embargo, depredaciones e invasiones de edificios públicos como las ocurridas en el día de hoy, así como las practicadas por la izquierda en 2013 y 2017, escapan a la norma”.

Brasil está altamente polarizado, y en uno de sus polos anida un grupo que reniega de la alternancia democrática en el poder. Desde que Lula fue electo a fines de octubre, seguidores de Bolsonaro se opusieron a su retorno al poder.

Muchos de ellos sostienen que hubo fraude en las elecciones y el propio Bolsonaro ha evitado reconocer de forma explícita el triunfo de su adversario político y se recluyó en la residencia presidencial tras su derrota, aunque autorizó a su gobierno a realizar la transición.

“¿Cómo convivir con estos grupos muy radicalizados, incluso violentos, que no juegan de acuerdo a las reglas tradicionales de la democracia?”, se preguntó el politólogo Mauricio Santoro, profesor de Ciencia Política en la Universidad del Estado de Río de Janeiro.

Los incidentes en Brasil muestran el nivel inquietante de división política que hay en Brasil, una grieta que se replica por igual en toda América Latina, donde campean los populismos tanto de derecha como de izquierda.

El populismo, por su propia definición, reniega de la democracia liberal republicana, de la división de poderes, de la cultura de la alternancia política. Sin importar qué plataforma ideológica suscriba, de qué lado del extremo político se sitúe, el populismo invariablemente tiende a desprecia el Estado de Derecho y a desafiar el gobierno de las leyes.

Si el populismo es gobierno, dada su vocación hegemónica, pretende eliminar a los otros poderes del Estado (el Poder Judicial y el Congreso). Si es oposición tiende al levantamiento subversivo contra el poder legítimo.

© El Día de Gualeguaychú

 
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Publicado por en 16/01/2023 en Uncategorized

 

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La concordia y la teoría de las dos almas argentinas

La llamada “grieta” argentina sugiere que el país está dividido en dos mitades, cultural y sociológicamente incompatibles. ¿Hay dos almas que coexisten en un mismo territorio? ¿Es posible que haya concordia entre ellas?

El periodista y escritor argentino Jorge Fernández Díaz, en su nuevo libro “Una historia Argentina en tiempo real” vuelve a exponer su teoría de que existen dos Argentinas, como si dos países vivieran en un solo territorio.

“Hay dos almas, como diría Machado respecto de España”, explicó en una entrevista reciente. “Una cosmopolita, pro mercado, salir al mundo, respetar las instituciones; y otra que es vivir con lo nuestro, más Estado, más industria nacional”, describe.

En su opinión, el desafió de estas dos Argentinas es el de la convivencia, aunque hay razones para sospechar, dice Fernández Díaz, que en su forcejeo una pretenda primar sobre la otra, a través de un intento de extirpación.

“A mí me parece que esas dos Argentinas deben convivir. Ambas teorías son necesarias, no son excluyentes. A veces se necesita un poco más de vivir con lo nuestro y otras, más mercado. Y el sistema democrático es el que permitiría a las dos convivir”, postula Fernández Díaz, que es un reconocido columnista del diario ‘La Nación’.

Y el escritor amplía así su razonamiento: “Esas dos almas si conviven dentro de una democracia con coaliciones y partidos y de vez en cuando uno tira más para el mercado y otro tira más para el Estado pero los dos acuerdan en el medio, me parece positivo”.

Según Fernández Díaz, el problema es cuando no se quiere admitir la existencia de esta conformación cultural y sociológica dual, y en lugar de buscar la manera de que se pongan de acuerdo, se busca cavar esta grieta hasta volverla intolerable.

Es entonces, razona, “cuando hay una facción que encarna a un alma y no reconoce a la otra sino que la trata de antipatria y la quiere someter”.  En cuyo caso la discordia corre riesgo de instalarse como política de Estado.

Pero una Argentina endogámica, que sólo cree en el Estado, que postula la teoría de “vivir con lo nuestro” por un lado, y otra Argentina cosmopolista, integrada al mundo, que cree en el mercado capitalista, ¿pueden efectivamente articularse armónicamente?

Al respecto, el ensayista y escritor mexicano, Enrique Krauze, en la última edición de la revista ‘Letras Libres’, revaloriza el valor de la “concordia”, pensando en sociedades fracturadas como la mexicana actual.

Lo hace trayendo a colación textos de pensadores diversos. Aristóteles, por ejemplo, en “Ética a Nicómaco”, dice: “Cuando en un Estado cada uno de los partidos quiere el poder para sí solo, hay discordia”.

Continúa el filósofo griego: “No debe confundirse la concordia con la conformidad de opiniones porque esta puede existir hasta entre personas que mutuamente no se conocen”.

El historiador romano Salustio, en tanto, ha dicho que “la concordia hace crecer las pequeñas cosas, la discordia, arruina las grandes”.

Juan Luis Vives, humanista, filósofo y pedagogo del Reino de Valencia, en su escrito “Concordia y discordia en el linaje humano” (1529), advierte por su lado: “No se espere que haya concordia jamás mientras uno de los dos contendientes se saliere con la suya, postergando al otro”.

Y apunta el humanista renacentista: “Diríase que entre la concordia y la discordia hay la misma distancia que entre la vida y la muerte”.

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Publicado por en 04/07/2021 en Uncategorized

 

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La sociedad latinoamericana ante una fuerte polarización

Las experiencia electorales, en un contexto de fuerte crisis por la pandemia, se están alineando en los polos de izquierda y de derecha, en una disputa que retrotrae la política a la lógica de los ‘70 y ‘80.

Aunque cada país tiene su lógica propia, y a veces no es correcto extrapolar su vida política a otras fronteras, se observan no obstante fenómenos comunes y transversales, lo que se expresa en la conducta electoral.

Algunos observadores creen que en Latinoamérica se está perdiendo el centro político, en torno a propuestas intermedias, para alinearse en torno a dos polos: Bolsonaro o Maduro.

Es decir, oscila entre una derecha conservadora en lo moral y valórica, pero liberal en lo económico; y un populismo de izquierda que abandona las banderas de la socialdemocracia para retornar a un marxismo radical.

La última elección peruana, por caso, reflejaría esta huida a los extremos, a dos polos, singularmente muy presentes en la década de los ‘70 y ‘80, según los analistas.

Durante la década de los ’90 y en el inicio del siglo XXI, en gran parte del continente gobernó el centro, que mientras por un lado aceptaba las reglas de juego del capitalismo por otro no renegaba de la intervención estatal

El triunfo de Pedro Castillo, de Perú Libre, por escasísimo margen de votos, supondría un “giro a la izquierda” de carácter radical en un país envuelto en múltiples crisis por la pandemia.

Maestro rural que pertenece a un partido que se define como de izquierda marxista, Castillo propone cambiar la Constitución y crear una economía al estilo de la de Evo Morales en Bolivia o de Rafael Correa en Ecuador, en la línea ideológica de Caracas (Venezuela) y de La Habana (Cuba), usinas del experimento continental del Socialismo del Siglo XXI.

Enfrente tuvo como adversaria electoral a la derechista Keiko Fujimori, de Fuerza Popular, que apostaba por mantener el sistema de libre mercado, una propuesta a la que adhieren las clases medias y altas de Perú, sectores sociales concentrados geográficamente en Lima y regiones de la costa norte del país.

Según los analistas políticos, Castillo cosechó muchos votos entre los pobres marginados de zonas rurales de Perú, situados en la zona sur del país, donde se suele votar por candidatos “antisistema”.

Keiko Fujimori y Pedro Castillo son dos políticos que reflejan dos visiones radicalmente diferentes sobre el modelo económico y social de Perú. Se trataría de dos proyectos antagónicos que, con las diferencias idiosincráticas del caso, en realidad se están disputando el poder en toda Latinoamérica.

Esos modelos tienen políticas exteriores muy diferentes. Quienes proponen un modelo económico de mercado se alinean con Occidente, por ejemplo Estados Unidos y Europa, en tanto que los populismos de izquierda, que pregonan la estatización de la economía, se inclinan por China y Rusia.

Aquí la postura que se muestra hacia el régimen de Venezuela, hoy liderado por Nicolas Maduro, parece dividir las aguas en la política latinoamericana. La simpatía o antipatía por el modelo venezolano define claramente los modelos antagónicos en pugna en todo el continente

Para algunos analistas Latinoamérica ha regresado en el tiempo a los ‘70, y no descartan que, como ocurrió en el pasado, sea fuerte en el futuro la injerencia de potencias extranjeras como Estados Unidos y China, en una reedición de la Guerra Fría.

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Publicado por en 12/06/2021 en Uncategorized

 

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La división del trabajo, entre beneficios y abusos

La división del trabajo es milenaria. En las sociedades primitivas, aunque todos hacían lo mismo, había diferencias entre lo que hacían hombres y mujeres. Con el industrialismo, esta práctica se profundizó.

Unos 10.000 años atrás los seres humanos vivían en sociedades de cazadores y recolectores. Su vida era nómada, formaban grupos que no superaban las pocas decenas de individuos.

Se encontraban dispersos en amplios territorios donde practicaban la caza, la pesca y la recolección de hierbas, frutos y raíces. En términos generales, según reconocen los antropólogos, aquí la división del trabajo era mínima.

Se basaba en criterios biológicos: la edad y el sexo, fundamentalmente. Los hombres cazaban y las mujeres y los niños recolectaban, y posiblemente el que presentaba mayor habilidad con las manualidades, dedicaría más tiempo a la fabricación de armas o al tratamiento de las pieles.

En la vida sedentaria, cuando los humanos comenzaron a sembrar semillas y a domesticar animales, se descubrió la especialización. “Se produce más y de mejor calidad, si cada quien hace una sola cosa: la que le salga mejor”, y obtiene las demás por intercambio, refiere Platón.

El  inició de la producción de alimentos generó la acumulación de excedentes, el aumento demográfico y el surgimiento de la vida urbana. En ese contexto se produjo un aumento de la división del trabajo, que básicamente consiste en la partición de las diferentes tareas que conforman el proceso productivo de un bien o servicio, el cual se reparte entre un grupo determinado de personas.

El proceso tomó envión considerable con la Revolución Industrial, a fines del siglo XVIII, que se caracterizó  por el uso de una nueva fuente de energía –la máquina de vapor-, que se aplicó a los transportes y a la maquinaria industrial.

En esta etapa surgieron las fábricas, que emplearon gran cantidad de obreros asalariados y que aumentaron considerablemente su producción por el empleo de máquinas. De esta manera se produjo más, en menos tiempo, con menos esfuerzo y a un menor costo.

Por entonces, el inglés Adam Smith dedicó el primer capítulo de su tratado “La riqueza de las naciones” a la división del trabajo, como algo fundamental para la prosperidad.

Si trabajando solo, un artesano produce cuando mucho 20 alfileres de lujo al día, 10 obreros que se dividan el trabajo en operaciones distintas con máquinas especializadas pueden hacer 50.000 alfileres comunes y corrientes: 250 veces más por hombre. Lo cual permite bajar precios y aumentar sueldos.

Henry Ford tomó esta idea como bandera: transformar el automóvil en algo estándar  producido en serie y tan barato que sus propios obreros pudieran comprarlo.

La industrialización requirió de un amplio mercado mundial y favoreció la “división internacional del trabajo”: unos países se convirtieron en proveedores de productos industriales y otros, en productores de materias primas.

La idea de la división del trabajo podría resumirse en estos términos: se puede producir mucho más si se divide el trabajo y cada uno se especializa en lo que mejor sabe hacer.

Pero el sistema –como todas las cosas humanas- se presta a abusos. El enemigo del capitalismo Carlos Marx, consideró esta práctica como deshumanizante. Y Charles Chaplin, en su película “Tiempos Modernos”, ironizó contra ella, mostrando cómo los operarios, en una línea de montaje, se alienaban haciendo un trabajo monótono y repetitivo.

© El Día de Gualeguaychú

 
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Publicado por en 14/03/2021 en Uncategorized

 

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La hipótesis de una guerra civil en Estados Unidos

“Debemos poner fin a esta guerra incivil”, dijo Joe Biden al asumir como presidente de Estados Unidos, una frase que revela la profunda herida interna que sacude al país del norte.

En su primer discurso, así, el mandatario no ignoró el ambiente de polarización política, que se reflejó en los días previos a su asunción a través de un asalto violento al Capitolio por parte de seguidores del entonces presidente Donald Trump.

“Sé que hablar de unidad puede sonarle a algunos como una tonta fantasía estos días. Las fuerzas que nos dividen son profundas y reales, pero no son nuevas”, indicó Biden.

“Nuestra historia ha sido una pelea constante entre el ideal estadounidense de que todos fuimos creados iguales y la fea y dura realidad de que el racismo, el nacionalismo, el miedo y la demonización nos han separado desde hace tiempo. La batalla es perenne y la victoria no está garantizada”, advirtió.

El mandatario demócrata propuso cerrar heridas y dijo que ésa será su prioridad. “Debemos poner fin a esta guerra incivil que pone a rojos contra azules, el mundo rural contra el mundo urbano, conservadores contra progresistas”, exclamó.

“Podemos hacerlo si abrimos nuestras almas en lugar de endurecer nuestros corazones, si mostramos un poco de tolerancia y humildad y si estamos dispuestos a ponernos en el lugar del otro, como decía mi madre, al menos por un momento ponte en el lugar del otro, porque eso es lo que pasa con la vida, no se sabe lo que el destino tiene preparado para ti”, destacó.

A decir verdad, la política estadounidense refleja un clima de antagonismo de tal calibre en el último tiempo, que ha llevado a expertos y pensadores a plantear el riesgo de una guerra civil en Estados Unidos, como tuvo lugar a mediados del siglo XIX.

Por ejemplo cuando todavía gobernaba el republicano Trump, Noam Chomsky, representante de la izquierda intelectual estadounidense, advirtió sobre un “riesgo inminente” de guerra civil en Estados Unidos, en un contexto “de catástrofes ambientales, amenaza de una guerra nuclear, la pandemia y destrucción de la democracia”.

Desde una perspectiva menos ideológica, Thomas Friedman, reconocido analista del New York Times, ha dicho: “Nunca pensé que terminaría mi carrera cubriendo la segunda guerra civil en Estados Unidos”.

Friedman dice que ese conflicto que se avecina estará motivado por “la relación entre la nueva mayoría minoritaria y la próxima minoría blanca” y que “ello ocurrirá en 2045”.

La hipótesis de una guerra civil, en realidad, viene de antes. Se creyó posible en la década del ‘60, cuando se llegó al extremo del asesinato de máximos referentes como el presidente John F. Kennedy, el líder por los derechos civiles de la minoría afro Martin Luther King, o el senador Robert Kennedy, precandidato presidencial demócrata.

A ello se sumó la controversia por la guerra de Vietnam y el movimiento hippie en lo cultural. Algunos expertos señalan que el clima de radicalización política que se vive en la actualidad replica esa época.

Otros especulan que siglo y medio después de la Guerra Civil entre el sur esclavista (la Confederación) y el norte abolicionista (la Unión), los estadounidenses siguen divididos hoy por las causas y los efectos de ese conflicto épico que fue muy destructivo para el país.

Esa guerra intestina duró cuatro años, cobrando la vida de más de 600.000 soldados y de un número indeterminado de civiles. El sur fue derrotado y se proscribió la esclavitud.

© El Día de Gualeguaychú

 
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Publicado por en 22/01/2021 en Uncategorized

 

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Nelson Mandela o la redención de la política

Nelson Rolihlahla Mandela, que nació el 18 de Julio de 1918, se convirtió en símbolo de reconciliación de Sudáfrica, un país marcado por la segregación racial, dejando un legado ético universal para el mundo de la política.

El escritor peruano Mario Vargas Llosa, al hacer un perfil del líder sudafricano, destacó que en él se conjuga la figura del “estadista”, es decir en alguien que hace de la política algo noble y que trasciende la lógica cínica del poder.

“Mandela es el mejor ejemplo que tenemos -uno de los muy escasos en nuestros días- de que la política no es sólo ese quehacer sucio y mediocre que cree tanta gente, que sirve a los pillos para enriquecerse y a los vagos para sobrevivir sin hacer nada, sino una actividad que puede también mejorar la vida, reemplazar el fanatismo por la tolerancia, el odio por la solidaridad, la injusticia por la justicia, el egoísmo por el bien común, y que hay políticos, como el estadista sudafricano, que dejan su país, el mundo, mucho mejor de como lo encontraron”, escribió Vargas Llosa.

El significado ético de la figura de Mandela, su impacto a nivel mundial, hizo que la Asamblea General de las Naciones Unidas decretara que el 18 de julio sea el Día Internacional de Nelson Mandela, como ejemplo edificante para la humanidad.

Tanto su biógrafo, Anthony Sampson, como el periodista John Carlin, autor de “El factor humano”, coinciden en que la grandeza épica de Mandela remite a la metanoia o transformación que sufrió en la cárcel.

Mandela había sido condenado a prisión perpetua en 1964 por combatir contra el régimen del apartheid, una serie de medidas discriminatorias contra la población mayoritaria no blanca (es decir negra), que se vio segregada y encerrada en ciertas áreas asignadas, restringida a trabajar en empleos de segunda y con el acceso prohibido a la mayoría de oportunidades y privilegios políticos y económicos.

El líder de la lucha por la emancipación de la población nativa de Sudáfrica permaneció encarcelado durante 27 años, en una celda de cuatro metros por dos, en Robben Island.

Pero “el hombre que salió de allí –dice Sampson– era muy diferente del que entró”. Había sido condenado de por vida a trabajos forzados, pero asumió que su celda sería, en los hechos, el espacio desde donde definiría la estrategia de liberación de su pueblo.

La prisión, admitió Mandela, “fue una tremenda educación en la paciencia y la perseverancia. Ahí aprendí que la gente no odia, sino que aprende a odiar. También se le puede enseñar a amar y el amor llega más naturalmente al corazón humano que su contrario”.

De esta manera, liberado en 1990, el líder sudafricano se convirtió en prenda de unidad de su país. Sin renunciar a su compromiso por una Sudáfrica democrática y multirracial, su voluntad de reconciliarse con aquellos que más lo persiguieron, ayudó a que su país no sucumbiera en la guerra interracial.

“Sabía que el opresor debe ser liberado al igual que el oprimido. Un hombre que despoja a otro de su libertad es un prisionero del odio y está atrapado detrás de los barrotes de sus prejuicios, ambos han sido privados de su humanidad. Cuando salí de prisión sabía que esa era misión: liberar tanto a los oprimidos como a los opresores”.

Eso cuenta Mandela en su autobiografía “El largo camino hacia la libertad”. Y con esta plataforma moral, siendo electo presidente de Sudáfrica en 1994, puso en marcha el programa Verdad y Reconciliación, con el objeto de sanar a una nación dividida.

 

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Publicado por en 22/07/2020 en Uncategorized

 

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Sobre si es posible la unidad latinoamericana

América Latina está ocupando el centro de la atención mundial por la convulsión social que la sacude. ¿Pero este nombre remite a una geografía o a una unidad sociopolítica?

La locución, hoy generalizada y establecida, en su génesis no habría sido inocente, ya que fue así como Francia, a mitad del siglo XIX, nombró a esta región tras su invasión a México.

La “ideología de la latinidad”, así, pretendió legitimar los afanes expansionistas en la región por parte de esa potencia europea. La primera conclusión, por tanto, es que “América Latina” es un “constructo” colonialista.

Los “latinos” fueron los habitantes del Lacio, cuya capital fue Roma y su lengua el latín. Ellos dominaron, durante el Imperio Romano, los territorios europeos de donde emergieron las naciones que luego conquistarían América, como España, Portugal y Francia.

Se sigue de aquí que los nativos americanos, los llamados “pueblos originarios”, que fueron sometidos por los conquistadores europeos, lo único que tuvieron de latinos fueron sus amos.

Cabe consignar que antes de que la expresión América Latina se hiciera hegemónica, hubo otros nombres en danza para denominar a esta geografía, como Columba, Colombia, Columbiana, Colona, Colonea, Colónica, América española, Iberoamérica,  Hispanoamérica, Indoamérica, Amerindia, Euroindia, Mestizoamérica.

El diccionario de la Real Academia Española (RAE) indica que “Latinoamérica” es “el conjunto de los países de América colonizados por naciones latinas: España, Portugal o Francia”. 

Aunque, como una herencia del pasado, también admite que “iberoamericano” es el “natural de alguno de los países de América que antes formaron parte de los reinos de España y Portugal”.

El historiador y escritor chileno Miguel Rojas Mix, que escribió el libro “Los cien nombres de América”, afirma que la latinoamericana es una “sociedad indio-ibero-hispano-afro-asia-euroamericana”, es decir un híbrido sociológico en todo sentido.

La ideología latinoamericanista postula la existencia de una “Patria latinoamericana”, más allá de los Estados nacionales que integran el espacio geográfico, alegando que éste fue el sueño de los libertadores como Francisco Miranda, Simón Bolívar y José de San Martín.

Sin embargo, después de que España abandonara la región, lo que tuvo lugar fue la “desintegración” latinoamericana, de suerte que el “nacionalismo” terminó por prevalecer sobre el ideal integracionista continental.

En América del Sur, por caso, los nacionalismos alimentaron conflictos y litigios de todo tipo entre las ex colonias liberadas, devenidas en nuevos Estados, moldeando así la actual geografía política de la región.

Así, en 1825-1828 ocurrió la guerra entre Brasil y las provincias del Río de la Plata, de la cual emergió al final un Estado independiente, Uruguay. Hubo guerras entre la Gran Colombia y Perú, entre Ecuador y la Nueva Granada y también entre las Confederaciones Argentina (tiempos de Juan Manuel de Rosas) y Peruano-Boliviana.

Más acá en el tiempo tuvo lugar la Guerra de la Triple Alianza (1864-1870), en la cual Argentina, Uruguay y Brasil derrotaron a Paraguay.

Existió también la Guerra del Pacífico (1879-1884), un conflicto armado que enfrentó a Chile con Perú y Bolivia. En el siglo XX, en tanto, Perú y Ecuador protagonizaron un largo conflicto fronterizo, al igual que Chile y Argentina.

Más que un proceso de unidad regional, lo que se ha visto en estos 200 años, tras la emancipación americana, es que cada país inventa su nacionalismo para mantener controles exclusivos de sus territorios.

 

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Publicado por en 19/11/2019 en Uncategorized

 

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A treinta años de la caída del Muro de Berlín

Alemania y toda Europa celebran hoy el 30º aniversario de la caída del Muro de Berlín, un hecho que cambió el curso de la historia mundial.

A los regímenes políticos los instalan las sociedades y son ellas, luego, las que los declaran fenecidos. Al sistema comunista, del cual fue símbolo el Muro de Berlín, le pasó algo semejante.

El 9 de noviembre de 1989, en efecto, los berlineses del Este comenzaron a pasar sin restricciones hacia el otro lado por los controles del muro, símbolo material de un modelo social que, inspirado en Carlos Marx, sedujo a buena parte de la humanidad, bajo la promesa de construir una sociedad igualitaria donde los medios de producción fueran de propiedad colectiva.

El evento supuso el derrumbe de la Unión Soviética y del “socialismo real”, del bloque comunista, aquel que fue antagonista durante más de 70 años del capitalismo occidental.

Se sabe que la “Muralla de protección antifascista”, levantada por el gobierno comunista del lado Este de Berlín, en realidad fue un intento para evitar las fugas hacia el Oeste capitalista.

Días antes de que esa barrera se perforara, cientos de alemanes orientales pedían asilo diario en la embajada de la República Federal de Alemania en Budapest para luego pasar desde allí a Occidente.

Esta presión “popular” revela inequívocamente que tanto los alemanes como los soviéticos y todos los socialistas de la Europa Central sentían –para decirlo en palabras de Mijail Gorbachov- que “el modelo estaba moral y políticamente agotado”.

Es decir, la caída del Muro fue el símbolo de una mutación ideológica al interior del bloque comunista, equivalente a una pérdida de fe en sus posibilidades.

Se verificó así una abjuración social al conjunto de ideas y creencias asumidas entusiastamente en torno a las promesas mesiánicas de la Revolución Bolchevique de 1917.

Hoy mucha gente se asombra de la velocidad y la aparente facilidad con que ocurrieron los cambios tras la caída del Muro. El proceso duró apenas dos años, porque el 26 de diciembre de 1991, se declaró la desaparición formal de la Unión Soviética.

Pero en realidad no se ve que estos eventos venían madurando desde hacía tiempo en la mentalidad de la sociedad comunista, la cual ya no creía en el dogma que profesaban los burócratas soviéticos.

El lingüista e historiador búlgaro Tzvetan Todorov ha explicado como nadie la incidencia del factor ideológico que hubo detrás de este proceso.

En los regímenes comunistas de Europa del Este, sostuvo, “había una serie de protecciones del individuo que, en teoría, debían haberle permitido vivir sin sobresaltos”.

Pero con el tiempo todas estas protecciones estatales se fueron transformando en una especie de sistema de seguridad, similar a las prisiones. “Los presos no se preocupan por saber si tendrán algo para comer”, apunta Todorov.

Pero vivir en prisión –que es adonde conducen los totalitarismos- reduce al mínimo las posibilidades humanas. Al final –reflexionó el historiador- “la ausencia de desafíos individuales, sumado al derrumbe de las estructuras estatales en los últimos años del comunismo, provocó la sensación de agobio en la gente, que condujo, inevitablemente, a la caída del Muro de Berlín”.

La ceguera de los burócratas soviéticos, obsesionados por perpetuarse en el poder y cuyo afán se reducía al control social, les impidió ver los cambios que ocurrían en la sociedad, debajo de ellos.

El poder, finalmente, fue tan discrepante con el deseo de la población, con su forma de pensar, que de hecho debió acudir al terror para imponerse, y así se hizo odioso. De ahí que el régimen comunista haya “implosionado”.

 

© El Día de Gualeguaychú

 
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Publicado por en 13/11/2019 en Uncategorized

 

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