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Archivos Mensuales: febrero 2018

Los árboles refrescan las calles y la ciudad

En estos días calurosos de verano, al circular o pasear por calles y plazas de Gualeguaychú se hace evidente la frescura que proporciona la sombra de los árboles.

Al mismo tiempo, el agobio por las altas temperaturas se hace sentir en aquellos lugares donde no hay árboles, lo que hace pensar en la poca estima vecinal por la plantación de ejemplares.

Este déficit resulta incomprensible a la luz de los beneficios ecológicos que reporta el arbolado urbano. El motivo de esta desaprensión vecinal seguramente sería por falta de cultura.

Por lo visto hay gente que no sabe –o no le interesa saber- que los árboles modifican para bien el ambiente ya que moderan el clima, mejoran la calidad y las condiciones del aire, conservan el agua, amortiguan la contaminación acústica, a la vez que embellecen la ciudad, entre muchas otras ventajas.

Está probado que los árboles pueden controlar el clima porque alivianan los efectos del sol, de la lluvia y del viento. Durante los meses de verano, así, las radiaciones solares son absorbidas o reconducidas por el mundo vegetal.

Los árboles tienen la capacidad de oxigenar la ciudad. Uno de sus mayores aportes, justamente, se relaciona con el mejoramiento de la calidad del aire.

Sus hojas son capaces de filtrar el aire, eliminando el polvo y diferentes partículas nocivas para la salud. Además, captan contaminantes, como por ejemplo, el dióxido de sulfuro, el monóxido de carbono y el ozono.

Al mismo tiempo, liberan oxígeno hacia la atmósfera. Por todo esto, puede decirse que los árboles cumplen un papel vital en cuestiones ambientales, purificando elementos primordiales para la vida.

Los árboles, en suma, nos protegen del sol y nos refrescan, algo que se revela necesario en los días de altas temperaturas. En este sentido, resulta un problema para la ciudad que haya vecinos a los que no les interese plantarlos en sus veredas o cuidarlos.

“Los árboles ensucian” se escucha decir a algunas personas al ver como caen las hojas sobre automóviles y veredas, como si privilegiaran el mundo aséptico e inerte de los objetos al orgánico de la naturaleza, a la que consideran fuente de suciedad.

Hay personas que teniendo espacio suficiente en su vereda, prefieren no plantar árboles para que otros no estacionen vehículos frente a su domicilio, o para que la planta no “estropee” la estética de su vivienda.

Pero muchos de ellos luego estacionan sus autos bajo los árboles de sus vecinos, para aprovechar la sombra que proporcionan. Algunos comerciantes, en tanto, priorizan la cartelería de sus negocios en detrimento del árbol existente, evidenciando falta de imaginación para lograr una armonía entre ambos.

Es conocida también la actitud agresiva de los conductores de vehículos de mediano y gran porte. Estos choferes se muestran indiferentes al impacto que produce la parte superior de la carrocería sobre los árboles, llegando a quebrar las ramas.

Entre las inconductas sociales sobresale la desaprensiva práctica de colocar clavos o alambres al fuste (tronco) del árbol para colgar allí las bolsas de residuos, una postura que revela la nula conciencia de que la planta es un ser vivo.

Cuando el sol aprieta buscamos una sombra. Es decir acudimos a un buen árbol para aliviarnos de las sensaciones de calor y protegernos de los rayos solares, especialmente en climas muy calurosos como el nuestro.

Estos ejemplares vegetales, así, realizan un servicio bienhechor para la comunidad, del cual sin embargo no se suele tomar nota.

 

© El Día de Gualeguaychú

 
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Publicado por en 07/02/2018 en Uncategorized

 

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La escuela no es la única que educa

Hay una tendencia a creer que la educación es un trabajo exclusivo de la escuela. Sin embargo se olvida que lo que se aprende fuera de los muros de los establecimientos educativos es todavía más decisivo.

En realidad la educación se desarrolla en un proceso de interacción continua entre las personas. Y por tanto tiene lugar en todos los ámbitos de socialización, como la familia, los espacios públicos y en contacto con los medios de comunicación social.

Parece una ingenuidad creer que el sistema escolar monopoliza el fenómeno del aprendizaje humano, en una sociedad donde se han multiplicado los agentes pedagógicos no formales decisivamente influyentes en la formación de creencias y pautas morales.

Bien o mal, también educan otros ambientes de la vida de un niño o adolescente. O acaso ¿no educan los padres en casa? ¿No lo hacen la televisión y las redes sociales? ¿No se aprende en los grupos de pares? ¿No educa una sociedad entera?

Por otra parte, la historia desmiente la presunción (o superstición) según la cual la institución escolar es el espacio donde tiene lugar el proceso de adquisición de conocimientos y habilidades.

En efecto, en la mayor parte de las sociedades que han existido no ha habido escuelas, y la gente ha aprendido igual. En el pasado la trasmisión de saberes y de valores se hacía bajo otros formatos.

En la modernidad la escuela ha sido dotada de un prestigio que hoy mismo, a la luz de la aparición de otros agentes pedagógicos informales, ha perdido fuerza.

Posiblemente la importancia de la educación escolar se deba, sobre todo, a su valor como forma de selección social (sirve para acreditar formalidades laborales), más que a su utilidad para la vida.

De hecho hoy la escuela está en crisis porque existe la sospecha de que lo que ahí se enseña es insuficiente o está desconectado de la demanda social, en un contexto de aceleración histórica.

Lo cierto es que los individuos, más allá de los entornos formativos institucionales, se hallan en situación de aprendizaje todo el tiempo, y lo llevan a cabo según sus necesidades e intereses.

No es que se le deba restar importancia a la institución educativa en la práctica de la enseñanza-aprendizaje. Pero a veces se tienden a subestimar las otras vías de acceso al conocimiento y al aprendizaje de valores.

Cierta corriente pedagógica le resta relevancia, por ejemplo, a la educación de la familia. Se argumenta al respecto que no es “sistemática”, que no responde a planificaciones previamente establecidas.

Sin embargo, en Argentina se da el caso de que muchos chicos, gracias a los padres o a los maestros particulares, adquieren saberes que luego convalidan en la escuela a través de los exámenes.

Es curioso, sobre el particular, que al mismo tiempo que desde el sistema educativo se relativiza  la “educación familiar”, por otro lado los representantes del mismo (directivos y docentes) atribuyan el fracaso de los alumnos a los padres.

En paralelo, algunos padres renuncian a educar a sus hijos, esperando que la escuela lo haga por ellos. Se delega así en la institución educativa el aprendizaje de aspectos elementales que hacen al discernimiento de lo que está bien o mal.

El punto es que si la familia y la escuela no se convierten en agentes pedagógicos efectivos, los chicos de todos modos encontrarán la manera de aprender en la sociedad misma, aunque de manera ocasional y de acuerdo a las circunstancias.

 

© El Día de Gualeguaychú

 
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Publicado por en 07/02/2018 en Uncategorized

 

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Usos y costumbres de tierra adentro

El mate, el asado criollo y la siesta, son tres tradiciones fuertes de los habitantes del interior del país y se diría que un rasgo distintivo de Entre Ríos.

Los domingos al mediodía son el momento preferido para comer carne asada en familia. Hay un rito entonces que se activa, que empieza con la elección de los cortes, sigue con encender el fuego y culmina con “¡un aplauso para el asador!”, el cumplido para el parrillero.

Hay un experto o experta en cada casa en el arte de cocer la carne a las brasas, generalmente alguien que heredó la técnica de padres o abuelos.

El asado se sirve bien caliente, recién salido de la parrilla, jugoso. Una simple ensalada de lechuga, tomate y cebolla o un buen plato de papas fritas son las guarniciones indiscutibles.

El acto social de comer carnes (blancas y rojas) asadas o choripanes congrega a familiares y amigos. Esta tradición se vincula con los habitantes del campo, los gauchos, hombres típicos del interior argentino.

Los entrerrianos suelen hacer un culto del asado con cuero, una técnica muy difícil por la cual el animal faenado se corta en cuartos sin quitarle el cuero y así va a la parrilla.

Es un proceso que lleva varias horas y es efectuado en una parrilla o estaca sobre brasas, a fuego muy lento para lograr una cocción pareja y uniforme. Se constata que el asado está “a punto” cuando el cuero se desprende sin dificultad.

La Fiesta Nacional del Asado con Cuero es uno de los principales eventos gastronómicos de la provincia de Entre Ríos. Desde hace quince años esta celebración autóctona, donde se ponen en escena usos y costumbres gauchas, tiene lugar en la ciudad de Viale durante el mes de noviembre.

La otra costumbre inconfundible de los entrerrianos –y de los paisanos de tierra adentro- es el mate. El amor criollo por la infusión de la yerba mate es cosa seria y es una práctica  que se remonta a los antiguos pobladores del territorio, concretamente de los aborígenes guaraníes.

Es difícil no hallar un mate, una bombilla, un termo y un paquete de yerba, en un hogar entrerriano, por más humilde que sea. El mate no distingue entre ricos y pobres, no hay colores ni clases sociales para compartirlo, no hace diferencia de género ni de edad.

Los entrerrianos tenemos una identificación plena con el mate, que es visto como un símbolo de compañía y encuentro. Cebar “unos verdes” es un ritual entrañable en estos pagos.

Además, el mate y el asado están indisolublemente unidos a la vida de los pueblos, herencia de la cultura gauchesca. Ricardo Güiraldes, en su libro “Don Segundo Sombra”, certifica esta unión: “Asamos la carne y la comimos sin hablar. Pusimos sobre las brasas la pavita y cebé unos amargos”.

La otra tradición es la siesta, antigua práctica bien criolla y de los habitantes del interior. Los porteños se ríen de esta costumbre de dormir algunos minutos luego del almuerzo, a la que identifican con la pura vagancia.

Sin embargo, hoy la ciencia y la medicina recomienden este reposo al mediodía. Y preconizan cortar la jornada con un descanso, para retomar las actividades con nueva energía y concentración.

En Entre Ríos la siesta se asocia a un mito de la zona rural: La Solapa. Según la cultura popular esta mujer mala y fea, muy alta, de largo vestido blanco y con un gran sombrero, aparece sigilosamente en forma sorpresiva a la siesta y se lleva a los gurises que a esa hora andan fuera de sus casas.

Este mito rural cumple una función social: mantener a los chicos cerca de sus padres mientras éstos descansan luego del agotador trabajo en el campo.

 

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Publicado por en 07/02/2018 en Uncategorized

 

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El Mayo Francés: a 50 años de la revuelta

Se cumple este año el 50º aniversario de aquella rebelión estudiantil que influyó en las ideas del mundo occidental, aunque las implicancias del Mayo Francés se discuten todavía hoy.

En todo el mundo se anuncian congresos y debates para evaluar el legado de esta revuelta de la primavera parisina de 1968, que al principio consistió en una serie de huelgas estudiantiles en numerosas universidades e institutos de enseñanza.

Pronto las manifestaciones pacíficas pasaron a ser una batalla campal con las fuerzas del orden. Y Francia toda se conmovió: se declararon en huelga 10 millones de personas y todo eso marcó el principio del fin del gobierno de Charles de Gaulle.

¿Qué querían estos estudiantes? La lectura convencional es que le declararon la guerra a la vida moderna. Cebados por teorías radicalizadas aprendidas en las aulas, proponían una revolución contra la nueva etapa del capitalismo: la sociedad opulenta.

Aunque el fenómeno debe inscribirse dentro de lo que se conoce como Contracultura, un multifacético movimiento contestatario que ya había hecho pie en Estados Unidos, con la llamada generación beat, el rock ‘n roll y numerosos grupos de defensa de derechos civiles.

Para algunos exégetas, los jóvenes querían escapar de las trampas materialistas de la sociedad de consumo. No querían ser rehenes de una sociedad basada en “más tienes, mejor eres”.

El rechazo al Sistema incluía la impugnación a todo gobierno, a la intervención de EE.UU. en Vietnam y otros tópicos como la explotación del Tercer Mundo, los conflictos de clase, y demás.

Pero en el fondo, hay cierto consenso en admitir que se trató de una revuelta de los hijos contra sus padres. Mejor dicho, contra la “moral burguesa” de sus progenitores.

Estos “hijos de la opulencia” –porque en general eran de buen pasar- aborrecían la ética adulta (a la que asociaban con el puritanismo), y por eso abrazaron un programa anarquista.

Es decir, un inconformismo sistémico se apoderó de una generación, que llevó su demanda al límite, al abrazar consignas como “seamos realistas, pidamos lo imposible”, “la imaginación al poder”, o “tomemos el cielo por asalto”.

¿Qué quedó de tanta osadía? Desde la cultura y el arte muchos creadores evocan con nostalgia una época en la cual se creía que un cambio radical era posible.

Eso queda patente en la poesía de Ismael Serrano: “Papá cuéntame otra vez que tras tanta barricada /y tras tanto puño en alto y tanta sangre derramada, /al final de la partida no pudisteis hacer nada, / y bajo los adoquines no había arena de playa”.
“Fue muy dura la derrota: todo lo que se soñaba / se pudrió en los rincones, se cubrió de telarañas (…) Queda lejos aquel Mayo, queda lejos Saint Denis,
que lejos queda Jean Paul Sartre, muy lejos aquel París”.
A modo de balance, algunos piensan que el Mayo Francés y la Contracultura, en virtud de su carácter anarquista, fueron responsables de esa especie de huracán nihilista que se abatió en las últimas décadas sobre Occidente.

Otros especulan que el movimiento juvenil francés se convirtió en una bomba de tiempo que terminaría con la sociedad patriarcal, permitiría la emergencia de las mujeres y los jóvenes como actores sociales de pleno derecho que, años después, provocarían el derrumbe de los regímenes comunistas.

El filósofo Gilles Lipovetsky, en tanto, sostiene que el Mayo Francés, pese a la filosofía revolucionaria y colectivista que lo inspiró, en los hechos tuvo un saldo paradójico: significó el origen del individualismo contemporáneo y en este sentido ayudó a sentar las bases de la actual posmodernidad.

 

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Publicado por en 07/02/2018 en Uncategorized

 

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La soledad como política de Estado

El Reino Unido, en una medida inédita a nivel mundial, ha decidido crear un departamento de Estado para luchar contra la soledad, un mal que en realidad acecha a la sociedad contemporánea.

Se trata de una medida polémica, criticada por aquellos que plantean ilusorio creer que la burocracia puede resolver, a través de la ingeniería social, un drama existencial de índole subjetivo.

¿Qué puede hacer un funcionario estatal para resolver, por caso, el vacío existencial de individuos cuyas vidas carecen de propósito y sentido? ¿Tiene el Estado una respuesta a los dilemas subjetivos de los ciudadanos?

Al parecer, el gobierno británico ha llegado a la conclusión de que las enfermedades espirituales, como la soledad, tienen una consecuencia social dramática, frente a la cual cabe movilizar al Estado.

La noticia es que la primera ministra británica, Theresa May, anunció la creación de una Secretaría de Estado, dependiente del Ministerio de Cultura, Deporte y Sociedad Civil, para tratar el problema de la soledad, que afecta a más de 9 millones de personas, jóvenes y mayores, en el Reino Unido.

Se quiere crear así una estrategia de gobierno dirigida a combatir el sentimiento de la soledad en personas que, por distintas razones, no se relacionan con otos durante mucho tiempo.

Al frente del nuevo organismo público fue nombrada Tracey Crouch, quien deberá lidiar con una problemática que afecta a 9 millones de personas en ese país (el 13,7% de la población total).

Esto sucede, paradójicamente, en tiempos de la hiperconexión que proporcionan Internet y las redes sociales. Y también tiene lugar en una sociedad desarrollada, cuyas altas cotas de bienestar parecen tener como contracara el aislamiento ciudadano.

Este drama recuerda la temática de la película documental “La teoría sueca del amor”, del cineasta italo-sueco Erik Gandini, donde se muestra el lado oscuro del modelo social de Suecia.

Resulta que ese país nórdico, la tierra utópica de la eficiencia y el bienestar social universal, tiene habitantes que se mueren de tedio y soledad, según relata el film.

En esa cinta, en efecto, se describe un modelo supuestamente exitoso que luce deprimente por fisuras emocionales asociadas al hecho de que el dinero no lo es todo y por la construcción de una sociedad de solitarios.

De acuerdo con una encuesta realizada entre la población británica en 2016, más de 200.000 personas confesaron pasar hasta un año sin hablar con nadie. La Cruz Roja sostiene que más de 9 millones de británicos padecen de soledad.

Pero se trata de un problema que afecta a toda Europa: una encuesta de la Comisión Europea, realizada en junio de 2017, reveló que el 6% de la población no tiene a nadie a quien pedir ayuda si la necesita.

“Quiero tomar medidas contra la soledad que sufren las personas ancianas y aquellos que han perdido a seres queridos, aquellos que no tienen a nadie con quien hablar”, señaló May al anunciar su preocupación por los altos niveles de soledad que padecen los ciudadanos de su país.

Julianne Holt-Lunstad, psicóloga-investigadora de Brigham Young University, calificó la soledad como una epidemia. “A mayor soledad, menor integración, menor interacción, menor vinculación emocional y menor interrelación con otras personas así se incrementa el riesgo de sufrir más enfermedades, de padecer trastornos del sueño, alteraciones psíquicas, alimenticias y por supuesto de ser más propenso a morir”, explica la experta.

 

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Publicado por en 07/02/2018 en Uncategorized

 

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Entre Ríos y sus sabores identitarios

Un vistazo a la historia y a la dieta autóctona de Entre Ríos refleja el modo de vida de los distintos grupos étnicos que habitaron el territorio, confirmando a la alimentación como un hecho social e identitario.

La antropología enseña que en este hecho interactúan la biología y las respuestas culturales adaptativas desarrolladas por los seres humanos en cada lugar y tiempo. En este sentido, la cultura gastronómica entrerriana ha sido determinada por los diferentes pueblos que han habitado la provincia.

El actual territorio de Entre Ríos estaba habitado, antes de la llegada de los conquistadores españoles, por poblaciones aborígenes que desarrollaron culturas particulares y definidas.

Los Chanáes, los Guaraníes (Chiriguanos) y los Charrúas conformaron, así, la población etnohistórica del territorio entrerriano, la base de cuya alimentación dependió básicamente de la práctica de la caza, la pesca, la recolección de frutos y excepcionalmente de una agricultura incipiente.

La dieta alimenticia de los chanáes, por caso, estuvo compuesta por pescado (en gran proporción); animales de caza (nutrias, ciervos, avestruces, etc.); plantas cultivadas (maíz, calabaza, porotos, etc.), además de miel.

Entre los hábitos alimenticios atribuidos a los chaná-timbúes figuraba la geofagia. Esta singular inclinación gastronómica consistió en la ingestión, a modo de pan, de tierra frita en grasa de pescado. Este hábito, si bien no ha sido señalado para ninguna de las tribus vecinas, tuvo amplia difusión en el Nuevo Mundo.

Con la colonización española la historia de la gastronomía de Entre Ríos da un giro. Aquí se profundizan las costumbres carnívoras de los habitantes de lo que se llamó Virreinato del Río de la Plata.

El consumo de carne proveniente del ganado cimarrón traído por los conquistadores se extendió a lo largo de todo el territorio colonial. Así, la vaca fue la gran protagonista de la cocina de aquella época y lo sigue siendo en la actualidad.

Ángel Sánchez, que ha escrito sobre los sabores entrerrianos, habla de una subcultura gastronómica criolla, que según él arranca con la llegada de los españoles y que evoluciona hasta 1850.

Hasta ese año, dice, la dieta estaba concentrada en pucheros, guisos, estofados y carnes a la parrilla, en base a los animales traídos por los españoles: vaca, caballo, chivo y oveja.

Se consumía, al  igual que lo hicieron los indígenas, mucho pescado de río, a lo que se sumaban animales silvestres: carpincho, nutria, iguana, mulita, comadreja, guazuncho, entre otros.

Fue por la época de Francisco Ramírez cuando se promovieron los árboles frutales, pero con Justo José de Urquiza en 1850 se promovió la producción de vinos, aceite de oliva y empezaron a llegar los primeros inmigrantes a las colonias que trajeron todo lo demás. “La riqueza gastronómica de Entre Ríos empezó en esos años, cuando se plasmó un cambio profundo”, refiere Sánchez.

Las distintas comunidades inmigratorias (españoles, italianos, judíos, sirio-libaneses, alemanes del Volga, belgas, franceses, suizos, eslavos) incorporaron nuevos alimentos y formas de elaborarlos. Así se produce una multiplicación de comidas que no ha hecho más que expandirse, configurando hoy una variopinta oferta gastronómica.

Cabría postular, en suma, que Entre Ríos tiene una identidad culinaria forjada a partir de distintas influencias étnicas que se remontan a los primeros aborígenes, luego al período colonial y más acá en el tiempo a la llegada de los inmigrantes, sobre todo europeos.

 

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Publicado por en 07/02/2018 en Uncategorized

 

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El derecho a disfrutar de unas vacaciones

Las vacaciones son un derecho humano fundamental que se funda en el hecho de que el descanso es una necesidad biológica y mental imprescindible del trabajador.

El vocablo “vacación” deriva del latín vacatio o vacationis, y se refiere al cese temporal de una actividad habitual, principalmente del trabajo remunerado o de los estudios, según el Diccionario de la Real Academia Española (DRAE).

En el pasado remoto la posibilidad del ocio fue un privilegio de minorías dominantes. Tuvo que pasar mucho tiempo para que el receso fuese valorado socialmente.

El descanso como recompensa por el trabajo fue una conquista del siglo XX, en plena modernidad. En efecto, el primer gesto gubernamental en este sentido lo dio el socialista francés León Blum el 11 julio de 1936, cuando se instituyó en Francia la semana laboral de 40 horas.

Esta medida se empezó a propagar a todos los países, y fue una bandera del sindicalismo. El derecho a las vacaciones fue consagrado en 1948, en la Declaración Universal de los Derecho Humanos.

“La persona tiene derecho al descanso, al disfrute del tiempo libre, a una limitación razonable de la duración del trabajo y a vacaciones periódicas pagas”, reza el texto internacional.

El artículo 14 bis de la Constitucional Nacional de Argentina garantiza a todos los trabajadores el “descanso y vacaciones pagados”.

Se trata de un descanso anual obligatorio remunerado: el trabajador es dispensado de todo trabajo durante un cierto número de días consecutivos cada año, después de un período mínimo de servicios continuos.

Sin embargo, el 33,3% de los empleados no registrados (en negro), alrededor de 5.700.000 trabajadores en relación de dependencia que viven en centros urbanos del país, no disfrutan de vacaciones pagas (como tampoco otros beneficios sociales consagrados por ley).

El derecho a las vacaciones, que se propagó tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, hizo surgir a un sector clave de la economía moderna: el turismo. La “industria sin chimenea” no se explica sin la posibilidad de acceso al descanso creativo y al tiempo libre de la clase trabajadora.

El hecho turístico en sí está emparentado con el reconocimiento a los trabajadores del derecho a las vacaciones pagas, y con el proceso que hizo que el tiempo libre pasara del ámbito limitado de un placer de minorías al ámbito general de la vida social.

Está comprobado, a través de numerosos estudios, que el período de vacaciones afecta positivamente el rendimiento de los trabajadores, quienes logran así renovar energías y sentirse más satisfechos con su situación.

La necesidad de descanso se hace perentoria en esta época del año (verano). Dificultades de concentración, desmotivación, cansancio, son algunos síntomas de agotamiento entre quienes realizan labores.

Las vacaciones, en este sentido, permiten restablecer el equilibrio psicofísico de las personas que trabajan. Algunos especialistas aseguran que tener vacaciones al menos una vez al año, reduce en un 20% el riesgo de presentar problemas cardíacos.

Además, tomarse días libres hace que las personas sean menos propensas a sufrir depresión, fatiga y ansiedad. Al mismo tiempo ayuda a revitalizar las relaciones personales, de pareja y de familia.

Las vacaciones pueden ayudar a que el grupo familiar se fortalezca, profundizando el sentido de pertenencia entre sus miembros, quienes así  tienen la oportunidad de estrechar sus vínculos pasando momentos memorables.

 

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¿Al mundo hay que daejarlo como está?

La historia ha demostrado que el hombre ha elaborado distintas alternativas para salir de su estado de insatisfacción con el mundo. ¿Pero hay un progreso efectivo de la civilización y de la naturaleza humana?

Gottfried Wilhelm Leibniz (1646-1716), matemático y filósofo alemán,  escribió el libro “Teodicea” (Justicia de Dios) en el cual trató de justificar el estado de cosas.

Una frase suya a atravesado los siglos y aún hoy suele repetirse: “El mundo tal como está, es el mejor de los mundos posibles; porque entre todas las opciones Dios, por su perfección, tuvo que escoger la mejor”.

Este mundo es óptimo, según el razonamiento de Leibniz, no puede ser mejor de lo que es, por la sencilla razón que así lo creó Dios, que es infinitamente bueno. Incluso el mal hay que juzgarlo, decía, en relación a la totalidad de la obra divina.

Es decir, el mal existe porque era una condición necesaria para la existencia del bien. De esta manera Leibniz se convirtió en el padre del “optimismo” filosófico, según el cual las cosas están bien como están.

Siguiendo este razonamiento, si lo que es, es bueno, entonces, ¿qué sentido tiene querer mejorar el mundo? ¿Qué necesidad habría de cambiarlo todo? ¿Por qué el hombre, a contrapelo de la optimidad del mundo, querría que sea de otro modo?

Los críticos de Leibniz le responden que querer que el mundo no cambie, defender lo que hay, es propio de los conformistas y de los privilegiados, es decir de los que disfrutan de una situación de poder y bienestar.

El escritor portugués José Saramago, así, engloba a los insatisfechos dentro de un sector específico de la humanidad que no se resigna al statu quo. “Los únicos interesados en cambiar el mundo son los pesimista, porque los optimistas están encantados con lo que hay”, escribió.

Es decir, es necesario ser un inconformista o sentirse víctima de alguna injusticia, para querer modificar el entorno. La concepción utópica abreva en esta insatisfacción y en la creencia de que no está todo dicho.

Son los que postulan que el progreso de la humanidad es posible y en función de esta creencia proclaman que hay que cambiar el mundo, porque el horizonte está abierto, la plenitud espera y hay que luchar para llegar allí.

Pero, por otro lado, decir que éste es “el peor de los mundos posibles”, invirtiendo así la tesis leibniziana, también nos conduciría a un quietismo filosófico y político respecto de la marcha del mundo y la historia.

Aquí la insatisfacción no habilita al cambio sino que lo suprime. Es un pesimismo (del latín pessimum, “lo peor”), que lleva a sostener que querer mejorar las cosas resulta una insensatez porque la desdicha humana es incurable.

En Argentina Enrique Santos Discépolo, autor de tangos memorables como “Cambalache”, aparece como poeta atormentado por el pesimismo y la idea metafísica de que no hay progreso sino un eterno retorno de lo mismo.

“Que el mundo fue y será una porquería, ya lo sé”, reza el tango discepoliano cuya carga pesimista ignora cualquier futuro luminoso.

Es propio del pensamiento de las grandes religiones (sobre todo orientales) postular que la naturaleza humana nunca cambia realmente, porque la pobreza y la violencia son partes inseparables de este mundo, y en este sentido es un riesgo inventarse ilusiones sobre paraísos terrenales.

Desde aquí se dice que sufrir y soportar los sufrimientos es el destino de la humanidad. Por tanto –se razona- por más que lo intenten los hombres, ninguna fuerza ni ningún artificio logrará desterrar de la vida humana los males y los infortunios que la acosan.

 

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Tacañería, patología del que ahorra dinero

La contrafigura del gastador, del consumidor compulsivo, es la del que ahorra hasta convertirse en un tacaño, es decir alguien que encuentra placer en la acumulación misma.

¿Acaso es repudiable la decisión de no gastar en exceso? Trabajar y ahorrar son valores bien vistos en la sociedad. Los economistas sostienen, de hecho, que la salud de una economía se mide por su tasa de ahorro, necesaria para acometer inversiones.

¿Cuándo estamos ante un tacaño y cuándo ante un ahorrador? ¿Cómo saber si el hecho de no gastar es fruto de una sana decisión o linda con lo maniático? ¿Dónde está la frontera que separa una conducta de la otra?

La diferencia reside en que mientras la persona que ahorra lo hace con un fin específico (cambiar el auto, irse de vacaciones, comprar una casa, dejarles un capital a los hijos), el avaro no suele tener un objetivo que justifique las privaciones a las que se somete.

En el diccionario la palabra tacaño tiene estos sinónimos: avaro, mezquino, cicatero, miserable, apretador, amarrete. En cuanto a los antónimos figuran: dadivoso, generoso, bondadoso, desprendido, pródigo.

Mientras en el avaro el acto de acumular constituye un fin en sí mismo, en aquel que ahorra es un medio para garantizarse otras cosas. La tacañería es una deformación exagerada del instinto de economía, es una patología del ahorro.

En la historia, desde siempre, quedan constancias de la existencia de este tipo humano, apegado a la riqueza, que recibe y no da, que acumula. La literatura también ha explotado mucho esta figura.

Es célebre al respecto cómo describe el británico Charles Dickens, en la novela “Un cuento de Navidad”, a ese hombre avaro y egoísta llamado Ebenezer Scrooge, quien finalmente se redime de su avaricia.

Scrooge, el tacaño, tiene un corazón, duro y frío. Tiene dinero y no lo gasta. ¿Es lo mismo el tacaño que el avaro? Aunque los dos están afectados por un deseo inmoderado de riqueza, uno (el tacaño) es deficiente en el dar, mientras que el otro (el avaro) es excesivo en el tomar.

Eso piensa el filósofo Aristóteles, quien en su libro Ética escribió: “Hay muchas clases de avaricias. Llamamos tacaño, cicatero o mezquino a todo el que se queda corto en dar”.

Y añade: “Otros avaros, por lo contrario, se distinguen por el exceso en recibir a manos llenas y tomar todo lo que pueden: por ejemplo, todos los que se entregan a especulaciones innobles, los rufianes y todos los hombres de esta clase, los usureros”.

Si la tacañería es una versión de la avaricia, cabe recordar que ésta es considera por la moral cristiana como uno de los pecados capitales.

La licenciada Adriana Guraieb, miembro de la Asociación Psicoanalítica Argentina (APA), describe así al tacaño: “Se caracterizan por un sentimiento de dolor, de profundo sufrimiento a veces insoportable, ante la idea de gastar dinero, pues nunca les resulta suficiente lo que tienen”.

¿Los tacaños nacen o se hacen? “Considero –refiere– que estos patrones de comportamiento tienen su origen en la primera infancia, en donde les faltó afecto y se aferraron a los objetos, regalos, como lo único sobre lo que ellos pudieran controlar, manejar, dominar, y de ahí que es bastante complejo pretender que cambien porque está muy fijado el valor que le adjudican al dinero. Como dice el viejo refrán: ‘Viven pobres y mueren millonarios’”.

Según Guraieb, son sujetos que le otorgan más importancia al dinero que a cualquier vínculo afectivo. “De allí que sean personas con poca posibilidad de mantener una pareja, porque es muy frustrante vivir junto a quien solo le importa acumular dinero”, dice.

 

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El poder del arte musical para la vida

Se sabe que la música tiene un poder sanador para el alma y el cuerpo. Su influjo bienhechor, de hecho, es hoy atestiguado por la ciencia médica.

Una de las frases más antiguas que se contemplan sobre la música la enuncia el pensador Confucio: “La música produce un tipo de placer sin el que la naturaleza humana no puede vivir”.

Mucho más tarde, en el siglo XIX, el filósofo Friedrich Nietzsche le escribió a su amigo Peter Gast: “La vida sin la música es sencillamente un error, una fatiga, un exilio”.

Otro pensador, Arthur Schopenhauer, creía que la música era el lenguaje metafísico por excelencia, ya que a través de él se develaba el ser más íntimo del universo, haciendo que el hombre se elevara espiritualmente.

“El compositor revela la naturaleza más recóndita del mundo y expresa la sabiduría más profunda en un lenguaje que su facultad de razonamiento no comprende”, escribió.

En tanto el compositor, pianista y director estadounidense Leonard Bernstein (1918-1990) pensaba algo parecido: “La música puede dar nombre a lo innombrable y comunicar lo desconocido”.

A todo esto, cada vez más investigaciones certifican que la música tiene efectos  beneficiosos para los que la practican y para los que son alcanzados por ella, llegándose a afirmar que incluso cura enfermedades.

Al respecto el año pasado la Asociación ‘Música en Vena’ (España) presentó el proyecto Músicos Internos Residentes (MIR) que pretende demostrar científicamente el impacto positivo de la música en directo en un determinado tipo de pacientes y que podría utilizarse como “un medicamento que cura”.

Varios estudios demuestras que los beneficios de la música son enormes para la salud física y emocional de las personas. Por ejemplo reduce sustancialmente el dolor crónico, ya que escuchar música libera endorfinas, y éstas actúan como analgésico natural.

Se cree que escuchar media hora de música suave, aunque sea dos veces por semana, reduce significativamente los niveles de estrés y ansiedad. También ayuda a reducir la frecuencia cardíaca y la presión arterial, reduciendo así el riesgo de sufrir problemas de salud.

Los especialistas, en tanto, sostienen que la música relajante mejora la capacidad de concentrarse durante más tiempo, y promueve un estado de calma y meditación. No solamente provoca bienestar y aumenta la creatividad, sino que el efecto dura aún después que la música haya dejado de sonar.

Por otro lado, la música no solamente elimina la sensación de fatiga, cansancio y aburrimiento sino que actúa como un estimulante que aumenta la productividad.

Algunos médicos recomienzan a personas que sufren insomnio escuchar música de baja frecuencia, ya que induce y facilita y mejora el sueño.

Desde el punto de vista emocional, se cree que gracias a la música recordamos momentos felices, pero también aumentamos la autoestima y la confianza en nosotros mismos.

Otro de sus múltiples beneficios es que cuenta con la virtud de cambiar el ánimo de una persona rápidamente, y ayuda a tener autocontrol, mejora el poder de seducción y vence la timidez.

Lenguaje universal por excelencia, ya que atraviesa fronteras culturales, La música también invita a socializar y a unir a las personas.

Por otro lado, en los niños y los bebés tiene grandes efectos benéficos al estimular su cerebro y hacerlos más sensibles a cualquier estímulo.

Ante todos estos beneficios la música, en suma, puede ser una aliado para mejorar la vida individual y grupal. Afortunadamente, para disfrutar de ella sólo es necesario dejarse llevar.

 

© El Día de Gualeguaychú

 
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Publicado por en 07/02/2018 en Uncategorized

 

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