Incapaz de gestionar el sufrimiento, el hombre contemporáneo es un sujeto emocionalmente vulnerable, que necesita de un experto para lidiar con los problemas cotidianos.
Un simple fracaso, decepción o rechazo constituirían detonantes de baja autoestima, una enfermedad invisible que menoscaba la capacidad de las personas para tomar las riendas de su vida.
Así, la terapia psicológica se ha introducido en multitud de ámbitos que la gente resolvía antaño por sí misma o con la ayuda de familiares y allegados
Frank Furedi, profesor emérito de Sociología en la University of Kent (Inglaterra), advierte sobre la aparición de una “cultura terapéutica” en donde las personas exponencialmente entienden y viven sus vidas a través del discurso terapéutico experto.
En su libro “Therapy Culture” (2004) escribe: “La cultura moderna ha convertido en patologías lo que antiguamente no eran más que respuestas emocionales desagradables ante las presiones de la vida. Ha impulsado a los individuos a sentirse traumatizados y deprimidos por experiencias que hasta ahora se consideraban rutinarias”.
En el pasado, se recurría a figuras con experiencias vital, como los padres o los abuelos, o -llegado el caso- a los amigos, para resolver los dilemas que planteaba la vida.
Ahora esta ayuda emocional espontánea ha sido tercerizada mediante la contratación de expertos y burócratas que, con credenciales impartidas por la academia, se ofrecen para aconsejar sobre traumas individuales y problemas vinculados a relaciones familiares, de pareja, de amistad.
El advenimiento de la sociedad terapéutica comenzó en los años ‘60 del siglo XX y se consolidó en los ‘80. El sociólogo norteamericano Christopher Lasch fue uno de los primeros en percibir esta tendencia.
En su obra “La cultura del narcisismo” (1979) apuntó: “Atormentado por la ansiedad, la depresión, una confusa insatisfacción y una sensación de vacío interior, el ‘homo psicologicus’ actual no busca el engrandecimiento individual ni la trascendencia espiritual, sino la paz interior. Se dirige a los terapeutas para alcanzar el equivalente moderno de la salvación: la ‘salud mental’. Así, la terapia se ha convertido en la sucesora de la religión”.
Estos autores no cuestionan el uso beneficioso de la terapia para el tratamiento de enfermedades mentales y casos patológicos, sino el abuso de esta práctica para amplios segmentos de la población, y la creencia extendida según la cual cualquier conducta inconveniente es una patología.
Esta cultura terapéutica ha vuelto al sujeto emocionalmente más débil e inerme para afrontar la vida, sobre todo ante la experiencia del dolor y la frustración. Al respecto ha devenido en una profecía que se cumple a sí misma: los individuos pierden fortaleza, resiliencia, se vuelven mucho más vulnerables ante acontecimientos adversos.
Si todo es una enfermedad, un síndrome o un trauma, el otro efecto de esta cultura es que ha desplazado la responsabilidad individual. Ya no hay culpables sino enfermos; ya no hay responsables sino individuos con personalidad adictiva.
La filósofa política Vanessa Pupavac habla de una nueva fórmula de disciplinamiento social. En su libro “La gestión terapéutica” (2001) afirma que “en la vida pública se generaliza la ‘política del sentimiento’; en la educación, la autoestima desplaza a la formación intelectual; en la familia se profesionalizan las relaciones y la crianza de los hijos. Este paradigma ha redibujado la relación política entre ciudadano y Estado”.
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