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El cine en casa, otra opción en la pandemia

Mientras que el coronavirus ha supuesto un duro golpe a la industria del cine y a la exhibición de películas en salas, no obstante ha hecho aumentar el consumo doméstico de piezas de ficción para lidiar con el confinamiento social.

Según los reportes de Hollywood la producción cinematográfica se ha desplomado desde que se decretó la crisis sanitaria y los estudios luchan para adaptarse a una realidad crítica que no tiene precedentes.

A las salas de cine no les ha ido mejor y algunos analistas prevén que el panorama de la distribución de filmes cambiará para siempre una vez que sea seguro que la gente vuelva al cine.

Mientras están confinados en sus hogares, los consumidores se han acostumbrado aún más a recibir películas en el hogar a través de distintas plataformas, y este hábito podría consolidarse mientras dure la pandemia y más allá de ella.

De hecho en el negocio del séptimo arte evalúan que el coronavirus podría tener consecuencias inesperadas en la exhibición de películas en las salas una vez que el fenómeno sanitario decline o desaparezca.

El cine en casa no es una novedad, pero sí lo es que en los últimos meses ha sido efectivo para evitar ataques de ansiedad, estrés y aburrimiento, convirtiéndose en una opción de entretenimiento en la situación de confinamiento social.

El cine y la lectura literaria se han convertido en este tiempo en una gran compañía, acaparando las propuestas culturales desde casa, en momentos en que se han cerrado eventos y espectáculos públicos.

Según los expertos, las películas son capaces de hacernos vivir situaciones que enriquecen nuestro estado de ánimo. Más allá de entretener, nos permiten descubrir nuevos mundos y viajar, sobre todo ahora que físicamente no podemos hacerlo.  

Viajar, descubrir, reconocernos en las historias ajenas es una forma de catarsis necesaria. Mucho más en estas circunstancias llenas de incertidumbre donde la ansiedad y el miedo son el pan de cada día. 

Las películas permiten vivir nuevas experiencias en un nivel intelectual y emocional, hacen reír, inspiran, permiten canalizar el sufrimiento, confrontar los miedos, ayudan a reflexionar y a reinventarse, según refieren los amantes del cine.

Entre los beneficios de este consumo, se menciona que actúa como un relajante, ya que favorece el descanso y evita la sensación de ansiedad, algo que se ha agudizado en estos tiempos.

Además, gracias al poder de sus historias fuera de lo común el cine permite a las personas ser más creativas, al impactar áreas relacionadas con la apreciación artística.

Se considera que durante el confinamiento ser creativo es necesario para evitar el aburrimiento y hacer las actividades diarias de otra manera. Ver a los personajes de ficción reaccionar de cierto modo permite compararnos y apreciar la vida desde otra perspectiva.

Por otro lado el cine es motivante, ya que ayuda a percibir las circunstancias relacionadas con el Covid-19 de un modo más optimista. Las ficciones podrían, en efecto, inspirar respuestas creativas ante las limitaciones de la vida en tiempos de encierro.

Por último, el cine siempre ha sido vía para ampliar la cultura general de las personas. Ver películas sobre historia o documentales permite mejorar nuestros conocimientos y aprender sobre la cultura de otras sociedades.

© El Día de Gualeguaychú

 
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Publicado por en 17/01/2021 en Uncategorized

 

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La palabra como una experiencia sanadora

Leer y escribir puede ser una liberación: una forma de exorcizar nuestros miedos o nuestra neurosis. Una forma de catarsis, en suma, que sublima o purifica nuestros conflictos emocionales.

James Pennebaker, profesor de Psicología en la Universidad de Texas (Estados Unidos), es uno de los más conocidos pioneros en el campo de la escritura terapéutica. Durante décadas se ha dedicado a investigar sus beneficios para las personas.

Utiliza, sobre todo, una técnica muy simple. Le pide a la gente que durante cuatro días consecutivos dedique unos 15 o 20 minutos a escribir sobre alguna situación en sus vidas.

Finalizada la experiencia muchos sienten los beneficios, afirma el científico. Estos pueden fluctuar desde mejorías en condiciones de salud a mejor desempeño académico.

“Los golpes emocionales tocan cada parte de nuestras vidas. No es simplemente perder un trabajo o divorciarse. Estas experiencias afectan todos los aspectos de quienes somos: nuestra situación financiera, nuestras relaciones con los demás, la visión sobre nosotros mismos. Escribir ayuda a enfocar y organizar las experiencias”, afirma el psicólogo en el perfil que publica en Internet la Universidad de Texas.

El diario íntimo de Anna Frank revela el valor sanador de la escritura. Esa niña judía dejó constancia allí de sus traumáticas experiencias en un escondrijo, mientras se ocultaba con su familia de los nazis durante la Segunda Guerra Mundial.

Ese escrito no sólo sirvió para comunicar al resto de la humanidad la atrocidad de un régimen demencial. Fue también la manera con que su autora pudo lidiar con el horror.

Además de narrar los eventos transcurridos, Anna escribió sobre sus sentimientos, creencias y ambiciones. De alguna manera, escribir en primera persona, alrededor del trauma que le tocaba vivir, le producía desahogo emocional.

En psicología a esta experiencia interior purificadora, por la cual se liberan ideas o emociones que producen angustias o están relegadas al inconsciente, se le llama “catarsis”.

Todos nosotros, sin necesidad de ceñirnos a normas o técnicas narrativas, ya sea escribiendo una carta, una frase en un blog, o una nota cualquiera no importa el soporte, podríamos experimentar un “algo” que nos dé bienestar.

La clave es que podamos expresar libremente nuestros pensamientos y emociones, sobre todo aquellos más ocultos y recurrentes. Sacarlos a la luz, hacerlos inteligibles a nuestra conciencia, de alguna manera nos alivia y cura.

“A través de la escritura, las personas atravesadas por situaciones de estrés logran mejorar su bienestar psicológico y físico”, asegura Mónica Bruder, doctora en Psicología.

“Cuando escribimos, liberamos lo que llevamos dentro –dice-. Hay un desbloqueo emocional intenso, en el que se comprometen el pensamiento, la emoción y la palabra escrita. Así, descubrimos lo inconsciente, revertimos miedos, descubrimos las causas de tantos dolores, sufrimientos y limitaciones”.

Hay evidencias fisiológicas de mejoría a través del acto de la escritura. Investigadores norteamericanos encontraron, por ejemplo, que los pacientes con asma que habían escrito sobre accidentes automovilísticos, abuso físico, divorcio o sexualidad habían logrado mejorar su función pulmonar.

Pero también la lectura en grupo y en voz alta tiene efecto terapéutico. Hay personas en Inglaterra que se reúnen en hospitales, cárceles, y centros de refugiados, con ese propósito.

 

© El Día de Gualeguaychú

 
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Publicado por en 19/10/2018 en Uncategorized

 

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Lo que se aprende en la escuela de la vida

Tendemos a sobrestimar el saber proporcionado por el sistema formal, con respaldo académico, como si lo que se aprendiera en la vida cotidiana, netamente experiencial, fuese intrascendente y banal.

Acaso como un prejuicio heredado del proyecto de la Ilustración, con su exaltación del pensamiento de raíz científica, y en un contexto de universalización de la educación estatal, creemos que el hombre superior es el escolarizado.

A la inversa, todo lo que queda fuera de las aulas institucionales y que constituye la esfera de la experiencia propia y vital, es visto en forma peyorativa, porque allí supuestamente habita el hombre vulgar.

Existe, efectivamente, una oposición entre el conocimiento escolar y el cotidiano, en donde el primero suele ser exaltado en desmedro del segundo, de suerte que sólo valdría la enseñanza impartida en los colegios.

Sin embargo, se pierde de vista que el aprendizaje humano trasciende el sistema escolar y de hecho tiene lugar antes de que nuestro primer maestro haya impartido su lección.

Por lo pronto, la pedagogía se activa en el hogar, teniendo nuestros padres un papel clave en nuestra la formación. Y por encima y antes del sistema formal los seres humanos adquieren conocimientos y valores a partir de su propia experiencia.

Y allí hay un aspecto que hace más valioso lo cotidiano frente a la escuela. En el ámbito donde se desenvuelve la vida real, con su interacción constante con personas, cosas y situaciones, se aprende directamente de la práctica.

En el mundo de la ciencia, en cambio, se imparte siempre un conocimiento basado en la experiencia ajena. Y en este sentido, no es casual que los pedagogos, preocupados por el desinterés de los alumnos por el sistema formal, indaguen sobre cómo conectarlo con la “vida”.

La “universidad de la calle” es una expresión metafórica que da cuenta de esta dicotomía. Para alguna gente se trata de un contrasentido. Porque está inclinada a ver la universidad como el ámbito más alto en la administración del conocimiento o de la enseñanza.

La calle, según esta visión, es un ámbito más ruin, peligroso, casi delincuencial, aunque a la vez fascinante, en que se desenvuelve nuestra existencia ciudadana.

Ahora bien, ¿por qué será que a veces nos asalta la duda respecto de que los egresados saben menos que los que nunca pasaron por las aulas universitarias? ¿Por qué razón, incluso, sospechamos que el sentido común está en la calle y no en la academia?

Fue Michel Montaigne, en el siglo XVI, quien nos advirtió sobre la inepcia de la cultura ilustrada. El célebre filósofo francés distinguía dos categorías de conocimiento: erudición y sabiduría.

Los colegios de su época, nos cuenta, sobresalían a la hora de impartir información, sobre la base de un modelo acumulativo (erudición).

Pero fracasaban por completo en lo referido a la aptitud de vincular los saberes y darles sentido, y a formar una actitud filosófica y ética general en orden a la prudencia, tan necesaria en la vida (sabiduría).

Es llamativo que hoy mismo en la patria de Montaigne funcione una “Escuela de la vida”, como alternativa al sistema formal. Emplazada en Paris, en ese espacio los participantes reflexionan en torno al “curriculum” de la vida.

Se plantean preguntas y piensan, así, acerca de los desafíos cotidianos: amor, sexo, enfermedad, hijos, dinero o ambición.

 

© El Día de Gualeguaychú

 
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Publicado por en 02/01/2015 en Uncategorized

 

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Cuando pesa más el deseo de los padres

Hay padres interesados en que sus descendientes alcancen el éxito en la vida. Entonces les imponen una agenda de ocupaciones que conspira contra los propios hijos y la familia.

Lecciones de música, gimnasia, equitación, clases particulares, teatro, artes marciales, computación, danza, fútbol, básquet. La lista de actividades extraescolares es frondosa.

La llamada “niñez urbana”, criada en ambientes de clase media y clase media alta, suele vivir atareada, en un mundo en el cual el juego espontáneo se extingue.

Es un fenómeno global, que afecta a un segmento sociocultural específico, según dice Alina Tugend, del diario The New York Times, autora del artículo “Chicos hiperocupados, familias agotadas”.

Allí se sostiene la tesis de que las experiencias que se creía que los niños necesitaban antes del secundario, ahora se han adelantado a antes de la primaria.

Al ofrecer tantas oportunidades, e inculcar tantas ocupaciones en sus hijos, los padres se sienten mejores, sin percatarse de la sobreexigencia que cae sobre aquellos.

Pero además algunos padres terminan no sólo gastando todos sus recursos financieros, sino también su propia energía emocional.

“Muchos padres están cansados por su propia extrema presión como padres –dice Bryan Caplan, profesor de economía de la Universidad George Mason-. Hacen tantos sacrificios y están tan estresados de tener que manejar de un lugar al otro, que explotan cuando sus hijos cambian la estación radial”.

Los  padres modernos, sometidos a un profundo vértigo laboral y tecnológico, están obsesionados porque sus hijos no pierdan el tren de la vida.

El fracaso social y laboral de estos últimos, en un mundo cada vez más inestable y competitivo, atormenta a esos progenitores, que están convencidos que la mejor herencia para sus hijos en una buena educación.

Sin embargo, los expertos aseguran que no hay evidencias de que este tipo de elecciones parentales se traduzcan en éxito académico. Y en cuanto a la felicidad de los jóvenes, el hecho de multiplicar actividades conlleva más bien un correlato negativo.

Probablemente haya padres que creen que sus hijos tienen un talento oculto, y entonces no se perdonarían a ellos mismos no haber hecho lo suficiente para potenciarlo, porque eso equivaldría a fallarles.

Los expertos aclaran que ciertamente existen buenas razones para ofrecerles a los chicos algunas experiencias estimulantes fuera del marco escolar, pero sin adherir a un formato de infancia controlada y sobreexigida.

El dato es la existencia de una pesada “agenda”, que por lo pronto ha convertido al juego libre y espontáneo en una especie en extinción. Pero lo más dramático, es el estrés que les provoca a los chicos este ritmo.

A la larga, la hiperexigencia y la escasez de tiempo libre les pasan factura a los niños, quienes empiezan a mostrar signos de agotamiento, de falta de atención y de dificultades en su relación con los demás.

Es el momento en que los padres y sus hijos pequeños terminan en el consultorio de especialistas (psicólogos o psicopedagogos), donde se ventila por lo general la excesiva demanda para cumplir con ciertos objetivos que tienen que ver con lo educativo.

Los especialistas coinciden, al respecto, en que la “agenda” de los chicos responde más al deseo de sus padres que al de ellos mismos. Los hijos muchas veces deben sobrellevar las exigentes expectativas de sus progenitores.

 

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Publicado por en 15/09/2014 en Uncategorized

 

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Responder por los propios actos

“Eso a mí no me toca”, suele ser la expresión más común que denuncia, en los distintos ámbitos de la vida, la huida a asumir las consecuencias de nuestros actos.

El clima general de época, y una cultura nacional cuyo rasgo central consiste en echar la culpa a los otros, han logrado incapacitarnos para aceptar las cargas de las propias acciones.

El diccionario define la responsabilidad como “el carácter de aquel que puede ser llamado a responder por las consecuencias de sus actos”. Ser responsable, en suma, es asumir los efectos penosos de un acto libre.

Lo cual implica, según los casos, una serie de sanciones morales y materiales que van desde el puro y simple arrepentimiento hasta la reparación de los daños y la condena penal.

La huida generalizada de la responsabilidad no sólo responde a una inclinación humana a apartarse de situaciones incómodas, sino a condiciones culturales inherentes a grupos humanos.

Un país que tropieza con la misma piedra, como el caso de Argentina, sugiere la existencia de una sociedad que no aprende de la experiencia. Pero eso es algo difícil de lograr si no se reconoce la propia responsabilidad en los fracasos.

No se puede crecer si no se aprende, y no se aprende si no se es consciente de la propia ignorancia y las limitaciones, lo cual supone enfrentar con realismo la conducta de uno mismo.

Cuando ocurren las crisis económica, en lugar de preguntar sobre el papel que le cupo a la propia estrategia, o de averiguar qué cosas se hicieron mal para enmendarlas, se suele activar el mecanismo de echarle la culpa a factores exógenos.

Los antropólogos y psicólogos llaman la atención sobre la tentación que pesa sobre individuos y sociedades de transferir la culpa en algo o en alguien, lo cual puede convertirse en una verdadera patología.

Pasar la culpa a otras espaldas, descargar en otros sujetos o circunstancias los males que estropean la vida, convirtiéndolos en “chivos emisarios”, implica un alivio psicológico en personas o grupos proclives al autoengaño, siempre prontos a disociar sus acciones –u omisiones- de sus consecuencias.

Hay razones para creer que la sociedad argentina es propensa a metabolizar sus fracasos y frustraciones mediante la construcción de enemigos, que se convierten en receptáculos de la agresión desplazada.

El líder del Partido Comunista Italiano, Antonio Gramsci, en un opúsculo publicado en febrero de 1917, dirigido contra los “indiferentes”, sostiene que nada en la historia ocurre por fatalidad, sino porque así lo han decidido los hombres.

En la cadena social, afirma, “nada de lo que sucede se debe al azar, a la fatalidad, sino a la obra inteligente de los ciudadanos”.

En este sentido afirma que las sociedades no pueden desentenderse de la marcha de las cosas, pese “a su lloriqueo de eternos inocentes”. La mayoría, cuando los acontecimientos son adversos, desahoga su desilusión vituperando a los demás.

Es la actitud, dice Gramsci, de aquel que “querría escaparse de las consecuencias, querría dejar claro que él no quería, que él no es responsable”.

Y añade: “Algunos lloriquean compasivamente, otros maldicen obscenamente, pero nadie o muy pocos se preguntan: si yo hubiera cumplido con mi deber, si hubiera tratado de hacer valer mi voluntad, mis ideas ¿habría ocurrido lo que pasó?”.

En suma, la ruptura entre nuestras acciones –o nuestras omisiones-, y sus consecuencias, es mortal para el sentido de la responsabilidad. Una sociedad que se muestra insensible a esta cuestión nunca podrá resolver sus problemas.

 

© El Día de Gualeguaychú

 
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Publicado por en 28/08/2014 en Uncategorized

 

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