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Primero los hechos, la lección de Orwell

La expresión “No la ven”, con la que el mileísmo contesta las objeciones a la marcha del gobierno, más allá de su carácter propagandístico, revela que en Argentina hay una disputa por la lectura de los hechos.

La frase de marras, por lo pronto, sugiere que los adversarios políticos, miembros de la mentada “casta”, no sólo no se hacen cargo de la crisis económica que ellos incubaron, y que ahora descubren asombrados, sino que están imposibilitados de percibir los cambios positivos que tienen delante de sus propias narices.

Del otro lado de la barricada, retrucan con el “No la ven” como un vulgar y totalitario producto del merchandising libertario, un ideologizado cliché viralizado por los trolls oficialistas que actúa como tapadera del desastre de la gestión.

La disputa por el “relato”, que algunos llaman pomposamente “batalla cultural”, es sólo eso: martingala virtual, de uno y otro lado. Una operación retórica conveniente en la que se acomodan los hechos a los prejuicios ideológicos.

La tentativa de escamotear la realidad mediante construcciones discursivas, con el propósito de imponer una narrativa hegemónica, está en la esencia de la lucha por el poder.

Esta disputa impone la urgencia de discriminar los hechos de la envoltura ideológica que los encubre hasta desfigurarlos. Una tarea intelectual heroica en un país ideologizado, proclive a comprar “relatos” para no enfrentar la realidad tal cual es.

Un intelectual que en el siglo XX se convirtió en un héroe de la verdad de los hechos fue George Orwell (1903-1950), el autor inglés que supo abrirnos los ojos sobre cómo funcionan los regímenes totalitarios y, por tanto, de absoluta vigencia.

El autor de libros como “1984” y “Rebelión en la granja”, fue un escritor político que hizo un culto de la honestidad intelectual frente a los hechos, lo que le costó la crítica de las tribus ideológicas de la época, tanto de izquierdas como de derechas.

Este rasgo fue descripto por la escritora y periodista española Irene Lozano, autora del prólogo al libro que reúne los “Ensayos de Orwell”. Allí dice que la gran lección que deja la obra del inglés es su “decencia” ante la realidad, cuando “ésta le obliga a apearse de alguna de sus ideas previas”.

Justamente Orwell criticaba esa deshonestidad intelectual de todos aquellos que en lugar de partir de la realidad tal cual es, quieren ajustar los hechos empíricos a sus ideas preconcebidas.

“En Orwell la verdad no es una pasión abstracta ni un concepto absoluto; él no persigue la verdad filosófica o religiosa escrita en mayúscula sino la simple realidad de los hechos. No es la verdad que debe ser creída sino la que debe ser vista”, comenta Lozano.

Por esta lealtad a los hechos, por encima de los prejuicios incluso del propio intelectual, hizo que éste se quedara solo, criticado tanto por fascistas como por comunistas.

“Si hay algún escritor al que pueda calificársele con el tópico de ‘incómodo’ ese es Orwell: lo fue incluso para sí mismo, por su heterodoxia y su disposición a traicionarse para ser fiel a su esencia más íntima”, elogia Lozano, para quien la fidelidad del escritor inglés a las cosas tal como son corría paralela con su repugnancia hacia la mentira.

En épocas de “giro lingüístico”, donde se enseña que la realidad es un efecto del discurso, donde las narrativas políticas compiten entre sí para imponerse, donde el acto de saber se ha sustituido por el de creer, donde la información se ha sustituido por la superstición, urge recuperar la pasión orwelliana por los hechos.

© El Día de Gualeguaychú

 
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Publicado por en 25/04/2024 en Uncategorized

 

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La verdadero ignorancia consiste en creer saber

Sentir vergüenza ante el “no saber” es una idea muy aceptada, de suerte que nadie quiere pasar por ignorante. Pero no nos damos cuenta de la necedad que supone presumir un saber que no se tiene.

Fue el filósofo español José Ortega y Gasset quien expurgó la ignorancia de su sentido negativo, al punto de reivindicar el papel que juega ella en la humana existencia.

En las Lección XI, de su libro “¿Qué es la filosofía?”, el filósofo no sólo rechaza la idea común que supone el sentir vergüenza ante el “no saber”. Parece criticar también la impostura del sabiondo, de aquel que cree saber más de lo que sabe.

“No les dé vergüenza ignorar una cosa elemental. Todos ignoramos cosas elementales que está harto de saber nuestro vecino. Lo vergonzoso no es nunca ignorar una cosa -eso es, por el contrario, lo natural”, reflexiona Ortega.

Por lo visto a los humanos nos cuesta aceptar que no sabemos algo, quizá por temor a sentirnos menos que los demás. Pero la omnisciencia es una pretensión absurda a escala humana.

Cuando prima esta actitud jactanciosa, sugiere el filósofo español, el hombre se cierra a comprender la realidad. “Lo vergonzoso es no querer saberla, resistirse a averiguarla cuando la ocasión se ofrece”, indica.

Y añade: “Pero esta resistencia no la ofrece nunca el ignorante, sino, al revés, el que cree saber. Esto es lo vergonzoso: creer saber”.

En otros términos: el tipo de persona que ante la falta de conocimiento hace de cuenta que sabe es en realidad quien debería avergonzarse.

El que “hace como que” sabe, no solo renuncia al saber, sino que se engaña a sí mismo, siendo doblemente necio, autolimitándose humanamente, poniendo una barrera al conocimiento, cerrando la puerta a la ciencia.

“El que cree que sabe una cosa pero, en realidad, la ignora, con su presunto saber cierra el poro de su mente por donde podría penetrar la auténtica verdad”, remata Ortega y Gasset.

La postura de no “no saber pero pretender que se sabe” llega a ser una actitud tolerada y hasta festejada como ingeniosa por la multitud de personas que ignora que no sabe.

Para Ortega y Gasset la realidad de la especie humana no reside en lo que sabe sino en lo que ignora. De hecho, el español sitúa al hombre entre la bestia, que no sabe que no sabe, y Dios, que todo lo sabe.

Por tanto, su lugar privilegiado es la ignorancia, una posición intermedia y excepcional en la cual encuentra impulso para el conocimiento y la cultura.

Según el autor, el ser humano se decidió a conocer porque se percibió ignorante: “El hombre se compone de lo que tiene ‘y de lo que le falta’. Si usa de sus dotes intelectuales en largo y desesperado esfuerzo, no es simplemente porque las tiene, sino, al revés, porque se encuentra menesteroso de algo que le falta”.

Es decir, para conocer debemos sabernos carentes de algo. Debemos sentir la necesidad de entender las cosas. En alguna forma debemos percatarnos de que algo no se explica sólo.

Algo parecido piensa el destacado psicólogo norteamericano Jerome Bruner, que ha prestado especial interés al tema educativo, y para quien la ignorancia es la base de la mentada “educabilidad” del ser humano.

Por el contrario, los animales, aclara, al no percibir que no saben no se sienten necesitados de superar esa deficiencia, mientras que en el hombre justamente es el motor del aprendizaje y la educación.

© El Día de Gualeguaychú

 
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Publicado por en 20/11/2023 en Uncategorized

 

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La epistemocracia o el gobierno del conocimiento

Los problemas de las sociedades contemporáneas son cada día más complejos y requieren una gobernanza más científica. Se presume, por tanto, la emergencia de la “epistemocracia”, el gobierno de la gente que sabe.

Nada parece mejor para combatir nuestro particular desconcierto que entender los conflictos políticos como asuntos epistémicos, es decir, como cuestiones de saber y competencia.

De ahí el neologismo “epistemocracia”, que postula que la batalla política se lleva a cabo en el territorio del conocimiento, donde deben prevalecer los expertos.

La epistemocracia, una variante de la democracia, se basa en la convicción de que los problemas de la democracia son consecuencia de la ignorancia de la ciudadanía o de la incompetencia de los políticos.

La democracia es una forma de organización social que atribuye la titularidad del poder al conjunto de la sociedad. En sentido estricto, es una forma de organización del Estado en la cual las decisiones colectivas son adoptadas por el pueblo mediante mecanismos de participación directa o indirecta que confieren legitimidad a sus representantes.

El problema es la incompetencia de los representantes a quienes se les confía el liderazgo de las sociedades tecnológicas del presente. Se cree que no están a la altura y no saben resolver muchos de los problemas sociales que se presentan y que requieren un saber poco común.

La epistemologización de la política ha saltado a la palestra con ocasión de la pandemia de coronavirus. Las medidas para resolver el tema sanitario se han confiado a los expertos, los epidemiólogos, quienes pasaron a tener un protagonismo decisivo en la conducción del Estado.

Durante estos últimos años se ha asistido a una explosión del saber disponible, unos avances espectaculares cuyo momento culminante ha sido la rápida consecución de vacunas contra el SARS-CoV-2.

La ciencia ha triunfado, dicen los que adhieren a la epistemocracia, para quienes la política ya no consistiría en organizar mayorías y forjar compromisos para resolver temporalmente divergencias de valores e intereses, sino en identificar quién sabe más o es más competente.

Sin embargo, esta colonización de la sociedad por parte de la ciencia, aunque puede tener aspectos razonables, ofrece otros igualmente inquietantes. El saber científico ha sido desacreditado en buena medida por los riesgos de las tecnologías y además es un saber falible como todo conocimiento humano.

Por otro lado, la gestión de la pandemia a cargo de “científicos” no ha estado exenta de errores y de malos cálculos, al tiempo que los expertos sanitarios y epidemiólogos se han mostrado divididos en sus apreciaciones en muchos casos.

Al respecto, la escritora Hannah Arendt hablaba de una tensión o no coincidencia entre la verdad y la política. Decía que había que proteger el carácter libre y contingente de la política, cuyas decisiones deben ser informadas y respetuosas con la realidad, del “carácter despótico” de la verdad.

El despotismo de los científicos, por otro lado, ha producido la rebelión de los “negacionistas”, que puede interpretarse como una reacción contra la colonización de la política por los expertos.

Las teorías de la conspiración y de los llamados “hechos alternativos” se alimentan, justamente, del papel dominante que juegan los “científicos” a la hora de decidir cuál es la política correcta.

© El Día de Gualeguaychú

 
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Publicado por en 28/01/2022 en Uncategorized

 

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El acceso universal al saber a través de las bibliotecas

Un día como hoy (23 de septiembre) pero de 1870, el Congreso de la Nación sancionó el proyecto de creación de la Comisión Protectora de Bibliotecas Populares, a pedido del entonces presidente Domingo Faustino Sarmiento.

De ahí que hoy se conmemore el día de estas instituciones centenarias, ligadas a la obra total de la cultura y a la lucha por la libertad del pensamiento.

Las bibliotecas populares surgieron en un momento histórico en que una generación de argentinos abrazó los ideales de la ilustración, y que llevó adelante la transformación educativa más vasta y profunda que conociera la Argentina.

Esos pequeños núcleos afines a la cultura del libro, motorizados por un voluntariado ciudadano activo, actuaron como agentes que acompañaron a la otra gran institución emergente de la época -la escuela- en su labor de democratizar el conocimiento.

En una sociedad de analfabetos -como lo era la del siglo XIX- las “populares” fueron un símbolo de modernidad y de acceso igualitario al saber, toda vez que los vecinos podían en esos ámbitos leer sin ser propietarios del libro, un objeto de lujo entonces.

Así, la cultura escrita en sus variadas formas -literaria y científica- se colocó al alcance de todos sin el requisito de la apropiación individual (y esta sigue siendo aún hoy la justificación de la existencia de estos espacios).

Piénsese que en 1870 y en los años subsiguientes se produjo la explosión inmigratoria. Millones de argentinos y extranjeros tomaron contacto con el saber universal y pudieron cumplir con la educación obligatoria, gracias en gran medida a las bibliotecas populares.

No es un dato menor que Gualeguaychú haya sido una ciudad pionera en el fomento de estas entidades. La creación de la “Educacionista Argentino” (1869), que luego adoptó el nombre de “Biblioteca Sarmiento”, es una de las primeras del país y se adelantó un año a la Ley Sarmiento.

Impulsor de esta iniciativa fue el poeta y político local Olegario Víctor Andrade, quien en una carta exhortando por una entidad de ese tipo se mostraba preocupado por “el estado intelectual de nuestro pueblo”, al tiempo que hablaba de la necesidad “de una biblioteca que sirva de centro de atracción y de estímulo para todos los estudiosos”.

A este notable antecedente histórico se suma otra excepcionalidad local: en esta ciudad, en 1900, se creó la primera biblioteca popular fundada por mujeres del país y que lleva el nombre de “Olegario Víctor Andrade”.

El emprendimiento surgió de la iniciativa de un grupo de trabajadoras de la cultura, encabezadas por Camila Nievas de Capdevila y Luisa Bugnone.  Entre los primeros donantes de libros figuró Osvaldo Magnasco.

El escritor, ilustre parlamentario y ministro de Educación durante la segunda presidencia de Julio Roca, fue uno de los que alentó esa obra y desde que se puso en marcha envió continuas remesas, que llegaron a totalizar más de 3.000 libros.

Tras la muerte del tribuno, ocurrida en 1920, se bautizó con su nombre al emprendimiento cultural que había nacido bajo la denominación “Por la Patria y el Hogar”, obra inspirada por Nievas y Bugnone (1898), de la que forma parte la biblioteca.

Además de las “Sarmiento” y “Olegario V. Andrade”, que se enrolan dentro del período fundacional de estas entidades, la ciudad sumó otras de este tipo: “Francisco H. López Jordán” (1943), y “Rodolfo García” (1996).

Desde sus orígenes estas bibliotecas se sostienen, generación tras generación, en el trabajo voluntario de comisiones de vecinos que se ocupan de su sostenimiento, gracias al aporte voluntario de socios.

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Publicado por en 25/09/2021 en Uncategorized

 

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Curiosidad, la cualidad que impulsa el saber y la ciencia

Erwin Neher, Premio Nobel de Medicina, dice que la curiosidad le permitió alcanzar la mayor distinción en las ciencias, al tiempo que aconseja a los jóvenes mantener encendido el interés por entender.

Neher (Alemania, 1944) estudió física en la Universidad Técnica de Munich, medicina en la Universidad de Göttingen y se especializó en fisiología en la Universidad de Wisconsin-Madison (EE.UU.).

En 1991 ganó el Premio Nobel de Medicina, que recibió junto a su colega Bert Sakmann, por avances en el desarrollo de técnicas para medir las corrientes eléctricas que atraviesan las membranas celulares.

Gracias a ese descubrimiento, se han podido desarrollar una gran cantidad de fármacos, entre ellos algunos para tratar enfermedades como el Parkinson, el Alzheimer y la fibrosis quística.

En diálogo con BBC Mundo, el científico contó que desde chico fue muy curioso y mantuvo esa inquietud a lo largo de su carrera, siendo la causa de sus descubrimientos en el mundo de la medicina.

“La curiosidad es algo que todos tenemos de niños, un investigador es alguien que logra conservarla de adulto”, explicó al resaltar este rasgo de la mente de querer conocer, de probar, de entender algo.

“Creo que es una cualidad que todos tenemos, particularmente los niños. Ellos quieren explorar el mundo, quieren averiguar, ensayar cosas”, afirmó al señalar que la clave es mantenerse curioso.

En efecto, los niños pequeños exploran con ansiedad su ambiente. Muchos de ellos a cierta edad juegan a armar cosas y encuentran en ello una experiencia gratificante. De hecho gozan con las actividades que  los desafían, que tienen cierto nivel de sorpresa o discrepancia.

Pero según Neher cuando las personas envejecen ese impulso por saber disminuye. Los mayores, aclara, “tienden a poner en primer plano cosas como mantener a su familia o tener solvencia económica, cosas como esas”.

En su opinión, un investigador necesita una curiosidad que lo atrape en una idea en la que prácticamente no pueda dejar de pensar. Y es así como avanza la ciencia.

Cabe consignar que la psicología considera que una de las necesidades humanas tiene que ver con conocer y comprender y eso se observa en la curiosidad, la exploración y el deseo de dilucidar problemas o enigmas.

El deseo de saber es una nota distintiva del hombre, quien siempre ha querido encontrar un sentido a su presencia en la Tierra. Sobre todo frente a lo inexplicable, su curiosidad aumenta.

Fueron los antiguos griegos quienes postularon que el conocimiento es el fin del hombre. Se le atribuye a uno de sus sabios, Sócrates, aquella frase que hizo historia: “Sólo sé que no sé nada”.

Aseguran que la pronunció contra sus adversarios, los sofistas, a quienes juzgaba engreídos por sus conocimientos. Pero el sabio, corregía Sócrates, es consciente de que en realidad sabe muy poco, y precisamente por eso, intenta una y otra vez salir de la ignorancia; en el fondo una actitud superior frente a los engreídos que creen conocer todo.

El científico Albert Einstein, en tanto, se consideraba a sí mismo no tanto un sabio como un curioso empedernido. “No tengo talentos especiales, pero sí soy profundamente curioso”, llegó a decir.

“La curiosidad es insubordinación en su más pura forma”, dijo por su lado el inconformista Vladimir Nobokov, escritor ruso nacionalizado estadounidense, para quien preguntarse suponía un gesto de rebeldía intelectual.

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Publicado por en 12/09/2021 en Uncategorized

 

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Ignorancia, un privilegio que tienen los humanos

Al filósofo español José Ortega y Gasset le parecía una infatuación hablar de la especie humana como “homo sapiens”. Parecía más oportuno, opinaba, definirlo como “homo insipiens”, como ignorante.

Fue el botánico sueco Carlos von Linneo quien en el siglo XVIII le asignó al humano el calificativo de “sabio”, en contraste con el chimpancé. Una clasificación que sugiere que el hombre sabe todo lo que tiene que saber.

Pero nada más alejado de la realidad, corrige Ortega y Gasset, para quien la realidad de la especie no reside en lo que sabe sino en lo que ignora. De hecho, el español sitúa al hombre entre la bestia, que no sabe que no sabe, y Dios, que todo lo sabe.

Por tanto, su lugar privilegiado es la ignorancia, una posición intermedia y excepcional en la cual encuentra impulso para el conocimiento y la cultura.

Según Ortega y Gasset, el ser humano se decidió a conocer porque se percibió ignorante: “El hombre se compone de lo que tiene ‘y de lo que le falta’. Si usa de sus dotes intelectuales en largo y desesperado esfuerzo, no es simplemente porque las tiene, sino, al revés, porque se encuentra menesteroso de algo que le falta”.

Es decir, para conocer debemos sabernos carentes de algo. Debemos sentir la necesidad de entender las cosas. En alguna forma debemos percatarnos de que algo no se explica sólo.

“Si no existe la tensión entre el saber algo y el reconocimiento de la ignorancia, el conocer no puede tener lugar. El saber absoluto y la absoluta ignorancia se parecen los dos en una cosa: en que son la muerte del conocimiento”, razona el filósofo.

En tanto el destacado psicólogo norteamericano Jerome Bruner, que ha prestado especial interés al tema educativo, hace residir justamente en la ignorancia la mentada “educabilidad” del ser humano.

No hay algo parecido por parte de los animales, porque éstos al no percibir que no saben no se sienten necesitados de superar esa deficiencia, que es el impulso necesario para que  los miembros adultos de la especie enseñen a los más jóvenes.

Dice Bruner: “La incapacidad de los primates no humanos para adscribir ignorancia o falsas creencias a sus jóvenes puede explicar su ausencia de esfuerzos pedagógicos, porque sólo cuando se reconocen esos estados se intenta corregir la deficiencia por medio de la demostración, la explicación o la discusión. Incluso los más ‘culturizados’ chimpancés muestran poco o nada de esta atribución que conduce a la actividad educativa”.

Y concluye el psicólogo norteamericano: “Si no hay atribución de ignorancia, tampoco habrá esfuerzo por enseñar”. Los miembros de la sociedad humana, en cambio, ante la constatación del no saber, montan sofisticados sistemas de enseñanza para remediar el desconocimiento de las nuevas generaciones.

Sócrates, considerado por muchos el “maestro de Occidente”, explicó justamente que no se puede enseñar a aquel que cree que sabe. O mejor: primero es menester que cada quien se dé cuenta de su ignorancia.

Esto es, quien se crea satisfecho con lo que sabe no siente la necesidad de conocer y aprender más y por tanto no se cree educable. La ignorancia elogiada por Sócrates en el siglo V supone un reconocimiento de nuestros límites cognitivos.

A él se le atribuye aquella paradoja que hizo historia: “Sólo sé que no sé nada”, que según algunos intérpretes Sócrates la pronunció contra sus adversarios, los sofistas, a quienes juzgaba engreídos por sus conocimientos.

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Publicado por en 01/08/2021 en Uncategorized

 

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El ideal pedagógico de la autoeducación

Las instituciones educativas, sospechadas en muchos casos de adoctrinamiento, ¿están diseñadas para procurar la autonomía intelectual de los alumnos? ¿Logran que éstos piensen por ellos mismos?

La educación debería aportar los conocimientos necesarios para que la persona gane autonomía a partir de su propio desarrollo. Es un mandato implícito en la etimología de la palabra.

En efecto, educación proviene de la palabra latina “educere”, que significa “sacar de”, “extraer”. El mejor profesor, así, es aquel que logra sacar cosas de sus alumnos, haciendo que sus inteligencias exhiban sus propias ideas.

Su contrafigura, por tanto, es el que suministra pensamientos propios a sus alumnos, para que éstos los asimilen como si fueran de ellos. El mejor profesor, por el contrario, es aquel que tiene el don de despertar la curiosidad intelectual de sus alumnos.

Y esto con el objetivo de fondo de que ellos desplieguen toda su potencial interior, en orden a elaborar un pensamiento propio que los ayude a autogestionarse el conocimiento.

Nuestros sistemas de enseñanza, formateados por la burocracia estatal, siempre proclive al adoctrinamiento ideológico masivo, parecen ir en muchos casos contra el ideal pedagógico de “educere”, es decir de mover a los individuos hacia la autonomía.

Adoctrinar es transmitir una doctrina a una persona para que la haga propia, compuesta por ideas o creencias defendidas por un individuo o un colectivo. Se busca inculcar determinado pensamiento en las personas.

Desde el poder se adoctrina como mecanismo de control social. Y el lugar privilegiado para ello es el sistema escolar, adonde confluyen las nuevas generaciones, en forma obligatoria, con el objetivo presunto de ser instruidas.

Noam Chomsky, intelectual progresista norteamericano, sostiene que aquí se juega la disyuntiva de todo sistema pedagógico: “El propósito de la educación es mostrar a la gente cómo aprender por sí misma. El otro concepto es la educación del adoctrinamiento”, afirmó en una interesante entrevista concedida el año pasado.

“El propósito de la educación desde este punto de vista –añade Chomsky- es simplemente ayudar a las personas a encontrar las formas de aprender por ellas mismas. Eres tú, el aprendiz, el que va a tener logros a lo largo de su educación, y depende en realidad de ti lo que llegarás a dominar, hacia dónde irás, cómo lo usarás, cómo le harás para producir algo nuevo y emocionante para ti y quizá para los demás”. 

Chomsky cree que hay dos modelos educativos antitéticos. Por un lado, aquel que busca “moldear desde afuera” a los individuos, mediante un burocrático disciplinamiento mental, haciendo que los alumnos repitan la información que se les trasmite.

Y aquel otro que estimula y fomenta el espíritu crítico, ayudando a los más jóvenes a aprender por ellos mismos. Las burocracias escolares, sometidas a control político, prefieren la “heteroeducación”.

“Heteros” significa “otro”, es decir la influencia que se recibe desde fuera. En cambio “autoeducación” proviene de “auto”, que quiere decir “uno mismo” o “propio”, y pedagógicamente hablando supone apostar a la constitución de hombres libres, conscientes y responsables de ellos mismos.

“Enseñar debe ser alentar a los estudiantes a descubrir por su cuenta, a cuestionar si no están de acuerdo, a buscar alternativas si creen que existen otras mejores, a descubrir los grandes logros del pasado y tratar de dominarlos por ellos mismos porque les interesan”, refiere Chomsky.

 

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Publicado por en 03/09/2020 en Uncategorized

 

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Grandes personalidades que se autogestionaron el saber

La escolarización, un fenómeno masivo que arrancó en el siglo XIX, ha hecho obligatoria la educación formal. Sin embargo, destacadas personalidades de la humanidad han aprendido por su propia cuenta.

“Persona que se instruye a sí misma”, así define la Real Academia al autodidacta. Esta última palabra proviene del griego “autos”, que significa “por sí mismo” y “didaktos” que se traduce como instruido.

Sin embargo, ahora mismo en el sistema institucional de enseñanza se añora el deseo de saber de los alumnos, que concurren obligados a aprender, sobre todo en el nivel medio.

Curiosamente si algo le sobra al autodidacta es ese deseo de conocimiento, esa actitud básica de querer aprender. Por otra parte, ¿para qué sirve el sistema educativo si no es para darles herramientas a los estudiantes a fin de que aprendan por su cuenta?

Al respecto José Martí, el prócer máximo de Cuba, decía que “no hay mejor sistema de educación que aquel que prepara al niño a aprender por sí”.

Lo cierto es que muchas de las grandes mentes de la historia no fueron a la escuela. Personalidades que cambiaron el curso de la sociedad, y fueron creadores en lo suyo, practicaron el aprendizaje autodirigido.

Leonardo Da Vinci es considerado por muchos no sólo como el más completo autodidacta de la historia, sino un visionario de la ciencia moderna. Este gran maestro del Renacimiento abrió fronteras en la pintura, la escultura, la arquitectura, la ingeniería y la anatomía.

Otro autodidacta distinguido es Isaac Newton, matemático y físico británico, conceptualizado como uno de los más grandes científicos de la historia, célebre por formular las leyes del movimiento y la de la gravitación universal.

Quien nunca concurrió a la escuela fue el gran músico Wolfgang Amadeus Mozart, aunque estudio en su casa con su padre, que era músico profesional. A la edad de 14 años Mozart fue nombrado maestro de concierto en la corte del Arzobispo de Salzburgo.

Otro sabio de la ciencia moderna, Albert Einstein, mostró dificultades para aprender en la niñez y en la escuela era infeliz. Sus profesores diagnosticaron que era lento en comprender y no era sociable, es decir no era apto para la escolarización.

Einstein mismo escribió más tarde: “El espíritu del descubrimiento y del pensamiento creativo se pierden en el aprendizaje rutinario (de la escuela)”.

Se cuenta que Thomas Alba Edison, el gran inventor norteamericano, era alérgico a la monotonía de la escuela. Pero fue su madre la que logró despertar la inteligencia del joven Edison. El cambio se produjo tras la lectura de un libro que ella le proporcionó titulado Escuela de Filosofía Natural, de Richard Green Parker.

Fue tal su fascinación que quiso realizar por sí mismo todos los experimentos y comprobar todas las teorías que contenía. Ayudado por su madre, Edison instaló en el sótano de su casa un pequeño laboratorio convencido de que iba a ser inventor.

Otro caso de autodidactismo fue el de Benjamín Franklin, quien cursó únicamente estudios elementales hasta los diez años, antes de convertirse en destacado político, científico e inventor estadounidense.

Por último, quien se educó a sí mismo fue el célebre presidente de Estados Unidos Abraham Lincoln. Nacido en una familia pobre, tuvo que mantenerla haciendo infinidad de trabajos.

Fue su madrastra la que le animó a leer y aprender. Lincoln lo hizo y luego, en medio de grandes, estudió derecho en su tiempo libre. Así se convirtió con el tiempo en un abogado reconocido.

 

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Publicado por en 29/08/2019 en Uncategorized

 

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La curiosidad, un rasgo que nos define

La curiosidad es la característica esencial del ser humano. Nos hace reflexionar y cuestionar al mundo. Aunque también es una tendencia peligrosa, porque las sociedades tienden a condenar a los que preguntan constantemente.

Se dice que cada época ha formulado sus propios interrogantes, del estilo: ¿quiénes somos?, ¿qué debemos hacer?, ¿qué hay más allá de la muerte?, ¿cuáles son nuestras responsabilidades?

Fueron los antiguos griegos quienes postularon que el conocimiento es el fin del hombre. Se le atribuye a uno de sus sabios, Sócrates, aquella frase que hizo historia: “Sólo sé que no sé nada”.

Se cree que lo dijo contra sus adversarios, los sofistas, a quienes juzgaba engreídos por sus conocimientos. Pero el sabio, corregía Sócrates, es consciente de que en realidad sabe muy poco, y precisamente por eso, intenta una y otra vez salir de la ignorancia.

Descubrir y entender el mundo es una tendencia humana natural. Por eso cuando distintos fenómenos entran dentro del conjunto de lo “inexplicable”, aumenta el deseo de saber.

El otro gran pensador griego Aristóteles sostuvo, por su lado, que lo que propiamente había movido a los hombres a filosofar fue el asombro o la admiración ante la contemplación del universo.

Se diría que el saber nace del asombro, pues quien se asombra es casi seguro que acabará por advertir y reconocer que no sabe, y un tal reconocimiento (ese saber que no se sabe) terminará por despertar, con toda razón, la curiosidad. Y con la curiosidad viene el deseo de saber.

El científico Albert Einstein se consideraba a sí mismo no tanto un sabio como un curioso empedernido. “No tengo talentos especiales, pero sí soy profundamente curioso”, llegó a decir.

Se dice que la escuela debe ser el lugar donde florezca el saber. Pero como aclara el poeta y escritor alemán Richard Dehmel, “enseñar a quien no tiene curiosidad para aprender es como sembrar un campo sin arado”.

“La curiosidad es insubordinación en su más pura forma”, dijo por su lado el inconformista Vladimir Nobokov, escritor ruso nacionalizado estadounidense, para quien preguntarse suponía un gesto de rebeldía intelectual.

El escritor mexicano Octavio Paz, en tanto, consideraba que el intelectual debe ser un francotirador, debe soportar la soledad, y saberse un ser marginal. A esa situación lo conduce su obsesión por saber, su inquietud insaciable.

Preguntado una vez qué es lo que le da sentido a la presencia del hombre en la tierra, el autor de “El Laberinto de la Soledad” contestó: “Me reconozco hombre no en la respuesta que podría dar ahora a esta pregunta sino en la pregunta misma”.

Y añadió: “Esa pregunta, repetida desde el principio, desde Babilonia y aun antes, es lo que da sentido a nuestros afanes terrestres. No hay sentido: hay búsqueda de sentido”.

Por otro lado, el científico y filósofo argentino Mario Bunge sostiene que la ciencia tiene una finalidad: estimular y satisfacer la curiosidad. Y cuando se le preguntó cuál es su receta para vivir tantos años (tiene 98), comentó: “Hay que mantener la curiosidad”.

“La curiosidad mata al gato”. En Inglaterra esta expresión alude a que así suelen contestar los mayores cuando los más pequeños preguntaban cosas incómodas, bajándoles el mensaje de que no hay que ser curiosos.

Al respecto el escritor inglés Arnold Edinborough reflexionaba: “La curiosidad es la base misma de la educación, y si me dicen que la curiosidad mató al gato, digo solamente que el gato murió noblemente”.

 

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Publicado por en 22/06/2018 en Uncategorized

 

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