Pocas palabras tienen una resonancia tan significativa como “esperanza”, ya que el hombre es un ser que vive de expectativas. ¿Acaso vivimos en una época de “des-espero”?
El acto de esperar es una cualidad básicamente humana. Nada más humano, entonces, que esta actitud vital que surge cuando se presenta alcanzable lo que se desea.
“La esperanza es lo último que se pierde”, dice el conocido refrán. Mezcla de consejo y consuelo, se aplica a situaciones límites, cuando justamente se tiene la impresión de que el final no será el esperado.
Es decir, puede utilizarse para dar ánimo a aquellas personas que deben afrontar una coyuntura complicada, en la que las chances de alcanzar el objetivo aparecen como escasas.
Por otra parte, también se dice cuando los acontecimientos ya se han desarrollado lo suficiente como para notar que las posibilidades son remotas, es decir, cuando el margen para un final feliz o victorioso es mínimo.
“Desesperación” sería el concepto contrario a la esperanza. Una existencia “des-esperada” connota lo peor, el acabose, la pérdida de todo motivo para seguir viviendo.
“En las actuales condiciones muchos son arrastrados por la desesperanza”, en estos términos se suele describir la visión sombría de la realidad social.
En este sentido, se ha desarrollado en el último tiempo la “terapia de la esperanza”, un modelo psicoterapéutico para transitar los momentos oscuros.
Se trata de un enfoque que hunde sus raíces en la teoría cognitiva de la esperanza formulada por Charles Snyder y en un trabajo publicado por él mismo en 2002.
La psicóloga española Valeria Sabater explicó al respecto: “Vivir sin esperanza es quedar recluido en un rincón mental angustiante donde es muy fácil ser prisionero de la depresión. El ser humano no puede vivir sin esa luz interna que, a modo de faro, guía nuestras metas y los ánimos para poder levantarnos cada día. No nos debe extrañar, por tanto, que exista un modelo psicoterapéutico basado en esta dimensión”.
Sabater dijo que “infundir un sentido de esperanza resulta muy beneficioso para quien esté en plena batalla con una depresión y también para quienes estén en pleno duelo tras una ruptura afectiva, o bien, tras haber perdido a un ser querido”.
Cabe consignar que el concepto de esperanza ha sido tratado por filósofos y teólogos. Mientras para los antiguos griegos el término connotaba consuelo, para los cristianos es una virtud teologal, que consiste en confiar con certeza en las promesas del Reino de los Cielos y de la vida eterna.
La esperanza puede ser vista como una idea metafísica con consecuencias antropológicas. En ella va implícita una situación de incredulidad o de cierre del horizonte vital cuyo efecto puede ser la falta de deseo de vivir.
El religioso jesuita y paleontólogo francés Pierre Teilhard de Chardin llegó a escribir a propósito: “El mayor peligro que puede correr la humanidad no es una catástrofe que le venga de afuera, el hambre y la peste, sino más bien esa enfermedad espiritual, la más terrible pues es el azote más directamente humano, que es la pérdida del gusto de vivir”.
La idea de que lo que uno espera no se haga realidad afecta la estructura de lo humano y se diría que es discapacitante, al punto que tarde o temprano parece totalmente intolerable.
Desde un punto de vista sociológico, la falta de esperanza puede marcar la tónica de una sociedad, en un momento histórico determinado, conduciendo a la población a una suerte de amargura o encogimiento existencial.
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