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El desafío democrático: gestionar el pluralismo

Aunque la polarización es un fenómeno global, podría decirse que la sociedad argentina, con su historia de intolerancia política, tiene su propia pulsión cainita (de Caín) de unos contra otros, lejos del ideal democrático del respeto a las diferencias.

En toda democracia hay diferencias de opiniones, orientaciones, disposiciones de los individuos que reflejan la existencia de sociedades diversas y plurales. Pero el problema es cuando la inevitable divergencia se troca en oposiciones irreductibles, que ponen en vilo la convivencia social.

De esta manera la democracia, en lugar de ser un espacio para la discusión, la deliberación y la competición de ideas, deviene en una confrontación amigo-enemigo, en la cual la política es la continuación de la guerra por otros medios.

Se sabe que en los últimos años ha aumentado el grado de “polarización” en las democracias occidentales. Se trata de fracturas sociales y políticas que en un punto vuelven inviable la gobernabilidad al interior de los países, deviniendo el fenómeno en uno de los más inquietantes del siglo XXI.

En este sentido, cabría postular como hipótesis política que a mayor polarización mayores son las dificultades para generar consensos entre grupos, en aras de la gobernabilidad del propio sistema.

En la Argentina el fenómeno tiene nombre propio: “grieta”. Y algunos analistas sugieren que refleja en realidad la existencia de “dos países” en uno, en tanto que otros aluden a un proceso psicosocial perturbador que fractura el tejido social, a nivel familiar, de amistades, y finalmente comunitario.

La mentalidad divisoria que predomina en la sociedad argentina, en realidad no es nueva y hay quienes creen que se remonta a los orígenes, es decir al tiempo en que intentó darse una organización política propia.

“La Argentina es una casa divida contra sí misma y lo ha sido al menos desde que Moreno se enfrentó a Saavedra”, es el balance que hace el historiador norteamericano Nicolas Shumway, en su ensayo “La invención de la Argentina”.

Según su tesis, la elite que se encargó de forjar la primera idea de la Argentina, durante el siglo XIX, fracasó en su intento de dotar al naciente país de una “ficción orientadora” común.

Estas ficciones de las naciones suelen ser creaciones artificiales como las ficciones literarias. Pero son necesarias para darles a los individuos de ese país un sentimiento de pertenencia, de identidad colectiva y un destino común nacional.

Pero resulta que la Argentina nunca se puso de acuerdo respecto de sus ficciones orientadoras. En su lugar creó una “mitología de la exclusión”, una receta para la división antes que un pluralismo de consenso.

El fracaso en la formación de un marco ideológico para la unión ayudó a producir lo que el escritor Ernesto Sábato ha llamado una “sociedad de opositores”, más interesada en humillar al otro que en desarrollar una nación viable y unida.

Por eso la Argentina contemporánea es un país que le ha dado carta de ciudadanía a los fanáticos, sujetos que adhieren a una creencia incondicional, incapaces de moverse en un escenario de opiniones divergentes.

El fanático se cree dueño de la verdad, rechaza la crítica y atribuye valor absoluto a sus ideas. La violencia acompaña su comportamiento, impulsado por el deseo de imponer su dogma por la fuerza.

A la vista de esta realidad, la cultura de la pluralidad sigue siendo el talón de Aquiles de Argentina, cuya democracia está infectada de intolerancia sectaria donde no se acepta la opinión diferente.

© El Día de Gualeguaychú

 
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Publicado por en 27/03/2023 en Uncategorized

 

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