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La clase política que juega al caos

¿Qué puede salir mal en un país donde mientras el gobierno rompe lanzas con todo el mundo, alardeando de un espíritu ácrata, sectores de la oposición fantasean con un golpe institucional?

Se diría que todos juegan al caos en medio de una crisis económica profunda y que tiende a escalar. El gobierno central y los gobernadores, por caso, se han lanzado a una pelea irracional.

Resulta difícil en este juego patético de la política saber quién tiene razón. ¿La tienen los que, desde los poderes locales, dicen ser víctimas de la prepotencia centralista?

¿Se justifica, entonces, amenazar con no entregar recursos al resto del país, como los Estados patagónicos con el petróleo? ¿Estaría bien que cada distrito del país empleara este método? ¿Por ejemplo que otras provincias no entreguen energía o minerales, que se producen en sus territorios?

¿Qué tan legítimos son los planteos “federales” de los gerentes de burocracias provinciales quebradas? ¿Están defendiendo el federalismo o se escudan en él para no emprolijar las cuentas públicas propias, para tirarle el “costo político” del ajuste necesario a la Nación?

¿Y qué decir del gobierno central? ¿Lo asiste la razón cuando habla de la “casta política” de gobernadores y legisladores, un complejo de intereses que viene usufructuando de la “teta” del Estado?  

¿O más bien, creído de su propio discurso anarcocapitalista, sus personeros creen que están en una cruzada antiestatal, utilizando paradójicamente los resortes del Estado? ¿Es consistente despotricar contra el Estado mientras se lo pilotea o se hace “como que”?

Al margen de que dentro del mileísmo hay muchos políticos que califican como “casta”, decir que el Estado en sí mismo es una “asociación ilícita” no sólo es una aberración política y filosófica, sino que quien lo dice, desde la magistratura estatal, se autoincrimina.

Resulta increíble tener que explicar que el Estado es una necesidad histórica que emana de la naturaleza humana, que no existe la sociedad civilizada sin su organización política y jurídica, al punto que cuando esta estructura de dirección y coerción no existe es rápidamente sustituida por estructuras mafiosas.

En realidad, no se trata de eliminar al Estado sino de enmendar las cosas que están mal en el que existe. Y en este sentido, hay una parte de verdad en la teoría de Javier Milei sobre que el aparato estatal argentino ha sido colonizado por sectores políticos, empresariales y sindicales, que se vienen sirviendo de él, configurando una verdadera oligarquía estatal (la mentada “casta”).

Si esto es así, es loable la política que tienda a purgar el Estado (que por definición se justifica como organismo que sirve y defiende el “interés general”) de elementos e intereses oligárquicos.

Cosa muy distinta es querer eliminar algo porque funciona mal. Con ese concepto, y utilizando una metáfora odontológica, cada vez que nos duele una muela, en lugar de curar la caries, sacaríamos directamente esa pieza dental (y al cabo nos quedaríamos sin dentadura lo cual afectaría nuestra salud).

A lo sumo, para darle crédito a la filosofía libertaria, con su carga de utopismo a cuestas (también el marxismo postula el fin de la formación estatal) se podrá aceptar que el Estado es un “mal”, pero aclarando siempre a renglón seguido que es un mal “necesario”, en sí mismo inerradicable.

Por lo demás es curioso que el mileísmo, que despotrica indiscriminadamente contra el Estado, se identifique al mismo tiempo ideológicamente con Julio Argentina Roca, un liberal del siglo XIX que devino en el verdadero inventor del Estado argentino.

© El Día de Gualeguaychú

 
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Publicado por en 11/04/2024 en Uncategorized

 

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