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La ominosa época donde primó la violencia política

12 Abr

Alguna vez el asesinato político constituyó el método por el cual los argentinos dirimieron sus diferencias. Con la represión ilegal y clandestina llevada a cabo entre 1976 y 1983 ese modelo llegó al paroxismo.

El autodenominado Proceso de Reorganización Nacional es un episodio inseparable del lenguaje de violencia que caracterizó la experiencia política argentina del siglo XX.

En este sentido, las atrocidades cometidas por la dictadura, que utilizó el aparato estatal para cometer todo tipo de tropelías, violando derechos humanos elementales, no deben ser aisladas del contexto axiológico dentro del cual se desplegaron.

Es decir, no se llegó allí por azar, por un capricho de la historia. Los regímenes políticos no existen en el vacío social, sino que emergen de un estado de cosas.

Desde el fatídico golpe militar de 1930, de cuño fascista, Argentina hizo un abandono del sistema político representativo. Allí comenzó una no cultura de la Constitución: seis golpes militares hicieron suspender el ejercicio de la Carta Magna durante más de 23 años del siglo XX.

En los años ‘70, en plena Guerra Fría, los grupos en pugna en el país se enfrentaron a los tiros. La tercera presidencia de Juan Domingo Perón (1973-1975), así, fue jaqueada por los vientos huracanados de la confrontación ideológica de esa época.

Las facciones en pugna dentro del partido gobernante mentaban un Perón a su medida. La Triple A, símbolo de la derecha peronista, tenía su propio plan de eliminación de adversarios, para “salvar” al movimiento de Perón de la “infiltración marxista”.

En tanto, la izquierda guerrillera, cuyo objetivo revolucionario consistía en hacer realidad la “patria socialista”, tampoco reparó en medios y de hecho optó por la lucha armada contra un gobierno democrático, legítimamente surgido del voto popular.

El periodista e historiador Ceferino Reato señala, en tanto, que una fuente de la violencia política fue la Iglesia Católica, que también contribuyó a armar a revolucionarios y contrarrevolucionarios.

“La Iglesia estaba en un proceso amplio de renovación, que abarcaba nuevas interpretaciones de su mensaje de salvación, tanto en la forma como en el contenido; muchos sacerdotes y algunos obispos justificaban ‘violencia de los de abajo’ y apelaban a la fuerza redentora de la sangre derramada”, escribió.

Así como existieron capellanes militares y policiales que ampararon torturas y asesinatos, desde cierta militancia católica se alentaba a tomar las armas a una juventud con vocación social.

En algunos cenáculos de la Iglesia, en aquella época, se despreciaba y se combatía la democracia “formal”, como se decía despectivamente. Un caldo de cultivo para que después un grupo de militares iluminados instauraran un régimen de facto, que utilizó la violencia a discreción

Términos como “exterminar”, “aplastar”, “aniquilar”, denunciaban la locura demencial de una generación que abrazó mesiánicamente el lenguaje de la violencia.

La institucionalización de la práctica política desde 1983, que instaló la normalidad electoral todos estos años, ha supuesto un avance en materia de convivencia democrática.

Objetivamente la capacidad regenerativa del voto sublimó los enconos políticos de las distintas facciones que aspiraban al control del Estado. El derramamiento de sangre, así, dejó de ser un método habitual y aceptado.

¿La sociedad argentina ha exorcizado totalmente el demonio de la violencia política, que ha signado con intolerancia y sangre grandes tramos de su historia?

© El Día de Gualeguaychú

 
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Publicado por en 12/04/2024 en Uncategorized

 

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