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A 30 años del genocidio en Ruanda

En 1994, en sólo 100 días, alrededor de 800.000 personas fueron asesinadas en Ruanda por extremistas étnicos. La ola de asesinatos, entre abril y julio de ese año, constituye una de las páginas más horrorosas de la humanidad.

Se trató de un intento de exterminio de la población minoritaria tutsi y se calcula que aproximadamente el 70% de sus integrantes murieron.

Aunque también fueron eliminados hutus, la etnia a la que pertenecían los autores de la matanza, soldados del Ejército y miembros de la milicia extremista Interahamwe (Los que matan juntos).

La violencia sexual fue generalizada; se cree que fueron violadas entre 250.000 a 500.000 mujeres durante la matanza.

Las historias sobre genocidios y violencia en África muchas veces parecen ser naturalizadas, de tal manera que tienden a diluirse en el magma informativo.

Sin embargo, el horror y el dolor del genocidio de Ruanda sigue vivo 30 años después. “Nunca olvidaremos a las víctimas de este genocidio”, dijo el secretario general de la ONU, António Guterres esta semana.

Las cicatrices en los cuerpos de los sobrevivientes recuerdan a los ruandeses las matanzas. También quedó un trauma profundo en el país africano, que busca todavía sanar sus heridas.

Ruanda, en 1994, vivió una guerra étnica, producto de que sus ciudadanos fueron divididos en grupos, como parte de la herencia colonial europea.

Cuando los belgas se apoderaron de Ruanda a fines del siglo XIX, clasificaron a la población de acuerdo al grupo al que pertenecían, creando identificaciones que señalaban quién era hutu y quién tutsi.

Estas divisiones étnicas del orden colonial fueron exacerbando las tensiones y los rencores en la sociedad ruandesa.

La tragedia comenzó la noche del 6 de abril de 1994, horas después de que el presidente del país, Juvenal Habyarimana, muriera cuando el avión en el que se disponía a aterrizar en el aeropuerto de Kigali fue alcanzado por dos misiles.

Juvenal Habyarimana, que había llegado al poder en 1973 mediante un golpe de Estado, pertenecía a la etnia hutu, mayoritaria en el país (representaba el 85% de la población antes del conflicto).

Los hutus atribuyeron el magnicidio a los tutsis del Frente Patriótico Ruandés (FPR), movimiento guerrillero con el que habían librado una guerra civil intermitente desde 1990.

En cuanto se corrió la voz de la muerte del presidente Juvenal Habyarimana, los hutus comenzaron a matar a los tutsis y a los miembros moderados de su propia etnia: hombres, mujeres, niños y ancianos fueron masacrados a tiros y machetazos. Miles de mujeres tutsis fueron secuestradas y mantenidas como esclavas sexuales.

Ruanda, con 8 millones de habitantes, se convirtió en una inmensa fosa común ante la pasividad de la comunidad internacional.

Las matanzas continuaron hasta principios de julio, cuando más de 1,5 millón de ruandeses, sobre todo hutus, huyeron a Zaire (actual República Democrática del Congo), Tanzania y Burundi ante el avance de las fuerzas del FPR, que acabó ocupando casi todo el país.

La ausencia de una reconciliación entre los distintos partidos de Ruanda y la falta de respuesta de la comunidad internacional hicieron que la tragedia fuera aún más cruel.

Hoy, a 30 años del genocidio, en Ruanda es un delito hablar de divisiones étnicas y ya desde 2003, tras un referendo, se prohibió a los partidos políticos identificarse con una raza, etnia, clan, tribu, sexo o religión.

© El Día de Gualeguaychú

 
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Publicado por en 25/04/2024 en Uncategorized

 

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La democracia como respeto a las minorías

Una concepción simplista y grosera  de la democracia tiende a glorificar el poder de la mayoría, lo que equivale a negar la existencia política y social de las minorías disidentes.

El sistema político menos malo, al decir del inglés Winston Churchill (1874-1965), se ha ido perfeccionando con el tiempo. Después de la experiencia de los totalitarismos del siglo XX (comunismo, nazismo y fascismo) abandonó la concepción según la cual la mayoría puede hacer lo que quiera.

Fue Alexis de Tocqueville (1805-1859) quien en su obra, “La democracia en América”, utilizó la expresión “tiranía de la mayoría” para advertir sobre el riesgo implícito en la “soberanía popular”, base del régimen.

El gobierno del “demos” (pueblo), efectivamente, estipula que las decisiones de la sociedad política se han de tomar por la mayoría de las voluntades concordantes de sus miembros, usualmente concretadas en forma de votación.

Pero el problema es cuando en nombre del grupo mayoritario, el poder que surge del mismo pretende imponer su pensamiento, su forma de vivir y sus leyes (como ocurre en las regímenes fascistas, votados por una mayoría circunstancial).

El poder de la mayoría, decía Tocqueville, puede ser tiránico al imponer un pensamiento único contra el que nadie osa pronunciarse o cuando la opinión de la mayoría impide toda discusión.

También el pensador inglés John Stuart Mill (1806-1873) insistió en que, si bien la democracia fue históricamente parte del gran movimiento por la libertad humana, la mayoría podía ser tan dictatorial y peligrosa como los reyes y príncipes más despiadados y opresivos del pasado.

Por esta razón, muchos de los grandes filósofos y reformadores sociales de las centurias 1700 y 1800 a menudo insistían en que era necesario frenar los poderes y el alcance de los gobiernos mediante constituciones escritas y no escritas. Eso limitaría lo que la mayoría pudiera hacer a través de sus representantes electos.

Pero el respeto a las minorías se convirtió en un principio político, jurídico y moral medular, tras las atrocidades de la Segunda Guerra Mundial, en la que se cometieron todo tipo de crímenes contra minorías étnicas, como el genocidio judío.

A partir de entonces se comprendió que la democracia se corrompe cuando la mayoría usa su poder para favorecerse, discriminar y perseguir a minorías sociales estigmatizadas.

En la actualidad la regla de la mayoría, que hace que se decida en nombre de la voluntad del grupo mayoritario, debe ajustarse a la ética de los derechos humanos, la ideología global dominante que emergió a mediados del siglo XX justamente para respetar y proteger a los miembros de minorías políticas, raciales, étnicas, de clase, religiosas, lingüísticas o de género y sexuales.

Esto significa que las decisiones que tomen los Estados, sobre la base de la voluntad mayoritaria,  si no está respaldada por la garantía de los derechos humanos, pueden ser ilegítimas y de hecho el filósofo alemán Jürgen Habermas plantea que a las minorías les asiste, llegado el caso, el derecho a la “desobediencia civil”, en virtud de que “mayoría y verdad no coinciden forzosamente”.

En suma, los intereses básicos de las minorías, así como los de la mayoría, deben ser salvaguardados en cualquier sistema democrático por la adhesión a los principios de los derechos humanos, reforzado por un mecanismo jurídico eficaz.

 

© El Día de Gualeguaychú

 
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Publicado por en 22/01/2020 en Uncategorized

 

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Inquietante retorno de brotes de violencia

La violencia extrema que se desató el viernes (1 de septiembre) a la noche tras el acto en Plaza de Mayo (Buenos Aires), en que se reclamó por la aparición de Santiago Maldonado, ofreció un desagradable revival de las peores épocas.

Los desmanes y los destrozos en el centro porteño terminaron con 23 heridos y 27 detenidos. Estos incidentes se enlazan con una seguidilla de episodios que se vienen sucediendo en el país en los últimos tiempos.

Sobre todo después de las PASO han ocurrido atentados a oficinas públicas, agresiones directas, extorsiones y ataques verbales, eventos que juntos crean un clima de inestabilidad democrática.

Se sabe que buena parte del país está dividido en posiciones antagónicas irreconciliables. ¿Es la violencia de estos días el síntoma de la profundización de la llamada “grieta”, que incluso atraviesa la lectura política en torno al caso Maldonado?

De un lado de la grieta se iguala al Gobierno con una Dictadura (“Macri, basura, vos sos la dictadura”, dicen las gargantas opositoras), en tanto que del otro lado se sindica al kirchnerismo, en alianza con la izquierda radical, por llevar adelante un plan sistemático de desestabilización.

La desaparición del joven artesano Santiago Maldonado, ocurrida hace un mes y que investiga la justicia, se ha convertido en un caballo de batalla de la oposición, en vísperas de las elecciones de octubre.

Desde aquí se habla de “desaparición forzada” desde el Estado –como en la época en que gobernaban los militares de la dictadura- mientras que la fiscal de la causa ha dicho que no hay elementos suficientes para inferir que a Maldonado se lo llevó la Gendarmería.

Desde la otra vereda se recuerda, en tanto, la desaparición de Jorge Julio López, visto por última vez en La Plata el 18 de septiembre de 2006, ocurrida durante el gobierno kirchnerista.

Al cuestionar a quienes comparan a Maldonado con Jorge Julio López, Hebe de Bonafini retrucó: “Son diferentes personas: Maldonado era un militante y López era un guardiacárcel. ¿No sabían? López trabajaba de guardiacárcel. Igualmente no tiene que estar desaparecido, pero no es lo mismo que un militante comprometido como este pibe”.

Pero más allá de esta controversia lo que debe encender una luz de alarma sobre el tablero de la democracia son los incidentes de violencia política motorizados por minorías que se guían bajo la premisa de que “cuanto peor vayan las cosas, mejor” (la frase es de Lenin, antes de que tomara el poder).

Aquellos que apelan a las bombas incendiarias saben cómo comienzan los juegos con fuego, pero no saben cómo terminan. Aunque muchos argentinos memoriosos tienen claro que esta pirotecnia, al espiralizarse, ha contribuido en el pasado a la peor de las tragedias nacionales.

A contramano de esa historia dolorosa, parece que hay sectores que añoran volver a los ‘70, uno de los períodos más sangrientos de la Argentina, que enfrentó a uniformados resentidos con mesiánicos que se creían la vanguardia revolucionaria.

El historiador Marcelo Larraquy sostiene que la violencia política ha manchado de sangre a la Argentina del siglo XX. Según él, la modernidad en estas pampas estuvo atravesada por una lógica beligerante.

La idea de la violencia redentora, de derecha y de izquierda, alimentó a una generación que despreció a la democracia como sistema de convivencia. Y para no pocos autores, aquí reside la causa del retraso político, social y económico del país.

Como enseñaba el activista por los derechos civiles Martín Luther King, “la violencia crea más problemas sociales que los que resuelve”.

 

@ El Día de Gualeguaychú

 
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Publicado por en 12/09/2017 en Uncategorized

 

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Europa y el drama de la inmigración

Mientras por el Mediterráneo no se detiene el flujo humano clandestino proveniente de África y de Oriente Próximo, en el Viejo Continente crece un sentimiento xenófobo y racista.

El auge de la intolerancia y la violencia contra los inmigrantes y las minorías étnicas, se refleja en el ascenso de los partidos nacionalistas (populistas) y de ultraderecha en el sistema político europeo.

Ahora los inmigrantes ya no son necesarios para el mercado laboral y para rejuvenecer a poblaciones con tasas de natalidad ridículas. Son vistos, por el contrario, como competidores por empleos y servicios públicos cada vez más escasos.

La amenaza del Islam acentúa la paranoia nacionalista de franceses y alemanes, sobre todo. La crisis del modelo del multiculturalismo europeo se acentuó con el resurgimiento del radicalismo musulmán, que se ha convertido en factor de desestabilización global.

El ‘Financial Times’ llama la atención, al respecto, que los europeos salen masivamente a la calle cuando mueren algunos de ellos, por ejemplo las 12 víctimas del atentado terrorista a ‘Charlie Hebdo’ en París.

“Es poco probable –aclara– que haya una demostración similar en respuesta a la muerte de cientos de potenciales inmigrantes que se hundieron en el Mediterráneo durante el fin de semana mientras intentaban cruzar hacia Europa”.

Europa se repliega sobre sí misma ante el peligro del “elemento extraño y peligroso” representado por la presencia clandestina de extranjeros provenientes de las tierras remotas de África y de Oriente Próximo.

Levanta murallas o vallas que marcan la frontera entre “nosotros” y “ellos”, y le cuesta entender el drama humano de tantos refugiados de países devastados por la guerra, que se lanzan a cruzar el Mediterráneo aunque muchos perezcan en el intento.

“Morir por Europa”, así encabezó su editorial el diario español ‘El País’, de Madrid, al alertar sobre que el Mare Nostrum se está convirtiendo en la “mayor tumba de vidas y esperanzas”, por las tragedias asociadas a naufragios.

Esta semana la opinión pública europea fue conmovida por la noticia de que un viejo barco ocupado por unos 700 africanos volcó frente a las costas de Libia, y solo sobrevivieron 28 de ellos.

Este éxodo continuará, al igual que las trágicas travesías -dice ‘El País’- “mientras sea tan diferente la situación entre las dos orillas -una próspera y en paz, otra pobre y consumida por las guerras-”.

Ribka, un maestro africano de 28 años que desde hace dos años está en Italia, luego de ser rescatado de un naufragio, explicó los motivos de la aventura de tantos africanos.

“Todos sabemos que podemos naufragar, resultar heridos o que nos devuelvan enseguida a nuestro país, pero las ganas de dejar de sufrir allí, de tener un futuro en Europa, son mucho mayores”, testimonió.

La llegada de los inmigrantes ilegales se está convirtiendo en un problema social y humanitario que pone en jaque a Europa. El año pasado, arribaron a sus costas cerca de 219.000 refugiados.

Los conflictos de Oriente Próximo, como la devastación que está produciendo las guerras en Siria y Yemen, están acentuando el éxodo, haciendo que la presión inmigratoria aumente a niveles preocupantes.

¿Qué hacer frente a este problema? Las posiciones están divididas en el Viejo Continente, aunque en la opinión pública crece la tesitura de que ya hay “demasiados inmigrantes” y eso justificaría cerrar las fronteras europeas a los de afuera.

 

© El Día de Gualeguaychú

 
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Publicado por en 03/05/2015 en Uncategorized

 

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