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La tentación de demonizar al disidente

Hay razones para creer que la sociedad argentina es propensa a metabolizar sus fracasos y frustraciones mediante la construcción de enemigos, que se convierten en receptáculos de la agresión desplazada.

La explotación política de esta patología parece dar rédito, si se piensa que la tentación de transferir la culpa en algo o en otros se ha convertido en una verdadera patología en estas pampas.

La búsqueda del “chivo emisario”. Así se describe este mecanismo de echar culpas o de encontrar escapatorias mentales para lidiar con la frustración, mediante el expediente de demonizar al Otro.

La expresión alude a los rituales religiosos judíos de la antigüedad. En el Templo de Jerusalén, así, se solía sacrificar a un chivo (joven macho de la cabra) como una forma de expiar los pecados de la comunidad.

Lo cierto es que a lo largo de la historia argentina se han inventado distintos tipos de chivos emisarios para digerir la impotencia nacional (FMI, empresarios, sindicalistas, “sojeros”, grupos de derecha, grupos de izquierda, militares, piqueteros, “morochos” de clase baja, “blanquitos” de clase media, últimamente la “casta política” y la lista sigue).

Se ha escrito mucho sobre el papel de chivo expiatorio que cumplió el pueblo judío en la Alemania hitlerista. Aquí el chivo concentraba todos los odios y frustraciones de una colectividad que, herida en su orgullo, andaba buscando un blanco donde descargar su desdicha.

Existe, por lo demás, una vasta literatura que se nutre de la sociología y la psicología social de la persecución, que explica la tendencia ancestral de convertir a los “disidentes” en blanco de narrativas acusatorias falsas, práctica que suele terminar en grandes matanzas, es decir en grandes orgías de sangre.

Ya en la Antigüedad los griegos y los romanos desarrollaron contra los cristianos una fantasía consistente en señalarlos como una secta que, en la clandestinidad, minaba la existencia de la sociedad pagana de la época.

Se decía que este grupo era adicto a prácticas abominables, que lo convertían en algo repudiable para la especie humana. Estos infelices fueron acusados de celebrar reuniones donde se degollaban niños, y banquetes en los que los restos de las víctimas eran devorados ritualmente.

Se les acusaba también de celebrar orgías eróticas, en el curso de las cuales se mantenían toda clase de relaciones sexuales que incluían el incesto entre padres e hijos; y, por fin, de adorar a una extraña divinidad zoomorfa.

Resulta que cuando el cristianismo se convirtió en religión oficial del Imperio, las cosas se dieron vuelta. Las víctimas de ayer devinieron en los nuevos victimarios que se lanzaron a purificar el mundo aniquilando una determinada categoría de seres humanos concebida como agentes de corrupción y encarnación del mal.

Durante el medioevo cristiano, así, varios grupos disidentes o sectas herejes fueron acusados de prácticas ominosas, a las que se añadió toda clase de actos sacrílegos, como escupir y pisotear el crucifijo, adorar a Satanás en forma más o menos obscena, entre otras barbaridades.

Estos mitos persecutorios fueron elaborados por el establishment de la época, representados por monjes, obispos y papas, reyes y grandes señores, teólogos ortodoxos, inquisidores y magistrados.

El chivo expiatorio, en suma, es una (mala) costumbre milenaria de la humanidad que llega hasta nuestros días. Ninguna sociedad es inmune a esta tentación, que suele activarse ante crisis sociales severas como la que existe hoy en Argentina.

© El Día de Gualeguaychú

 
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Publicado por en 12/04/2024 en Uncategorized

 

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