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Por qué cuesta tanto pedir disculpas a los demás

Los seres humanos nos resistimos a asumir la plena responsabilidad de las consecuencias de los actos y proceder, por tanto, a disculparnos ante los demás. Y esto pese a que somos seres falibles que nos equivocamos todo el tiempo.

Cualquier cosa menos aceptar que hemos dañado a una persona o hemos sido culpables de cosas que no deberían haber ocurrido. Es preferible excusarse o inventar algún artilugio racional, y llegado el caso, culpar a otro.

En lugar de decir “lo siento”, los humanos somos expertos en dar explicaciones de lo ocurrido, por ejemplo, intentando que la persona ofendida entienda los motivos por los que se actuó de una determinada manera.

Llegamos a restarle importancia a lo sucedido, bromear con ello, poner justificativos, evitar hablar del tema o hacer como que no ha pasado nada. Todo sirve, así, para disimular nuestra culpabilidad.

¿Es que acaso el miedo, la vergüenza o el orgullo nos terminan bloqueando? ¿Tenemos baja tolerancia al error porque muchos lo interpretan como un sinónimo de escasa valía personal? ¿Sentimos que nos rebajamos delante de otros si aceptamos que metimos la pata?

Quienes han investigado los mecanismos psicológicos detrás de la imposibilidad de aceptar los fallos sostienen que, en nuestra mente, consciente o inconscientemente, ocurre este razonamiento: “si pido perdón es que me he equivocado, y si me he equivocado es porque he cometido un error, y si cometo un error es que soy imperfecto”.

Afrontar la tarea de pedir perdón o disculpas es, como se ve, un proceso complicado. Porque podemos pensar que al hacerlo estaríamos reconociendo no solamente nuestro fallo sino también mostrando debilidad.

Suponemos, así, que la imagen de uno mismo va a ser cuestionada, y ello equivale a una pérdida de autoestima, una valoración negativa de nosotros mismos.

Además, aceptar que uno se ha equivocado puede sentirse como una pérdida de poder o estatus. Sería como un humillante “agachar la cabeza”, de suerte que nuestro orgullo quedaría afectado sensiblemente, sobre todo si se tiene una imagen sobrevalorada de uno mismo.

Otro motivo tiene que ver con el miedo a que se nos pida una compensación costosa por nuestra falta. Si hay una persona herida por nuestra acción, por caso, solicitará seguramente alguna reparación.

En el fondo de todo, aceptar los errores y el acto de pedir disculpas son gestos que van contra el yo egocéntrico, que hace que vivamos centrados en nuestros propios intereses, lo cual impide que nos veamos como personas falibles e imperfectas.

La moral y las religiones han advertido sobre este defecto humano estructural y por eso han predicado, en mayor y menor medida, el arrepentimiento.

En la teología judeocristiana arrepentirse es reconocer, confesar y renunciar al “pecado” (falta). En la Biblia se sugiere la idea de un cambio de mente, un cambio de actitud, un cambio de rumbo y estilo de vida

En términos generales, el arrepentimiento es el pesar que una persona siente por algo que ha hecho, dicho o dejado de hacer. Quien se arrepiente cambia de opinión o deja de ser consecuente con un determinado compromiso.

Y en este sentido, pedir perdón es un acto que viene motivado por la culpa y el arrepentimiento, surge de la aceptación de que algo se ha hecho mal y se quiere de algún modo enmendar.

Es una acción “curativa” hacia uno mismo y hacia la otra persona, que requiere de coraje, humildad y entereza.

© El Día de Gualeguaychú

 
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Publicado por en 03/07/2023 en Uncategorized

 

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El karma o la idea de que todo vuelve

¿Ha tenido alguna vez la sensación de que la vida, finalmente, paga con la misma moneda? En Asia se ha acuñado el concepto de karma, una energía que envuelve toda la realidad, y que se comporta como una suerte de mecanismo de justicia cósmica.

Esta idea ha llegado a ser tan popular que ha traspasado fronteras y hoy en día es conocida también en las sociedades occidentales. Es el modo en que varias religiones y filosofías orientales conciben la retribución.

La satisfacción del sentimiento de exigencia de retribución está en la base de todos los sistemas éticos y religiosos, a la vez que define la esencia de toda relación conceptuada como justa.

La idea de justicia, no importa su índole, está en la conciencia de la humanidad toda. Tal buen hijo, tal magistrado malvado, tal mercader honrado, tal esposa indigna, etc., serán recompensados o castigados en esta vida o en el más allá, en función de su comportamiento.

Los dioses prometen salvación, redención, recompensa eterna, para aquellos creyentes que, a cambio, le rindan culto y ajusten su vida a los mandamientos emanados de la divinidad.

Según el cristianismo, tras la muerte aguarda un juicio divino particular en que corresponde la recompensa o el castigo por los actos realizados por la persona en vida.

La figura del juicio aparece también en el politeísmo egipcio antiguo, algo que se echa de ver en el “Libro de los muertos”. En el paganismo grecorromano, los buenos marchaban a los Campos Elíseos, y los malos, al Tártaro.

En el hinduismo y en el budismo la idea de retribución se asocia al karma, una energía que lo envuelve todo y que hace que las acciones morales que se realizan tengan un retorno del mismo estilo hacia la persona que las ha hecho. Es decir, es una especie de mecanismo de compensación metafísico.

Por ejemplo, si alguien hace daño a otro, el karma se encargará de hacer que las consecuencias de esta acción recaigan sobre el primero y esto en una proporción similar al mal que ha hecho.

Así, aquellos que sistemáticamente odian, envidian, desean el mal ajeno y ejecutan venganzas, están creando un campo energético totalmente negativo que se vuelve contra ellos mismos.

En sentido inverso, una acción positiva, tiene un retorno positivo. “Cada uno recoge lo que siembra”, es un dicho que se atribuye a Buda, confirmando la idea básica de que las acciones morales que se realizan tienen un retorno del mismo tipo hacia quien las ha hecho.

Hay que mencionar que la existencia de esta suerte de “justicia divina” no implica, necesariamente, la existencia de ningún dios. En las religiones orientales, todas ellas panteístas, el karma es un mecanismo cósmico de compensación natural.

De algún modo la idea del karma introduce el valor de la justicia en el funcionamiento del mundo, como algo inmanente al cosmos, mientras en el judeo-cristianismo quien administra la retribución es un Dios trascendente al mundo.

El karma es una ley de causalidad cósmica, que postula que cada acción tiene otra igual o equivalente. Podría ser formulado en estos términos: “todo lo que haces, vuelve”.

Al postular que todo vuelve, que nuestras acciones tienen consecuencias sobre nuestra existencia, de suerte que regresan a la vida de cada quien, y en ocasiones multiplicadas, el karma se define como un reflejo de nuestras acciones, aunque en el fondo es el modo en que el Universo practica justicia (o venganza).

© El Día de Gualeguaychú

 
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Publicado por en 01/05/2023 en Uncategorized

 

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Tolerancia, la virtud del respeto a la opinión ajena

Hoy (16 de noviembre) se celebra el Día Internacional para la Tolerancia, un valor cívico que es piedra de toque de las sociedades abiertas y multiculturales, y que está siempre amenazada por los fanatismos.

La tolerancia implica el reconocimiento del otro como un semejante, como un ser digno de respeto, cuyas creencias, culturas y opiniones se aceptan como parte de la diversidad humana.

Se trata de un valor que ha trasmitido la tradición liberal a la humanidad, tras las experiencias religiosas totalitarias de la Edad Media, con su persecución a herejes, infieles o heterodoxos.

Virtud por excelencia de la Ilustración, sus filósofos la pregonaron contra los fanatismos, como es el caso del francés François-Marie Arouet, más conocido como Voltaire, para quien la tolerancia se basa en aceptar la idea ajena, aunque ésta suena delirante.

“No estoy de acuerdo con lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo”, sostuvo Voltaire, en una frase célebre que hizo historia y que empalma con la tradición liberal.

Los tratadistas morales sostienen que la tolerancia es una virtud paradójica. ¿Acaso esta noción sugiere que no hay que intervenir ante algo aberrante? ¿Es bueno acaso dejar que pasen cosas malas, y cuanto peores sean, mejor?

La tolerancia parece un tanto desconcertante porque promovería una actitud de indiferencia o indolencia ante lo malo o erróneo, predicando así una ética de la abstención ante el mal.

¿Cómo puede ser moralmente bueno permitir que ocurra algo malo? Si se puede impedir algo que en principio es dañino para la sociedad, ¿no se lo debería denunciar?

Al respecto, autores como Voltaire y John Stuart Mill contestan que las cosas que deberíamos tolerar nunca son erróneas en sentido absoluto. Nadie puede sugerir que deberíamos tolerar, por ejemplo, el asesinato, ya que todo el mundo está de acuerdo en que es malo.

Además, aunque se admite que la gente debería poder hacer y pensar lo que quiera, esto es así siempre y cuando sus actos y sus creencias no perjudiquen a nadie. De ahí que no existe la posibilidad de mostrar tolerancia con aquellos que no la aceptan.

La idea liberal de la tolerancia defiende la libertad de las personas de tener cualquier clase de creencia, incluidas las religiosas, siempre que no perjudiquen o hagan daño a los demás

Voltaire sostenía que la tolerancia es una consecuencia de la naturaleza humana. “Debemos tolerarnos mutuamente, porque todos somos débiles, incoherentes, sujetos a la mutabilidad y al error”, razonaba.

“¿Acaso un junco tendido en el suelo por el viento debe decirle a otro junco caído en la dirección opuesta ‘Arrástrate como yo, indigno, o pediré que te arranquen de raíz y que te quemen’?”, se preguntó

Para Mill la tolerancia se justifica en la diversidad humana, que él considera inherentemente valiosa. Luego está el respeto por la autonomía humana, la capacidad que permite a los individuos tomar sus propias decisiones en la vida.

Al respecto escribió: “El propio modo de arreglar su existencia (de una persona) es el mejor, no porque sea el mejor en sí, sino por ser el suyo. Los seres humanos no son como las ovejas; y ni siquiera las ovejas son tan semejantes como para que no se las pueda distinguir entre sí”.

Lo que distingue a una sociedad democrática es su carácter pluralista. Esto  implica la libertad, para todos, de exponer y defender sus convicciones, pero respetando las ajenas. Para lo cual se necesita cultivar la tolerancia.

© El Día de Gualeguaychú

 
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Publicado por en 26/11/2020 en Uncategorized

 

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La doctrina del justo medio entre dos vicios

Según el filósofo Aristóteles (siglo IV a.C.), la virtud humana reside en el “justo término medio” entre dos actitudes extremas, a las cuales denomina “vicios” y ahí radica, según el pensador griego, la vida feliz.

El filósofo oriundo de Estagira concluyó que la clave de la sabiduría, en esta vida, pasa por esa equidistancia entre el exceso y la carencia. Una doctrina típicamente griega, toda vez que exalta la armonía y el equilibrio en todos los ámbitos de la conducta humana.

El “justo medio” es la filosofía de la moderación y de la sobriedad, la permanente búsqueda del equilibrio para lograr el bienestar individual y colectivo. Es la ética que se desprende, según Aristóteles, de ese “animal racional” que es el hombre.

En efecto, para él todos los actos humanos deben estar sometidos a la razón, que es la cualidad humana específica. Es esa racionalidad la que aconseja al hombre optar entre dos vicios, y permanecer donde está la virtud y, por ende, la felicidad.

Así, la fortaleza es el justo medio entre la temeridad y la cobardía, la generosidad lo es entre la avaricia y el dispendio, la templanza es la virtud entre dos vicios: el libertinaje y la insensibilidad.

En cuanto a la ira, Aristóteles afirma que es tan malo el enojo que puede degenerar en locura furiosa, como la debilidad de carácter, que puede conducir a la impasibilidad ante las ofensas.

Al respecto, dice que la clave pasa por saber usar la ira cuando es el momento adecuado y en la medida apropiada, ni con exageración ni siendo timorato.

“Hemos estudiado, pues, la naturaleza de la virtud, y hemos visto que es una especie de medio en las pasiones del alma. Y así el hombre que quiera adquirir mediante su moralidad una verdadera consideración, debe buscar con cuidado el medio en cada una de las pasiones”, escribe el filósofo.

Según él, “es una obra grande en el hombre el ser virtuoso y bueno; porque en todas las situaciones es difícil encontrar este medio”.

“Por ejemplo –dice-, si es fácil a cualquiera trazar un círculo, es muy difícil encontrar el verdadero centro de este círculo, una vez trazado. Esta comparación se aplica igualmente a los sentimientos morales”.

Y añade: “Tan fácil es encolerizarse constantemente como permanecer en un estado contrario a este; pero mantenerse en un medio conveniente es cosa muy difícil. Por punto general se ve en todas las pasiones indistintamente, que es fácil girar en torno del medio, pero que es difícil encontrar el que verdaderamente merece alabanza, y por esta razón es tan rara la virtud”.

El justo medio es un principio de vida que se aplica a todos los asuntos humanos. De su aplicación a la vida política nacen las posiciones moderadas o centristas, regidas por la virtud de la prudencia.

Para los modernos seguidores de esta filosofía, la política virtuosa busca el justo medio de las cosas, rechazando las posturas radicales o extremistas, siempre nocivas.

Así como el justo medio se postula como la sensatez y el realismo en el plano político, desde el punto de vista económico alienta la equidad en la distribución del ingreso, al tiempo que predica la moderación en el consumo o en el trabajo, y el cuidado de la salud y del dinero.

En cuanto al mundo laboral, esta doctrina sugiere que así como trabajar mucho es alienante y produce estrés, en el otro extremo la ociosidad, la pérdida de interés laboral, el “cansarse de no hacer nada”, tampoco es bueno.

 

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Publicado por en 11/08/2019 en Uncategorized

 

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Responder por los propios actos

“Eso a mí no me toca”, suele ser la expresión más común que denuncia, en los distintos ámbitos de la vida, la huida a asumir las consecuencias de nuestros actos.

El clima general de época, y una cultura nacional cuyo rasgo central consiste en echar la culpa a los otros, han logrado incapacitarnos para aceptar las cargas de las propias acciones.

El diccionario define la responsabilidad como “el carácter de aquel que puede ser llamado a responder por las consecuencias de sus actos”. Ser responsable, en suma, es asumir los efectos penosos de un acto libre.

Lo cual implica, según los casos, una serie de sanciones morales y materiales que van desde el puro y simple arrepentimiento hasta la reparación de los daños y la condena penal.

La huida generalizada de la responsabilidad no sólo responde a una inclinación humana a apartarse de situaciones incómodas, sino a condiciones culturales inherentes a grupos humanos.

Un país que tropieza con la misma piedra, como el caso de Argentina, sugiere la existencia de una sociedad que no aprende de la experiencia. Pero eso es algo difícil de lograr si no se reconoce la propia responsabilidad en los fracasos.

No se puede crecer si no se aprende, y no se aprende si no se es consciente de la propia ignorancia y las limitaciones, lo cual supone enfrentar con realismo la conducta de uno mismo.

Cuando ocurren las crisis económica, en lugar de preguntar sobre el papel que le cupo a la propia estrategia, o de averiguar qué cosas se hicieron mal para enmendarlas, se suele activar el mecanismo de echarle la culpa a factores exógenos.

Los antropólogos y psicólogos llaman la atención sobre la tentación que pesa sobre individuos y sociedades de transferir la culpa en algo o en alguien, lo cual puede convertirse en una verdadera patología.

Pasar la culpa a otras espaldas, descargar en otros sujetos o circunstancias los males que estropean la vida, convirtiéndolos en “chivos emisarios”, implica un alivio psicológico en personas o grupos proclives al autoengaño, siempre prontos a disociar sus acciones –u omisiones- de sus consecuencias.

Hay razones para creer que la sociedad argentina es propensa a metabolizar sus fracasos y frustraciones mediante la construcción de enemigos, que se convierten en receptáculos de la agresión desplazada.

El líder del Partido Comunista Italiano, Antonio Gramsci, en un opúsculo publicado en febrero de 1917, dirigido contra los “indiferentes”, sostiene que nada en la historia ocurre por fatalidad, sino porque así lo han decidido los hombres.

En la cadena social, afirma, “nada de lo que sucede se debe al azar, a la fatalidad, sino a la obra inteligente de los ciudadanos”.

En este sentido afirma que las sociedades no pueden desentenderse de la marcha de las cosas, pese “a su lloriqueo de eternos inocentes”. La mayoría, cuando los acontecimientos son adversos, desahoga su desilusión vituperando a los demás.

Es la actitud, dice Gramsci, de aquel que “querría escaparse de las consecuencias, querría dejar claro que él no quería, que él no es responsable”.

Y añade: “Algunos lloriquean compasivamente, otros maldicen obscenamente, pero nadie o muy pocos se preguntan: si yo hubiera cumplido con mi deber, si hubiera tratado de hacer valer mi voluntad, mis ideas ¿habría ocurrido lo que pasó?”.

En suma, la ruptura entre nuestras acciones –o nuestras omisiones-, y sus consecuencias, es mortal para el sentido de la responsabilidad. Una sociedad que se muestra insensible a esta cuestión nunca podrá resolver sus problemas.

 

© El Día de Gualeguaychú

 
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Publicado por en 28/08/2014 en Uncategorized

 

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