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La fe en uno mismo o el exagerado amor propio

Resulta difícil distinguir cuándo se está en presencia de la creencia sana en uno mismo, en la línea de la autoestima, y cuándo ante una exagerada presunción personal.

La psicología diferencia al respecto la alta (o buena) autoestima de la hipertrofia del Yo, o el llamado “egocentrismo”, en el que el sujeto pretende ser el centro del mundo.

Es decir, una cosa es creer en uno mismo y otra es creérsela. Se trata de una diferencia sutil, aunque esencial, respecto de la valoración que tenemos de nuestro Yo.

Se necesita amor propio para vivir, un alto concepto de uno mismo para no caer por ejemplo en la depresión. Pero una sobredosis yoica, que conduzca a una suerte de delirio de grandeza, es fatal.

El autoconcepto, el juicio sobre nosotros mismos, es clave para construir una personalidad sana, con capacidad para enfrentar los desafíos de la vida. De hecho la imagen que una persona tiene de sí misma se ha convertido en un concepto nuclear de la psicología.

El psicólogo norteamericano Abraham Maslow sostuvo en 1960, por ejemplo, que no podríamos desarrollar todas nuestras potencialidades (autorrealización) sin una base de alta autoestima.

Las personas con esa autoevaluación son confiadas, curiosas e independientes, confían en sus capacidades, se adaptan con facilidad a los cambios y toleran las frustraciones y las críticas.

Una idea mediocre o pobre de uno mismo se convierte, por el contrario, en un gran obstáculo al crecimiento personal. Las personas que tienen baja autoestima, así, desarrollan una actitud que las vuelve vulnerables.

Por ejemplo, tienen tendencia a la depresión, se sienten inseguras, se toman a mal las críticas, no se arriesgan porque tienen miedo a fracasar, no creen que puedan lograr lo que se proponen, entre otros rasgos negativos.

Ahora bien, el Ego o el Yo, como se le llama a esa parte consciente de uno mismo, y que está asociado a nuestro mundo personal e interno, puede sufrir una sobreestimación de parte del propio sujeto, quien de esta manera cae víctima de una falsa representación de sí mismo.

En el lenguaje común cuando decimos de alguien que “se la cree” o “está creído” queremos significar, justamente, que esa persona ha logrado identificarse o acepta una imagen de sí mismo que desde afuera se antoja una exageración.

El egocéntrico desarrolla conductas narcisistas, que básicamente intoxican a la persona y a su mundo de relaciones. La creencia en su propia superioridad es su rasgo distintivo, asociada obviamente con un exagerado amor propio.

Dos ideas hegemonizan la personalidad egocéntrica y narcisista, según los psicólogos. Una se formularía así: “El mundo tiene que ser como yo mando”. La otra idea es: “Soy indispensable”.

Como la realidad no ha sido diseñada en función del deseo del narcisista, éste estalla en enojo o ira cuando lo que acontece no se ajusta a sus criterios dogmáticos.

La imagen distorsionada de uno mismo (el Yo “inflado”) lleva inexorablemente a distorsionar al mismo tiempo la imagen del mundo exterior, lo que acaba en una discrepancia dolorosa entre el deseo y la vida real.

La egolatría, la sobreestimación del propio yo, puede desarrollar algún tipo de trastorno mental, como la “megalomanía”, caracterizada por una autoestima orgullosa y exagerada, acompañada de delirios de grandeza, según se lee en los libros de psiquiatría.

Una cosa es el amor propio, decía el filósofo Aristóteles, y otra es “la pasión desordenada por uno mismo”.

 

© El Día de Gualeguaychú

 
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Publicado por en 01/03/2019 en Uncategorized

 

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Las profesiones que atraen a los psicópatas

El psicólogo y ensayista inglés Kevin Dutton planteó una inquietante hipótesis: que hay profesiones y oficios que se relacionan con personalidades egocéntricas y manipuladoras.

“La sabiduría  de los psicópatas. Todo lo que los asesinos seriales pueden enseñarnos sobre la vida”. Así reza el ensayo de divulgación científica con que Dutton revolvió el avispero de la psicología.

Allí dice provocadoramente que es un error asociar necesariamente la psicopatía con crímenes violentos. Este tipo de personalidad es más frecuente de lo que imaginamos, y quienes lo poseen llegan a ser tremendamente exitosos en su profesión.

Los psicópatas son atraídos y se destacan en puestos o roles que requieren habilidad para tomar “decisiones objetivas, clínicas, divorciadas de los sentimientos”. Prosperan en oficios que impliquen el ejercicio del poder y la toma de decisiones drásticas.

Hay muchas probabilidades de toparnos con un psicópata en el directorio de una compañía, en una comisaría, en un bufete de abogados, en un obispado, en una redacción periodística, o en un puesto jerárquico del Estado.

En esos ámbitos de poder despliegan, dice Dutton, su personalidad caracterizada con unas “emociones superficiales”, es decir, “con un menor miedo y tolerancia al estrés, falta de empatía, insensibilidad, ausencia de culpa, egocentrismo, manipulación, irresponsabilidad, impulsividad y comportamientos antisociales”.

En suma, no hay que esperar necesariamente que el psicópata sea un sangriento asesino serial. La tendencia a la crueldad, la ausencia de remordimientos y la capacidad de autoengaño existe también en sujetos encumbrados socialmente.

Por el contrario, el psicópata raramente se orienta hacia profesiones que requieren empatía, interacción con otros y sentimientos humanos. Por ejemplo: enfermeros, médicos, terapeutas, estilistas, maestros, personal de vuelo, artistas creativos y contadores.

Por cierto que la clasificación de Dutton genera controversia, aunque hay cierto consenso entre los psicólogos sobre los rasgos dominantes del psicópata como un individuo cruel e insensible, incapacitado emocionalmente, que daña y maltrata a los demás sin reparar en medios.

Los aspectos psicopáticos parecen estar presentes en jefes que hacen sentir su poder casi sádicamente. Una caracterización que coincide con el retrato que Platón (428-354 a.C.) hace del tirano en ‘La República’:

“Al principio, sonríe y saluda a todo el que encuentra a su paso, niega ser tirano, promete muchas cosas en público y en privado, libra de deudas y reparte tierras al pueblo y a los que le rodean y se finge benévolo y manso para con todos (…) Suscita algunas guerras para que el pueblo tenga necesidad de conductor (…) Y para que, pagando impuestos, se hagan pobres y, por verse forzados a dedicarse a sus necesidades cotidianas, conspiren menos contra él (…)”.

“Y también para que, si sospecha de algunos que tienen temple de libertad y no han de dejarle mandar, tenga un pretexto para acabar con ellos entregándoles a los enemigos (…) ¿Y no sucede que algunos de los que han ayudado a encumbrarle y cuentan con influencia se atreven a enfrentarse ya con él, ya entre sí (…) censurando las cosas que ocurren, por lo menos aquellos que son más valerosos?”.

“Y así el tirano, si es que ha de gobernar, tiene que quitar de en medio a todos éstos hasta que no deje persona alguna de provecho ni entre los amigos ni entre los enemigos”.

 

© El Día de Gualeguaychú

 
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Publicado por en 04/12/2013 en Uncategorized

 

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