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A 30 años del genocidio en Ruanda

25 Abr

En 1994, en sólo 100 días, alrededor de 800.000 personas fueron asesinadas en Ruanda por extremistas étnicos. La ola de asesinatos, entre abril y julio de ese año, constituye una de las páginas más horrorosas de la humanidad.

Se trató de un intento de exterminio de la población minoritaria tutsi y se calcula que aproximadamente el 70% de sus integrantes murieron.

Aunque también fueron eliminados hutus, la etnia a la que pertenecían los autores de la matanza, soldados del Ejército y miembros de la milicia extremista Interahamwe (Los que matan juntos).

La violencia sexual fue generalizada; se cree que fueron violadas entre 250.000 a 500.000 mujeres durante la matanza.

Las historias sobre genocidios y violencia en África muchas veces parecen ser naturalizadas, de tal manera que tienden a diluirse en el magma informativo.

Sin embargo, el horror y el dolor del genocidio de Ruanda sigue vivo 30 años después. “Nunca olvidaremos a las víctimas de este genocidio”, dijo el secretario general de la ONU, António Guterres esta semana.

Las cicatrices en los cuerpos de los sobrevivientes recuerdan a los ruandeses las matanzas. También quedó un trauma profundo en el país africano, que busca todavía sanar sus heridas.

Ruanda, en 1994, vivió una guerra étnica, producto de que sus ciudadanos fueron divididos en grupos, como parte de la herencia colonial europea.

Cuando los belgas se apoderaron de Ruanda a fines del siglo XIX, clasificaron a la población de acuerdo al grupo al que pertenecían, creando identificaciones que señalaban quién era hutu y quién tutsi.

Estas divisiones étnicas del orden colonial fueron exacerbando las tensiones y los rencores en la sociedad ruandesa.

La tragedia comenzó la noche del 6 de abril de 1994, horas después de que el presidente del país, Juvenal Habyarimana, muriera cuando el avión en el que se disponía a aterrizar en el aeropuerto de Kigali fue alcanzado por dos misiles.

Juvenal Habyarimana, que había llegado al poder en 1973 mediante un golpe de Estado, pertenecía a la etnia hutu, mayoritaria en el país (representaba el 85% de la población antes del conflicto).

Los hutus atribuyeron el magnicidio a los tutsis del Frente Patriótico Ruandés (FPR), movimiento guerrillero con el que habían librado una guerra civil intermitente desde 1990.

En cuanto se corrió la voz de la muerte del presidente Juvenal Habyarimana, los hutus comenzaron a matar a los tutsis y a los miembros moderados de su propia etnia: hombres, mujeres, niños y ancianos fueron masacrados a tiros y machetazos. Miles de mujeres tutsis fueron secuestradas y mantenidas como esclavas sexuales.

Ruanda, con 8 millones de habitantes, se convirtió en una inmensa fosa común ante la pasividad de la comunidad internacional.

Las matanzas continuaron hasta principios de julio, cuando más de 1,5 millón de ruandeses, sobre todo hutus, huyeron a Zaire (actual República Democrática del Congo), Tanzania y Burundi ante el avance de las fuerzas del FPR, que acabó ocupando casi todo el país.

La ausencia de una reconciliación entre los distintos partidos de Ruanda y la falta de respuesta de la comunidad internacional hicieron que la tragedia fuera aún más cruel.

Hoy, a 30 años del genocidio, en Ruanda es un delito hablar de divisiones étnicas y ya desde 2003, tras un referendo, se prohibió a los partidos políticos identificarse con una raza, etnia, clan, tribu, sexo o religión.

© El Día de Gualeguaychú

 
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Publicado por en 25/04/2024 en Uncategorized

 

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