Se sabe que hablar no es una operación inocente sino que cada discurso comporta una versión de la realidad. Esto se echa de ver, sobre todo, en los usos del lenguaje político.
Desde la semiótica se enseña que el lenguaje genera una ilusión de realidad que no es tal. Es decir, da la impresión primera de una transparencia a través de la cual accedemos a lo real.
Pero ese efecto de supuesto reflejo de las cosas que nombra en realidad encubre el hecho de que todo enunciado comporta una valoración sobre las cosas.
Pasa igual que con la fuerza persuasiva de una foto. Las cámaras imitan la percepción del ojo humano. De tal manera que la imagen “es igual” que la realidad tal cual la veríamos nosotros mismos.
Se dice que la “refleja”. Pero con ese término –que sugiere copia exacta- se oculta la mediación de la persona que maneja la cámara, cuyo ojo ha decidido reflejar desde un ángulo especial ligado a su propia concepción del mundo.
Es decir que la imagen de la realidad en la foto no refleja la realidad, sino que la representa. La fotografía, en el fondo, es una retórica de la realidad. Con las relaciones humanas medidas en palabras pasa lo mismo.
El filósofo y lingüista Ludwig Wittgenstein decía: “Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”. Esto sugiere que todo discurso es un recorte de la realidad, es decir una versión de la misma.
Algo parecido postula el filósofo Jürgen Habermas: “El mundo determinado gramaticalmente es el horizonte en que se interpreta la realidad”.
A propósito Eduardo Madina, licenciado en Historia Contemporánea por la Universidad de Deusto, en un artículo aparecido en el diario ‘El País’ (España), sostiene que el conflicto independentista de Cataluña es también lingüístico.
La batalla de fondo, dice, es una lucha por los nombres de las cosas. La facción independentista, así, ha tratado de imponer una descripción de la realidad oponiendo la palabra “pueblo” a la de “sociedad”.
Madina dice que estos dos términos describen cosas muy distintas. “El pueblo –apunta- tiene siempre habitantes primigenios, dueños originarios que tarde o temprano terminan cayendo en la tentación de decidir quién entra y quién no entra, quién pertenece y quién no pertenece”.
En cambio la palabra sociedad no tiene dueño. “Acoge dentro muchas y muy diversas formas de entender la vida, no entra en qué hay que ser sino que admite muchas y muy diversas formas de estar para igualarlas, todas ellas, en una misma condición de ciudadanía”, refiere.
Madina sostiene que “pueblo” –término al que suelen apelar los populismos- tiene un marco romántico, sugiere homogeneidad estática y divide a las personas entre los que pertenecen al pueblo y los que no.
Pero en su opinión la inmensa complejidad humana no es divisible en dos partes. “La realidad de cualquier sociedad occidental y democrática es mucho más heterogénea, postnacional, compleja y mestiza que la pretendida homogeneidad” que subyace detrás de la palabra “pueblo”.
Carl von Clausewitz decía que “la guerra es la continuación de la política por otros medios”. Análogamente cabría postular que el lenguaje es también la continuación de la política por otros medios.
La realidad política, aunque algunos no lo acepten, admite múltiples enfoques. Y se puede pretender instalar una única descripción de las cosas imponiendo un solo relato o discurso sobre las mismas.
© El Día de Gualeguaychú