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Leyendas que advierten sobre el uso de la tecnología

El Golem y Frankenstein forman parte del imaginario fantástico de Occidente desde hace muchísimo tiempo. Y ambos relatos han sido interpretados como metáforas sobre los peligros inherentes a la tecnología y la creación de seres artificiales.

Cada una de estas historias exhibe una punzante ironía: justamente cuando el hombre se propone incrementar su control sobre el mundo, corre el riesgo de reducirlo.

De esta manera, los productos artificiales creados con ese propósito pueden volverse contra él y dañarlo, de suerte que el esclavo puede convertirse en amo.

La figura de El Golem se encuentra ya en el folclore europeo medieval, y adquiere su carácter definitivo en la literatura judía de la Europa oriental del siglo XVI.

La leyenda cuenta que un célebre rabino de Praga crea un humano de artificio: en el ambicioso y desmedido intento de imitar el gesto divino de la creación del hombre, fabrica un muñeco de arcilla y lo dota de vida mediante artilugios mágicos.

El muñeco, así animado, es dueño de una fuerza portentosa pero carece por completo de razón y discernimiento. Se vuelve, por tanto, extremadamente peligroso.

El Golem -cuyo significado aproximado sería el de materia inacabada, informe- tiene escrita en su frente la palabra “emet” (en hebreo, “verdad”).

Ante la violencia creciente de su criatura y la imposibilidad de dominarla, su creador apela a un recurso extremo: borra de esa palabra la primera letra, y queda solo “met” (en hebreo, “muerto”).

Entonces el muñeco se desploma sin vida y vuelve a ser lo que era, arcilla inanimada.

El Golem es el antecedente de Frankenstein, criatura de la novela escrita por  Mary Shelley y publicada por primera vez en 1818.

Según este relato, el monstruo es creado por el Dr. Víctor Frankenstein, un joven científico obsesionado con la idea de vencer a la muerte y dar vida a una creación artificial.

Utiliza métodos científicos y alquímicos para ensamblar y dar vida al cuerpo del monstruo. Finalmente, el científico queda horrorizado por su creación y lo abandona.

El monstruo, a pesar de su apariencia aterradora, es inicialmente una figura solitaria y busca comprensión y aceptación en la sociedad, pero es rechazado y marginado debido a su aspecto.

Decidido finalmente a terminar con su creación, Víctor persigue a la criatura hasta el confín del mundo, pero muere en un barco entre los hielos del Ártico.

La novela termina con la confesión de la criatura de que pondrá fin a su miserable existencia.

Tanto el mito hebreo de El Golem como la novela de Mary Shelley abordan temas profundos como la ética científica, la responsabilidad moral, el deseo humano de jugar a ser Dios y las consecuencias de la alienación social.

Aunque los relatos son diferentes en su origen y contexto, comparten algunas lecciones importantes en relación con los peligros de la tecnología.

Por ejemplo, los creadores inicialmente tienen la intención de utilizar sus creaciones para el bien, pero eventualmente pierden el control sobre ellas.

Por otra parte, tanto el rabino que crea El Golem como el Dr. Frankenstein se aventuran en territorios desconocidos de la ciencia y la magia. Lo cual resalta el riesgo de traspasar áreas prohibidas para la voluntad humana.

¿Cómo no pensar en estas historias cuando la ciencia en la actualidad se aventura a fabricar seres vivientes, a través de la genética? ¿O ante los avances de la informática en la creación de robots y máquinas inteligentes?

© El Día de Gualeguaychú

 
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Publicado por en 17/08/2023 en Uncategorized

 

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Analogías con animales para caracterizar humanos

La utilización de las metáforas o términos zoológicos para designar a las personas o a determinados atributos de las mismas, forma parte de la tradición popular y revela la capacidad figurativa del idioma.

Aunque toda persona es única, inabarcable y cambiante, el “animalario” se trata de una operación semántica consistente en capturar rasgos comunes a partir de la diversidad humana.

La tradición popular recurre a las analogías con animales (en apodos, dichos, refranes y relatos breves) para subrayar algunos rasgos que distinguen, caracterizan o caricaturizan a las personas.

Por ejemplo, la construcción “qué bestia”, puede aludir a la persona ruda o ignorante o también puede reflejar admiración ante la capacidad de alguien para una tarea o ante alguna de sus cualidades: “¡Qué bestia, que rápido lo hiciste!”.

Ser un “águila” para algo es un elogio para aquella persona que es vista como lista o que ve detalles que otros no ven, en tanto que a quien se muestra astuto y sagaz se lo suele caracterizar como “zorro”.

A la persona trabajadora se la llama “hormiga”, al sujeto inepto e ignorante “burro”, al que sigue ciegamente la moda o la multitud “borrego”, y al que es algo rústico y atropellado “caballo”.

En México es un “cabrón” alguien al que le gusta molestar, un ser sádico. En tanto que en varios países ser un “gallo” es ser valiente, aunque decir “ése es mi gallo” implica celebrar al que puede enfrentarse a algo, y se utiliza “gallito” para designar al bravucón.

La expresión “puerco” suele reservarse a la persona grosera, descortés o malcriada, en tanto que “pulga” caracteriza a alguien pequeño de estatura.

La frase “está esperando a la cigüeña” es para quien está embarazada; “lágrimas de cocodrilo” sirve para describir actitudes fingidas; y “cotorrear” es conversar ociosamente.

La metáfora del “camaleón” en el mundo humano tiene connotaciones morales negativas, ya que sugiere hipocresía, aunque en algunos casos puede implicar la virtud para adaptarse a un medio cambiante.

En política, por ejemplo, “delfín” es el señalado como posible sucesor, “dinosaurio” es un político de otra época, “halcón” designa al partidario de estrategias más agresivas mientras que el más pacifista es “paloma”.

Sin importar el ámbito profesional, a la persona vil se la suele llamar “gusano”, a la intrigante y venenosa “serpiente”, al hombre sanguinario “chacal”, a la persona aprovechada y cruel “hiena”, y al tacaño “rata”.

En Argentina al que es hábil en las relaciones interpersonales o exitoso con las mujeres se lo llama “tigre”, en tanto a que la mujer calculadora y de ética cuestionable se le reserva el calificativo de “víbora”.

Hay metáforas zoológicas sexistas, que ensalzan al hombre y denigran a la mujer. Por ejemplo, mientras “zorro viejo” designa a un hombre astuto, se emplea “zorra” para señalar una mujer promiscua o bien que ejerce la prostitución

Mientras “toro” alude a un varón con vigor, fuerza física y buena salud, en oposición “vaca” alude a una mujer con sobrepeso, obesidad o incluso falta de atractivo.

Por otro lado, a la vecina mirona y chismosa se le dice “lechuza”, a la persona lenta y que no razona bien se la califica de “marmota”, y se le suele decir “perro” a la persona torpe o muy poco hábil para un deporte.

© El Día de Gualeguaychú

 
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Publicado por en 22/07/2023 en Uncategorized

 

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El mítico laberinto y la fuerza de su poder simbólico

Un laberinto es una estructura intrincada de calles y encrucijadas de la que es muy difícil salir. Se trata en realidad de una figura de alto poder metafórico, que sirve, incluso, para explicar.

Se han encontrado representaciones de laberintos en distintas épocas y civilizaciones, bajo formatos diversos (cuadrados, rectangulares o circulares). En la Antigüedad, se construían a modo de trampa para que no se pudiera entrar o salir de un lugar con facilidad.

El laberinto ha sido utilizado como sistema de defensa de las puertas de las ciudades fortificadas, sea contra adversarios humanos como contra influencias maléficas, según el escritor francés Jean Chevalier.

Uno de los laberintos más famosos de la historia es el Laberinto de Creta, mencionado en la mitología griega. Esta construcción, diseñada por Dédalo a pedido del rey Minos, permitía mantener encerrado a su hijo Minotauro.

Según la leyenda, este monstruo medio hombre y medio toro se alimentaba con jóvenes que los griegos debían proveer como castigo. Es entonces cuando Teseo, héroe griego, se propone matarlo, para lo cual viaja a Creta, donde conoce y se enamora de Ariadna, hija del rey Minos, quien, antes de que entre al laberinto le da un hilo para que, cumplida su tarea, pueda encontrar la salida.

Los laberintos medievales, por su parte, simbolizaban el camino del hombre hacia Dios. Es emblemático el de la Catedral de Chartres, de trazado circular, encastrado en la nave principal. El recorrido hacia el centro del laberinto catedralicio sugiere el sinuoso peregrinaje hacia la Gracia divina o hacia la Jerusalén celestial.

En un sentido simbólico, la noción de laberinto ha sido profusamente utilizada en el arte y en la literatura. Pero también en la vida cotidiana, donde con él se alude a un problema que no tiene, aparentemente, solución.

Decimos que algo es un laberinto para describir un lugar en el cual es muy fácil perderse o cuando nos topamos frente a una tarea o empresa que resulta sumamente complicada e intrincada.

En tanto, “el hilo de Ariadna” es una expresión que remite el mito griego y que se utiliza para referirse a una serie de argumentos, observaciones y deducciones que una vez relacionados nos llevan con facilidad a la solución de un problema planteado que parecía no tener salida.

Algunas interpretaciones han querido identificar al laberinto con el alma humana, donde el minotauro de la leyenda simboliza todas las fuerzas oscuras que anidan en su interior. En este sentido el hilo de Ariadna adquiere un significado redentor, ya que fue ella la que ayudó a Teseo a matar al monstruo.

Atraído intensamente por los laberintos el escritor argentino Jorge Luis Borges siempre se remitió a ellos en su obra. De tal manera que el mundo en esta literatura equivale a extravío y prisión, un lugar metafórico donde el hombre no tiene libertad ni encuentra sentido a su vida.

El escritor confirma la identificación entre mundo y laberinto en su poema del mismo nombre, donde escribe: “No habrá nunca una puerta. Estás adentro / y el alcázar abarca el universo / y no tiene ni anverso ni reverso / ni externo muro ni secreto centro. / No esperes que el rigor de tu camino / que tercamente se bifurca en otro, / que tercamente se bifurca en otro, / tendrá fin. Es de hierro tu destino / como tu juez. No aguardes la embestida / del toro que es un hombre y cuya extraña / forma plural da horror a la maraña / de interminable piedra entretejida. / No existe. Nada esperes. Ni siquiera / en el negro crepúsculo la fiera”.

© El Día de Gualeguaychú

 
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Publicado por en 25/02/2023 en Uncategorized

 

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El uso metafórico de la palabra virus

Omnipresente en el lenguaje público a causa de la pandemia, el término de origen latino “virus”, que  significa veneno o ponzoña, ha ido mutando del mundo de las enfermedades a otros ámbitos, como la expresión “virus informático”.

Esta “mutación” obedece a la capacidad del pensamiento humano de construir nuevos significados a través de la metáfora, una figura que durante mucho tiempo fue vista como un adorno de la retórica (una simple sustitución de palabras con fines estéticos), pero cuyo valor cognitivo ha sido reivindicado recientemente.

En efecto, en lugar de atender a la metáfora como producto de la actividad artística (o “desviación” del sentido literal) se ha caído en la cuenta que es un procedimiento básico de nuestra manera de pensar.

En el mundo de habla hispana uno de los filósofos que reflexionó sobre el tópico fue José Ortega y Gasset, para quien la metáfora no es un fenómeno meramente lingüístico sino que concierne a la categorización conceptual de nuestra experiencia vital.

“Cuando el investigador descubre un fenómeno nuevo, es decir, cuando forma un nuevo concepto, necesita darle un nombre -razona Ortega-. Como una voz nueva no significaría nada para los demás, tiene que recurrir al repertorio del lenguaje usadero, donde cada voz se encuentra ya adscrita a una significación. A fin de hacerse entender, elige la palabra cuyo usual sentido tenga alguna semejanza con la nueva significación. De esta manera, el término adquiere la nueva significación al través y por medio de la antigua, sin abandonarla. Esto es la metáfora”.

Así, la palabra virus, con la que los científicos nombran a microorganismos que se introducen en las células y las infectan -causando numerosas enfermedades-, ha sido empleada metafóricamente para comprender otros fenómenos.

Aquí la etimología de la palabra nos dice sobre su semántica, el espectro completo de conceptos que pretende abarcar. Veneno líquido que fluye, se esparce con facilidad, su efecto es agresivo y difícil de detener, en algunos casos es fulminante. 

Son estas propiedades semánticas las que hicieron perfecta a la palabra virus para describir las patologías que se replican dentro del cuerpo y se esparcen a través del mismo.

Pero la “viralidad” es fecunda en significado cuando se aplica más allá de su sentido primario, vinculado a la biología y la enfermedad. Se habla metafóricamente, así, de “virus informático”.

El término virus saltó al mundo de la informática cuando Fred Cohen creó un software que se autoreplicaba y extendía a través de un sistema adhiriéndose a los programas dentro de este como forma de atacar los sistemas de seguridad de computadoras.

Esa fue la primera instancia de democratización de la palabra, cuando dejó de ser exclusiva del ethos médico y científico, y comenzó a colarse en el lenguaje que usamos todos los días. 

Se diría, entonces, que el virus “mutó”: de provocar enfermedades que en los organismos vivos, devino en una patología que atacaba a los ordenadores. Se consumó así el milagro de la metáfora, sobre la base de una semejanza vinculada a la toxicidad y su efecto agresivo.

La otra cualidad semántica de “viral” se vincula a su rápida propagación. Y es entonces que puede aplicarse para describir la veloz difusión de la información en la actualidad.

Un “contenido viral”, así, es aquel que se difunde de forma multitudinaria y veloz en Internet, ya sea a través de redes sociales, correo electrónico, mensajería instantánea, y otros medios.

© El Día de Gualeguaychú

 
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Publicado por en 03/02/2021 en Uncategorized

 

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La aplicación de la metáfora del iceberg

Nuestras representaciones de la realidad suelen ser insuficientes. No poder capturar lo que subyace, lo que permanece oculto a los fenómenos, por ejemplo, siempre ha sido un desafío para la mente.

El pensamiento humano, que sabe que la realidad es analógica, ha producido una metáfora canónica para explicar que muchas veces la información esencial escapa a nuestros ojos, porque reside debajo de la superficie.

En su obsesión por bucear en la deriva del sentido, le ha pedido así prestado al mundo acuático una imagen sugerente: la metáfora del iceberg.

El iceberg es un trozo enorme de hielo, desprendido de un glaciar. Pero en la superficie del agua sólo se ve una octava parte de su volumen total. Razón por la cual estas masas gélidas son un problema para la navegación.

El naufragio del Titanic, ocurrido en 1912, y que costó la vida de 1.500 pasajeros, ha aleccionado a la humanidad sobre el error de subestimar estos hielos flotantes.

En su viaje de Southampton a Nueva York, este buque de acero, orgullo de la ingeniería moderna, iba muy rápido y el capitán sólo vio el iceberg cuando era demasiado tarde, impactando contra él.

La catástrofe del Titanic ha sido utilizada en muchas ocasiones para explicar cómo el exceso de confianza, la soberbia o el creerse más importante “choca” indudablemente con la realidad.

La metáfora del iceberg nos recuerda, en realidad, que muchas veces la realidad no se deja ver en su totalidad, permaneciendo lo más importante de ella oculto a nuestros ojos.

De ahí la utilización de la imagen de la punta del iceberg para sugerir que quedarse con lo que aparece en la superficie es una percepción peligrosa, toda vez que implica no asumir que lo esencial está debajo.

En este sentido, muchos temas coyunturales de la sociedad pueden ser abordados siguiendo la metáfora acuática. Se dice, por ejemplo, que los índices de inseguridad son la punta del iceberg de una realidad más profunda asociada a la destrucción del tejido social.

Los síntomas, en la medicina, son vistos como la punta del iceberg. Tal es el caso de la obesidad, cuyas raíces son emocionales y obedecerían primariamente a un estilo de vida particular.

Las adicciones, por su lado, ¿no son la punta del iceberg de trastornos psicosociales o incluso de males de índole existencial de la sociedad contemporánea?

En el mundo de la psicología Sigmund Freud cuestionó la concepción racionalista del hombre al señalar que el inconsciente (un reservorio de ideas y fantasías reprimidas por el individuo), es el verdadero motor de aquello que hacemos y somos.

De esta manera, Freud parece decirnos que el psiquismo humano se asemeja a un iceberg donde lo consciente es una pequeña parte a nivel superficial de la mente, en tanto que lo inconsciente es su nivel más profundo y no visible.

El diagnóstico es inquietante porque resulta que lo que no se puede ver de nosotros es aquello que dirige nuestra vida, nuestro comportamiento.

¿Acaso somos un tempano de hielo, que nos desprendimos de nuestra familia de origen y que avanzamos por el gran océano de la vida, mostrando sólo una octava parte de lo que somos?

A todo eso, la académica chino-estadounidense Mimi Yang propone el concepto de “cultura-iceberg”, señalando que para saber moverse en el mundo multicultural actual hay que partir del hecho de que “sólo el 10% de las culturas distintas a la propia conforman la parte visible, la que está fuera del agua; el otro 90% permanece oculto”.

 

© El Día de Gualeguaychú

 
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Publicado por en 05/02/2017 en Uncategorized

 

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