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En tiempos de estridencias, el silencio es una bendición

“Hay un tiempo para callar y un tiempo para hablar”, se lee en el Eclesiastés, sugiriendo que tan importante como las palabras son los silencios. Aunque vivimos tiempos donde reina el palabrerío y el ruido.

El clima civilizatorio hace cada vez más difícil el acceso al silencio, devenido en una rareza. El filósofo danés Soren Kierkegaard creía que saber callar era el camino de la sabiduría.

“Sólo una persona que sabe cómo permanecer esencialmente en silencio sabe hablar, y actuar, esencialmente. El silencio es la esencia de la vida interior”, escribió.

Una tradición de pensadores nos ha advertido que así como el ruido nos llama sin cesar a la superficie de nosotros mismos, necesitamos del silencio para aproximarnos a lo más profundo de nuestro ser íntimo, y desde allí encontrarnos con los demás.

El silencio está implicado en todo acto de recogimiento creador. Así el sabio que se concentra sobre un problema, el poeta o el músico presa de la inspiración, o los enamorados que se contemplan y se hacen confidencias, buscan todos ellos escapar del ruido y la agitación.

En tanto, determinadas corrientes psicológicas ven al silencio como una fuerza poderosa para curar los desequilibrios psíquicos y espirituales que aquejan al hombre contemporáneo, absorbido por el ruido y las cosas externas.

¿La ciudad moderna está pensada y hecha para sofocar al hombre interior? ¿Esta época “problemática y febril” le ha declarado la guerra a la contemplación, a todo gesto que implique un recogimiento?

Desde hace tiempo el ruido, asociado al desarrollo urbano, es visto como un factor dañino para la salud psicofísica de las personas.

El progreso técnico, la proliferación de los medios de transporte, la urbanización creciente, han implicado correlativamente un exceso de sonidos.

A partir del desarrollo de la Revolución Industrial el ruido comienza a vislumbrarse como una problemática, como algo que produce un desequilibrio, similar al empobrecimiento ecológico (del aire, el agua, el suelo y los recursos básicos para la vida).

La percepción sobre la sensación auditiva, en la gran ciudad, vira: ahora se asumen los efectos negativos sobre la salud física y mental de las personas. Se habla, concretamente, de “contaminación acústica”.

Para el ecologista acústico Gordon Hempton el silencio no es la ausencia de sonido, sino el silenciamiento de la contaminación acústica provocada por el hombre. Por eso alienta una cruzada para salvar al silencio, considerado el “sonido” más amenazado.

El silencio se escucha y la imposibilidad de hacerlo en el actual contexto urbano –a partir por ejemplo de los paisajes sonoros naturales que están desapareciendo del planeta- implica una pérdida desastrosa.

Ante la pregunta de si no es más importante el calentamiento global, la limpieza de desechos tóxicos y la restauración del hábitat y las especies en peligro de extinción, Hempton contesta: “Bueno, cuando salvas el silencio, en realidad terminas salvando todo lo demás también”.

Un informe publicado en la revista científica “Biology Letters” publicada por The Royal Society determinó que la contaminación acústica amenaza la supervivencia de más de 100 especies animales diferentes.

Dado que los animales dependen del sonido para todo -desde encontrar pareja hasta migrar, cazar y evitar a los depredadores-, el ruido civilizatorio los condena. La contaminación acústica, en el fondo, produce efectos rotundos en todos los seres, incluidos los humanos.

© El Día de Gualeguaychú

 
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Publicado por en 05/09/2021 en Uncategorized

 

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La cultura de la evasión o la huida de sí mismo

“Salida o recurso con que una persona elude afrontarse a una dificultad, un compromiso o un peligro”. Así define el diccionario a la palabra “evasión”. ¿Pero de qué se evaden las personas?

El concepto puede referirse a la fuga carcelaria. La evasión, en este sentido, es la acción que permite a uno o más presos escaparse de la cárcel burlando la vigilancia y los sistemas de seguridad.

En el mundo de la economía, existe la expresión “evasión fiscal”, una figura jurídica motivada por la falta de pago de los tributos que establece la ley. En este sentido, la evasión sería un acto voluntario de no pago de tributos, lo que es considerado un delito.

Por otro lado, las personas muchas veces se sienten prisioneras y por tanto tratan de huir de sus ocupaciones diarias, de su trabajo, de sus semejantes, del lugar en el que viven, y de infinidad de situaciones que generan un cierto agobio.

La locución adjetival “de evasión”, al respecto, también se emplea para referirse a todos aquellos trabajos literarios, programas de televisión o espacios de radio que tienen como claro objetivo conseguir que su público se olvide de sus problemas, se evada de la realidad, y se entretenga.

De hecho se ha montado toda una civilización del espectáculo para satisfacer esta tendencia a la evasión. Vivimos en un mundo donde “el primer lugar en la tabla de valores vigente lo ocupa el entretenimiento, y donde divertirse, escapar del aburrimiento, es la pasión universal”, reconoce el escritor Mario Vargas Llosa.

La industria de la diversión pulula por todos lados. Cine, turismo, deporte, casinos, y demás, configuran un sistema hiperdesarrollado montado con el propósito de satisfacer el deseo de huida fuera del mundo habitual y sobre todo de sí mismo.

En consonancia con la sociedad acelerada en la que se vive, los individuos buscan llenar su tiempo libre consumiendo entretenimiento, es decir haciendo cosas para zafar del molesto aburrimiento.

La palabra diversión es una de las que más circula por los variados medios de comunicación. “¡Diviértete!” de hecho aparece como un mandato de época. Es el recurso que ha dispuesto la civilización para lograr que las personas puedan evadirse.

El filósofo Blas Pascal, en el siglo XVII, creyó que la evasión -él le llamaba “divertimento”- era la alternativa que tenía el hombre para calmar su insatisfacción ontológica.  

Según Pascal, el hombre es un ser constitutivamente miserable. “No sabe en qué lugar colocarse. Se halla visiblemente extraviado, y cayó desde su lugar autentico, sin poder volver a él. Lo busca con inquietud por todas partes, sin ningún éxito, entre tinieblas impenetrables”, señala.

Y añade: “Las miserias de la vida humana se hallan en la base de todo esto; apenas los hombres se dan cuenta de ello, eligen la diversión ; al no poder curar la muerte, la miseria, la ignorancia, han decidido no pensar en ello para ser felices”.

¿Para qué se busca la evasión si no es para olvidarse de sí mismo? Así razona Pascal para quien la paradoja reside en que, no obstante la diversión, que es una especie de aturdimiento, también es un mal, ya que “nos impide pensar en nosotros mismos”.

Siempre se vive atareado o dedicado a la diversión, por miedo a permanecer consigo mismo, a mirarse a sí mismo. Se tiene miedo a la propia miseria. Por eso se trata de evadirse, de distraerse, de apartar la mirada sobre lo que se es en realidad.

© El Día de Gualeguaychú

 
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Publicado por en 05/09/2021 en Uncategorized

 

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El dilema de cuándo hablar y cuándo callar

Algunas veces nos reprochamos no haber dicho lo que aconsejaba determinada situación y otras muchas, en cambio, por haber hablado de más. Seres parlantes, el empleo de la palabra justa representa un gran desafío.

“Cuida tus palabras; que ellas no levanten un muro entre ti y los que contigo viven”, refirió el filósofo Tales, recordando que en las relaciones humanas, mediadas por la palabra, es clave el equilibrio entre hablar y callar.

La vida cotidiana pone a prueba todo el tiempo este uso lingüístico que, de acuerdo con los más sabios, debe estar presidido por la prudencia, virtud que nos precave de los pecados por defecto o por exceso.

Nuestro talante espiritual se observa en la actuación discursiva. Eso pensó el escritor Stefan Zweig cuando dijo que “el hombre se revela en la conversación no sólo por lo que dice, sino por lo que calla”.

En algunas ocasiones nos enfadamos y decimos lo primero que pasa por nuestra mente cuando, en realidad, permanecer callados puede ser una mejor estrategia. Comprendemos, entonces, que el silencio es saludable.

La Biblia, en el libro del Eclesiastés, nos recuerda que todo tiene su momento oportuno; hay un tiempo para todo lo que se hace bajo el cielo. Y en este sentido hay “un tiempo para callar, y un tiempo para hablar”.
Saber hablar a tiempo, en el momento oportuno, puede ser de gran ayuda y hacer mucho bien a la persona que lo recibe. Pero saber callar cuando la otra persona no está preparada para recibir un consejo o un reproche, también es sabio.

“A veces puedes aplastar a una persona con el peso de tu lengua”, advierte un conocido proverbio chino, sugiriendo que las palabras pueden ser un arma hiriente y dañina. El célebre escritor inglés William Shakespeare dijo a propósito: “Los puñales, cuando no están en la mano, pueden estar en las palabras”.

Se diría que las palabras son de doble filo, pueden tanto destruir como edificar. Es decir, pueden tener un efecto deletéreo, si están inspirados por el odio. O pueden cambiar una vida para bien, si las anima el amor.

Un riesgo es caer en la verborragia, defecto que lleva a hablar permanentemente, sin parar, sin hacer pausas para escuchar al otro. Incluso muchas veces sin controlar las cosas que se dicen y sin mantener un límite que permita interactuar con los demás.

En estos casos, un dicho anónimo afirma que si hubiera que poner un candado en cada una de las bocas, el mejor oficio de este mundo sería el de cerrajero. Dado que por lo visto la tendencia a hablar de más es la más general (o hablar sin pensar), el remedio es sofrenar la lengua.

“Se necesitan dos años para aprender a hablar y sesenta para aprender a callar”, afirmó el escritor estadounidense Ernest Hemingway, dando a entender que el arte más difícil es el de hacer silencio.

Eso pensaba el filósofo Arthur Schopenhauer. “Las ocasiones de callarse y las de hablar preséntanse en igual número, pero muchas veces preferimos la fugitiva satisfacción que proporcionan las últimas al provecho durable que sacamos de las primeras”, escribió.

Como disciplina contra el deseo compulsivo de hablar Schopenhauer proponía no decir todo el tiempo lo que se piensa. “La prudencia ordena abrir una ancha zanja entre el pensamiento y la palabra”, decía.

El filósofo Francis Bacon, en tanto, aconsejaba ser reservado y ahorrativo a la hora de hablar: “La discreción en las palabras vale más que la elocuencia”.

© El Día de Gualeguaychú

 
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Publicado por en 20/02/2021 en Uncategorized

 

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La meditación o el viaje a la vida interior

Para calibrar la importancia de la meditación como fenómeno sociocultural baste decir que a partir de ella se pueden definir los rasgos de una civilización.

En efecto, si Oriente místico hace de ella su sustancia, el atareado Occidente técnico la desprecia. La modernidad occidental, en su alarde de transformación del mundo, ha sacralizado al hombre de acción.

Oriente, en cambio, enfocado en la vida interior, aún reivindica el retiro y la contemplación silenciosa. Eso explica las diversas prácticas de recogimiento interior o contemplación propias del hinduismo y el budismo.

Si Occidente es la praxis, Oriente es la meditación, se dice habitualmente. Pero como la condición humana está hecha de estos dos polos –el aspecto exterior y la vida interior- cabría decir que lo que tiene un mundo le falta al otro.

Según los maestros espirituales, la meditación es un camino de recogimiento interior, una vía sagrada para la conquista y la realización personal. En este sentido busca la transformación del ser humano (metanoia).

Se la define también como el arte de la escucha: escuchar el mensaje de la realidad, la Voz de la Divinidad (la Realidad suprema). Para lo cual la actitud básica reside en la contemplación.

“La meditación es el método ideal para familiarizar la mente con la virtud” (Gueshe Kelsang Gyatso). “El objetivo de la meditación es despertar en nosotros la naturaleza celeste de la mente y hacernos ver lo que somos en realidad” (Sogyal Rinpoché). “La meditación es la corriente de un flujo incesante de consciencia divina” (Swami Sivananda).

Entre los elementos que configuran la meditación, según los maestros orientales, se suelen mencionar: quietud; postura física; silencio, actitud mental; soledad; respiración.

Uno de esos ingredientes, el silencio, se ha vuelto una rareza en Occidente, donde domina una civilización caracterizada por la estridencia y la interferencia mediática. Se ha dicho al respecto que la ciudad moderna es una conjura contra el hombre interior.

Una tradición de pensadores nos ha advertido que así como el ruido nos llama sin cesar a la superficie de nosotros mismos, necesitamos del silencio para aproximarnos a lo más profundo de nuestro ser íntimo, y desde aquí para encontrarnos con los demás.

El filósofo danés Soren Kierkegaard, por caso, dijo: “Sólo una persona que sabe cómo permanecer esencialmente en silencio sabe hablar, y actuar, esencialmente. El silencio es la esencia de la vida interior”.

En la actual civilización técnica tan imbuidos estamos en la utopía del  perfeccionamiento del mundo, y en la consecuente idolatría de la praxis, que resulta inconcebible la meditación como polo complementario.

En el ámbito de la antropología contemporánea hace tiempo se escuchan voces que reclaman y promueven la vuelta del hombre hacia sí mismo. La tendencia negativa de la sociedad moderna, se afirma, es que ahoga la dimensión interior.

El psicólogo Carl Jung decía que “la cultura occidental, basada en la externalización, puede hacer desaparecer muchos males, cuya destrucción parece deseable y muy ventajosa. Pero tal como muestra la experiencia, semejante progreso se paga demasiado caro en una pérdida de cultura espiritual”.

En su opinión no se trata de desconocer la dimensión exterior del hombre, regida por el dinamismo y la eficacia. Pero lo decisivo, aclara, es su vida interior, ese núcleo sagrado donde residen la mismidad y la libertad, lo que los antiguos llamaban “alma”, a la que se accede mediante la práctica de la meditación.

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Publicado por en 03/02/2021 en Uncategorized

 

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El silencio, una rareza en tiempos estridentes

Vivimos en la época de las muchedumbres y del ruido, y de las interferencias mediáticas. El clima civilizatorio hace cada vez más difícil el acceso al silencio, devenido en una rareza.

Para calibrar la importancia del silencio como fenómeno sociocultural baste decir que a partir de él se pueden definir los rasgos de una civilización. En efecto, si Oriente místico hace del silencio su sustancia, el atareado Occidente técnico lo desprecia.

La modernidad occidental, en su alarde de transformación del mundo, ha sacralizado al hombre de acción. Oriente, en cambio, enfocado en la vida interior, aún reivindica el recogimiento y la contemplación silenciosa.

Si Occidente es la praxis, Oriente es la meditación. Pero como la condición humana está hecha de estos dos polos –el aspecto exterior y la vida interior- cabría decir que lo que tiene un mundo le falta al otro.

¿Acaso Occidente es una gran conjura contra el silencio? ¿La ciudad moderna está pensada y hecha para sofocar al hombre interior? ¿Esta época “problemática y febril” le ha declarado la guerra a la contemplación, a todo gesto que implique un recogimiento?

El filósofo danés Soren Kierkegaard, quien escribió páginas esenciales sobre el tópico, dijo en 1846: “Sólo una persona que sabe cómo permanecer esencialmente en silencio sabe hablar, y actuar, esencialmente. El silencio es la esencia de la vida interior”.

Una tradición de pensadores nos ha advertido que así como el ruido nos llama sin cesar a la superficie de nosotros mismos, necesitamos del silencio para aproximarnos a lo más profundo de nuestro ser íntimo, y desde aquí para encontrarnos con los demás.

Por otra parte, aunque en el libro del Eclesiastés se dice que “hay un tiempo para callar y un tiempo para hablar”, el silencio no dificulta el habla sino que la hace posible, al habilitar la pausa y la reflexión. Además, como reza el dicho, hay silencios que dicen más que mil palabras.

Se alerta, en tanto, sobre el empobrecimiento lingüístico de las nuevas generaciones y se diagnostica que es por falta de lectura. Ahora bien, ¿no es la lectura un acto solitario y silencioso?

El silencio está implicado en todo acto de recogimiento creador. Así el sabio que se concentra sobre un problema, el poeta o el músico presa de la inspiración, o los enamorados que se contemplan y se hacen confidencias, buscan todos ellos escapar del ruido y la agitación.

Pese al clima contrario al silencio, determinadas corrientes psicológicas lo ven como una fuerza poderosa para curar los desequilibrios psíquicos y espirituales que aquejan al hombre contemporáneo, absorbido por el ruido y las cosas externas.

Al respecto Antonio Blay Fontcuberta, precursor en España de la psicología transpersonal, dejó escrito: “La persona que desequilibra su vida porque no ‘silencia’ suficientemente sus niveles vital, afectivo y mental, sufre una creciente crispación, un creciente desgaste que puede llegar hasta al agotamiento nervioso”.

Y expresó: “La persona ha de poder ver en qué medida está ‘alimentando’ su capacidad activa con el silencio, pues ésta es la base de donde surge toda actividad; cuanto más profundo es el silencio, más potente, más consistente es la capacidad de acción. No basta con descansar el cuerpo si la emotividad y la mente siguen su inercia de girar, girar y girar. El cultivo del silencio aumenta nuestra fuerza moral, la claridad mental, esta paz profunda que nos invade y que nos hace saborear la existencia de un modo distinto”.

 

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Publicado por en 24/01/2018 en Uncategorized

 

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Una marcha y el dilema: ¿dos países?

La impactante marcha del 18 de febrero (18F), que el oficialismo gobernante conceptualizó como “golpe blando”, podría estar evidenciando una profunda polarización social.

Se sabe que la opinión pública se mueve según los vaivenes de acontecimientos de distinto tipo, de suerte que en determinado momento puede adherir entusiastamente a una facción política, hasta que el enamoramiento, por razones diversas, se trueca en rechazo.

Pero en Argentina hay quienes piensan que el advenimiento del kirchnerismo produjo una escisión en la sociedad argentina, de suerte que habría sólo dos opiniones: una oficialista y otra opositora.

Si uno se atiene al discurso mediático en torno al tratamiento del 18F esta dualidad quedaría palmariamente confirmada. Los medios críticos (“opositores” según el gobierno), por ejemplo, tienden a ver en esa manifestación multitudinaria la expresión de toda la sociedad argentina.

Como nadie discute el carácter marcadamente no oficialista de la movida -más allá del homenaje al fiscal muerto y el pedido de justicia- desde este lado se deduciría, entonces, que el gobierno estaría perdiendo el apoyo de la mayoría de la población.

Pero si uno lee y escucha los medios cercanos al pensamiento oficial, el 18F expresa sin embargo el inconformismo de los sectores medios urbanos de la Argentina, históricamente reacios al peronismo y a las políticas de “inclusión social”.

El diario Página/12, identificado con el ideario kirchnerista, al dar cuenta de la manifestación, tituló sugestivamente en su portada: “Bajo el paraguas de la muerte”.

Y en la bajada da esta clave interpretativa del hecho: “A un mes de la muerte de Nisman, miles de personas, de una composición social similar a la de los cacerolazos, marcharon bajo la lluvia desde Congreso hacia Plaza de Mayo en la concentración convocada por un grupo de fiscales. También como en los cacerolazos, la oposición participó en segunda línea y buscó rédito en los medios”.

Entre los politólogos se discute la real dimensión de lo que se ha dado en llamar la “grieta” de la sociedad argentina, una situación en la cual la opinión pública estaría fuertemente polarizada.

Según esta hipótesis, la sociedad está partida en dos. Se puede hablar entonces de un sistema dual de pensamiento social, cuya característica distintiva es que los partidarios de una y otra opinión, enfrentados entre sí, directamente no se hablan.

La polarización llevaría no sólo a que se vean dos realidades sino a que se aspire a dos modelos sociales radicalmente distintos. Cada opinión se sobrevaloraría (despreciando la posición contraria), y a la vez se creería la verdadera y la única posible.

Cabría postular que el kirchnerismo encuentra en esta dualidad no sólo un dato de la realidad sociológica –cree efectivamente que hay dos países- sino algo deseable y una estrategia para gobernar.

“Todo consenso se basa en actos de exclusión”, postula  el filósofo Ernesto Laclau, ideólogo del kirchnerismo. En el libro “La razón populista”, escrito en 2005, sostiene que la confrontación es inherente a todo régimen populista.

También dice que los medios de comunicación son, en esa dialéctica, agentes de dominación. “Es necesario un antagonismo regulado, la oposición real la representan los grandes medios (…) Sin confrontación ningún sistema político democrático es viable”, afirma Laclau.

Como sea, no está claro que esta concepción política maniquea tenga correlato sociológico real. La duda vuelve: ¿el 18F muestra efectivamente dos países?

 

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Publicado por en 11/03/2015 en Uncategorized

 

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Niños en peligro: el abusador en casa

Cada tanto las portadas de los diarios o los noticieros ponen en el tapete la dolorosa situación de menores abusados sexualmente por sus progenitores o algún conocido.

Aunque las estadísticas no abundan, los expertos sugieren que esta problemática que castiga a los más chicos, una población devenida en sufriente y violentada, más bien avanza.

La información recopilada en distintos países de América Latina y el Caribe muestra que entre el 70 y el 80% de las víctimas de abuso sexual son niñas, que en la mitad de los casos los agresores viven con sus víctimas y en tres  cuartas partes de los casos son familiares directos.

Los datos los aporta Nils Kastberg, director regional de UNICEF, para quien cuando el abusador tiene las llaves de la casa, la imagen del hogar como sitio  de protección de los menores queda totalmente desvirtuada.

¿Acaso no son las familias el primer entorno de amor y defensa de los niños? Por lo visto, algunos padres se transforman en depredadores, convirtiendo a sus hijas en juguetes sexuales.

El cuadro de castigo a los menores se completa, tétricamente, con la incomprensible actitud de muchas madres que aún ante la certeza de un abuso perpetrado por sus propios maridos, deciden callar ante la imposibilidad de sostener el hogar en caso de denunciarlo.

Aunque pueda haber madres que “entreguen” a sus hijas a cambio de alguna cosa, muchas no se atreven a denunciar la situación por temor a sus maridos o porque estiman que en ese caso la familia se iría a pique (sobre todo desde el punto de vista económico).

Justamente el drama de este tipo de delito es el ocultamiento y la disimulada complicidad que lo atraviesa. El atentando contra la integridad física y psíquica de los menores, necesita del secretismo.

En principio el abusador se refugia en el secreto, que lo protege y le permite repetir su actuación. Ocurre que este sujeto (alguien muy cercano y de “confianza”) suele ocupar una posición de poder moral frente a su víctima.

Rige entonces un ocultamiento y un mutismo férreo intra-muros, en el interior del grupo humano donde tiene lugar el abuso. Porque aunque éste sea descubierto por algún miembro de la unidad familiar, el hecho de hacerlo público desestabilizaría de tal manera al grupo conviviente, que todos prefieren callar.

Esta ley del silencio agudiza los efectos y las consecuencias que la víctima sufrirá en su vida. Además, los psicólogos sostienen que en estos casos se pone en funcionamiento el mecanismo de la “negación”.

Hay una tendencia a no querer ver o a “ocultar la cabeza en la tierra”,  a pesar de las evidencias, porque resulta intolerable aceptar que niños y niñas duerman con el enemigo.

No resulta digerible que algún miembro de la propia familia pueda ser el agresor: abuelos, padres, padrastros, tíos, hermanos, primos, o allegados a la casa.

Cuesta imaginar que los hijos puedan quedar a merced de la actitud depredadora de vecinos o amigos, incluso de aquellos a quienes se les ha confiado su cuidado (como niñeras, empleadas domésticas o maestros).

Se entiende por abuso sexual toda actitud o comportamiento que realiza una persona sobre otra, sin su consentimiento o conocimiento y para su propia satisfacción. Esto incluye amenazas, engaños, seducción y confusión.

Es un acto que pretende dominar, poseer, cosificar a la persona a través de la sexualidad. Por lo general, en el ámbito doméstico, el abusador se vale de la confianza en él depositada por la víctima, por la cercanía afectiva que los une.

 

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Publicado por en 18/09/2014 en Uncategorized

 

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