En los últimos años, se ha convertido en tónica el reclamar como derecho cualquier deseo, siguiendo la presión del discurso publicitario de que “deben” ser satisfechas las demandas del mercado.
¿Todos los deseos que un individuo puede imaginar son convertibles en derechos humanos? ¿Están al mismo nivel la satisfacción de la libertad que la de un viaje a un lugar exótico del planeta, la adquisición de un auto, o cualquier capricho que impone la moda?
Nuestra sociedad mercantilizada ha transformado la mayoría de nuestras necesidades y proyectos en productos y servicios que se pueden obtener en el mercado. La idea de fondo es que la felicidad solamente es sustentada en la cobertura de los deseos insatisfechos en este plano.
¿Acaso todos los deseos que un individuo puede imaginar o que el aparato del marketing puede incentivar, mediante una persistente estrategia de persuasión, son convertibles en derechos?
Siguiendo este razonamiento, que identifica deseos individuales con derechos, habrá que hacer coincidir entonces entre el catálogo de derechos humanos a todas las ofertas de las marcas que existen en la sociedad de consumo.
De suerte que, donde hay un deseo material, en un contexto incluso de opulencia, subyace un derecho. Eso significaría adicionalmente que, dado que sólo algunos privilegiados pueden acceder a la profusa y variopinta oferta mercantil, solo ellos pueden disfrutan de esos derechos.
Si es el consumidor de la actual sociedad mercantilizada la medida antropológica para catalogar la dignidad humana habrá que concluir que los derechos fundamentales pasan por adquirir desde los ingredientes de una pizza, pasando por la adquisición del vino de categoría, hasta cambiar de smartphone cada vez más rápido.
La pregunta que cabe es si es razonable subsumir la cuestión de los derechos básicos a un objeto de consumo o a la sacralización de los deseos más superficiales.
O, en otros términos, ¿tiene la democracia la misión de convertir los deseos humanos en derechos humanos? En efecto hay quienes piensan que los derechos nacen en los deseos, no en las necesidades, consideradas como urgencias más básicas.
Al respecto, existe un mundo de necesidades y carencias (subdesarrollado) y otro mundo de deseos, saturación, abundancia y hastío, propio de las sociedades opulentas.
En este sentido, se entiende que, de la necesidad de comer, algo elemental para la supervivencia de las personas, emerja un derecho que se ajusta al bienestar humano.
Pero si comer para vivir es un derecho básico, ¿lo es también beber un champagne o comer caviar en un restaurante de categoría?
Cabe postular, en este sentido, que es más sensato asumir que los derechos se generan o se originan en la condición existencial del ser humano como ser necesitado, desamparado, incompleto.
Los derechos vienen así a remediar esa condición innata, originaria, extensiva y universal desde el nacimiento como es la justicia, la paz, la igualdad, la libertad, la seguridad, la sanidad, la educación, la protección. Dimensiones consideradas irrenunciables.
Lo demás entra en la escala de lo deseable, opcional, diferenciable, prescindible, convencional y negociable. Y en una sociedad de consumo, donde se explotan artificialmente todos los deseos imaginables, las ofertas de mercado no deberían catalogarse como exigibles desde un plano ético, que es lo propio de la doctrina de los derechos humanos.
© El Día de Gualeguaychú