Una cosa es querer saber la verdad en un diálogo franco con el otro, en el que cabe esperar que el punto de vista propio esté errado. Y muy otra es la actitud, tan generalizada, de querer tener siempre la razón.
El objetivo último del debate es avanzar hacia la correcta interpretación de la realidad. El debate es un apoyo al pensamiento, transforma ese ejercicio solitario que es pensar, en uno colectivo.
Pero el objetivo del debate es el mismo que el objetivo del pensamiento: avanzar en la búsqueda del conocimiento, de la verdad, de aquello que nos beneficia como seres humanos.
Sin embargo, un escollo suele conspirar contra este ejercicio legítimo de la confrontación como única manera de chequear la validez de los argumentos: la irresistible tendencia a triunfar en la discusión, al costo de la verdad misma.
La obsesión por salir vencedor de todo conflicto verbal es algo que domina en tiempos de redes sociales y plataformas varias, donde en lugar de existir un espíritu conversacional predomina el deseo de imponer unilateralmente la posición de cada quien.
Las redes sociales, en las que parece que todo el mundo está presente, son un espacio propicio para que aquellas personas en conflicto ideológico y de opinión no den su brazo a torcer o reconozcan que se equivocan.
Pero, ¿por qué queremos tener siempre la razón? Tener la razón a toda costa es simplemente un modo de hacer prevalecer el ego propio ante el ajeno y al parecer esto es parte de nuestra constitución filogenética. Los psicólogos dicen que de esta manera los individuos reafirman su identidad como sujetos.
La política también es un ámbito donde, como en la guerra, siempre pierde la verdad, a la que se sacrifica por conveniencia egoísta desde el punto de vista individual o de grupo. Aquí todo está tan contaminado por una mirada facciosa que la realidad queda escamoteada.
“No he hallado en derredor sino políticos, gentes a quienes no interesa ver el mundo tal como él es, dispuestos sólo a usar de las cosas como les conviene”, se quejaba José Ortega y Gasset en la España de principio de siglo XX, antes de que se desencadenara la guerra civil que asoló a ese país.
Pero la idea de prevalecer siempre es contraria al debate (y este es el ideal de la democracia), entendido como un proceso a través del cual se confrontan ideas divergentes.
Como parte de un esfuerzo colectivo, el debate es la clave para llegar a interpretar correctamente la realidad. Un buen debate incorpora como herramientas la razón y la ciencia y busca que ideas discordantes se confronten, esperando, por supuesto, que sobreviva la más robusta.
Marco Aurelio, emperador romano y filósofo, se refería en el siglo II d.C, en sus “Meditaciones”, a que en el camino que nos lleva a la verdad tenemos que estar abiertos a examinar nuestras preconcepciones y a revisar nuestras creencias.
“Si alguien puede refutarme y probar de modo concluyente que pienso o actúo incorrectamente, de buen grado cambiaré de proceder. Pues persigo la verdad, que no dañó nunca a nadie; en cambio, sí se daña el que persiste en su propio engaño e ignorancia”, reflexionaba el emperador, que comprendía el significado de sacrificar el ego para acceder a la realidad.
Por lo demás, pensar y debatir no son sino dos caras de la misma moneda, la moneda de la búsqueda del conocimiento. Ambos procesos se construyen en base a la oposición de visiones alternativas.
Querer tener razón siempre, por tanto, es una actitud que está en las antípodas del desarrollo del pensamiento.
© El Día de Gualeguaychú