La dialéctica amigo-enemigo, causa del conflicto humano y tópico de la política, podría tener una explicación desde la biología, según algunos expertos, para quienes se trata de un instinto de la raza.
En el mundo de la ciencia política la llamada “polarización” social, que en Argentina se ha bautizado como la “grieta”, se suele vincular al ideólogo pro-nazi Carl Schmitt, para quien la esencia de las relaciones políticas es el antagonismo concreto originado a partir de la posibilidad efectiva de lucha.
En su obra de 1932, “El concepto de lo político”, considera: “La esencia de las relaciones políticas se caracteriza por la presencia de un antagonismo concreto” cuya “consecuencia última es una agrupación según amigos y enemigos”.
En esta visión, entonces, existen “ellos”, por un lado, y “nosotros”, por el otro. Dos colectivos enemistados. En Argentina, hay muchos herederos de Schmitt que entienden la política como un enfrentamiento.
Además, es un hecho que se registran niveles de polarización política sin precedentes a nivel mundial. La sociedad global sustituye la política pragmática, los riesgos calculados, el comportamiento racional, la tolerancia y la pluralidad por una especie de lucha existencial.
La pregunta es, ¿la polarización tiene alguna base en la naturaleza humana? ¿Pertenecemos a una raza que, evolución mediante, tiende a dividir a las personas en categorías bien definidas?
Eso creyó Edward Osborne Wilson (1929-2021), célebre entomólogo y biólogo estadounidense, que se enrola dentro de los científicos para quienes el comportamiento está determinado genéticamente.
“Formar grupos obteniendo un confort visceral y orgullo de los compañeros familiares, y defender al grupo entusiásticamente contra los rivales, están entre los universales absolutos de la naturaleza humana y por tanto de la cultura”, refirió Osborne Wilson.
Desde la neurociencia, en tanto, se asegura que tenemos una “mente tribal”, que hace que nos unamos en razas, religiones y clases, pero con exclusión de otros grupos humanos, considerados “extraños”.
Hay estudios con infantes que sugieren porqué es tan natural en nosotros pensar en términos de exclusión social. Por ejemplo, en el “laboratorio de bebés”, de la Universidad de Yale, que dirige Paul Bloom, se han hecho descubrimientos sorprendentes.
A través de distintas pruebas, en las que se usaron marionetas, se observó que los niños prefieren a individuos que se les parecen, que comparten sus gustos, mientras marcan diferencias con los otros.
“En cierto sentido la mayoría de los males del mundo se debe a nuestra tendencia a distinguir entre la gente que nos importa y la gente que no. Y ese deseo de dividir el mundo en dos, en ‘nosotros’ y ‘ellos’ aparece muy temprano. Se manifiesta en los bebés a los que estudiamos. Y es algo que nos dura toda la vida. Y que sólo se puede superar con el mayor de los esfuerzos”, reflexiona Bloom.
Parecida conclusión ha sacado la investigadora Tania Singer, del Instituto Max Planck (Leipzig, Alemania). Al analizar el fenómeno de la empatía, sus experimentos sugieren que funcionan con los grupos amigos, pero no con grupos humanos rivales, como los hinchas de fútbol contrarios.
“Los seres humanos tienden a identificarse plenamente con lo que describimos como ‘endogrupo’ en contraposición al ‘exogrupo’. Los endogrupos pueden basarse en características como la raza, el sexo, la edad o la religión”, concluye Singer.
© El Día de Gualeguaychú