Sebastián Malvar y Pinto, evangelizador y político
El mentor ideológico de la villa
Aunque no fue el ejecutor material de la fundación de Gualeguaychú, al obispo Malvar y Pinto le cabe el título de inspirador intelectual. Su gestión preparó la acción posterior de Tomás de Rocamora. Y revela hasta dónde convergían los intereses de la Iglesia Católica y la monarquía española.
Por Marcelo Lorenzo
“Las capillas serán parroquias y junto a las parroquias nacerán villas”. La frase se le atribuye a Monseñor Sebastián Malvar y Pinto. Y allí está contenida toda la alta política de España para esta zona, en el último tramo del siglo XVIII.
Para nuestra actual concepción laica del Estado, la idea es disonante. ¿Qué tiene que ver la creación de una parroquia católica con la organización civil de una población? ¿Acaso no son esferas autónomas y separadas?
Quizá por esto, justamente, la figura del obispo haya quedado en segundo plano durante mucho tiempo, pese al efectivo protagonismo histórico que tuvo. Y acaso porque a cierta historiografía liberal o anticlerical –dominante en el relato del pasado- le haya resultado difícil reconocer los méritos del personaje.
Pero una mirada desprejuiciada sobre la historia, que se coloque en la perspectiva cultural de la sociedad de la época, que prefiera la verdad de los hechos a los recortes ideológicos desde el presente, hallará en Malvar y Pinto al evangelizador y estratega que alentó la fundación de pueblos en Entre Ríos.
Colocar al personaje en su contexto histórico supone, por caso, aceptar que este fraile franciscano no sólo vino en acción pastoral en 1779, sino a cumplir una alta misión política encomendada por el mismísimo rey Carlos III, quien lo había nombrado obispo de Buenos Aires, una diócesis que abarcaba los actuales territorios de Paraguay, Uruguay y Argentina.
Es preciso entender que Malvar y Pinto no era un clérigo más, con determinada dignidad eclesiástica. También hacía las veces de funcionario político de alta jerarquía en la estructura de poder de la monarquía española.
Y esto en virtud de lo que se conoce como Real Patronato, un conjunto de privilegios y facultades especiales que los papas concedieron a los Reyes de España y Portugal, a cambio de que estos apoyaran la evangelización y el establecimiento de la Iglesia en América.
Simbiosis político-religiosa
El Patronato fue establecido por las bulas del Papa Alejandro VI en 1493, inmediatamente después de que Cristóbal Colón llegara a las Antillas centroamericanas, y por expreso pedido de los reyes ibéricos.
Hay que pensar que Europa todavía era un bloque católico. Desde el punto de vista religioso la Santa Sede ejercía una fuerte autoridad sobre los príncipes y reyes de la época. Será recién en 1520, con la rebelión del agustino Martín Lutero, que esa hegemonía se empezará a resquebrajar.
El Patronato, que el Papa Alejandro había acordado con Carlos V y Felipe II en el siglo XVI, implicaba que la autoridad real debía autorizar la construcción de iglesias, catedrales, conventos, hospitales, la concesión de obispados, arzobispados, dignidades, beneficios y otros cargos eclesiásticos.
Los prelados debían dar cuenta al rey de sus actos y la Real Audiencia –alto tribunal real de apelaciones de las Indias- era el ámbito en el cual se dirimían los conflictos eclesiásticos.
“El Patronato hizo de la Iglesia del Nuevo Mundo, desde el punto de vista administrativo, una especie de dependencia de la Corona. Todos los obispos, arzobispos, miembros del Capítulo Catedralicio y párrocos eran nombrados por el rey y sus representantes”, señala el profesor Alfredo Castillero Calvo, en ‘Historia General de América Latina’.
El investigador panameño resalta la estrecha dependencia de la jerarquía eclesiástica americana con el monarca, al señalar que no había comunicación directa entre Roma y los obispos de América. “Ésta se efectuaba únicamente por intermedio del rey y el Consejo de Indias”, sostiene.
Esto quiere decir que un obispo de la época respondía política y religiosamente al rey de España. Pero la situación creada por el Patronato generó con el tiempo un avance mayor del poder real sobre la Iglesia.
Fue así que en el siglo XVIII, en tiempos de Carlos III, comienza a aplicarse la “doctrina regalista”. Según el profesor Hugo Rosati, del Instituto de Historia de la Pontificia Universidad Católica de Chile, esa estrategia virtualmente subordinó la organización eclesiástica a la Corona.
El regalismo, dice, “concedía al rey de España el derecho a desempeñar la función de vicario general de Dios en la Iglesia americana, a expensa de la autoridad papal. Implicó el traspaso al rey de todos los aspectos de la jurisdicción eclesiástica. Sólo la potestad de orden (facultades sacramentales adquiridas por los clérigos al ordenarse) no podía ser ejercida por el rey, por ser de naturaleza sacerdotal”.
Con el regalismo la mecánica de elección de los prelados ya no necesitaba del visto bueno del Papa. “Mientras antes el rey nombraba a las dignidades eclesiásticas tras recibir una propuesta, ahora podía sustituirlas a su soberana voluntad”, aclara el docente chileno.
El regalismo, en realidad, no derivó de una concesión de la Santa Sede (como lo fue en su momento el Patronato) sino que “fue la resultante de un derecho inherente a la soberanía de los reyes”, explica Rosati, al señalar que se trataba de una doctrina propia del absolutismo monárquico, que en España encarnaba Carlos III.
El legado del obispo
La aparición de Malvar y Pinto en esta parte del mundo, por tanto, formó parte de una estrategia decidida en la corte de Carlos III, quien estaba empeñado en fortalecer las posesiones españolas en América frente a la amenaza portuguesa.
De hecho el obispo llega dos años después de la creación del Virreinato del Río de la Plata, constituido en 1776 para organizar, bajo una dirección unificada, la defensa de las fronteras.
Se sabe que a poco de desembarcar en Montevideo, en diciembre de 1778, el prelado el lugar de tomar posesión de su cargo en Buenos Aires, decide recorrer su vasta diócesis.
Tras visitar diversos partidos de la Banda Oriental, desde Santo Domingo de Soriano cruza a Gualeguaychú, donde a fines de 1779 inspecciona la capilla pública alrededor de la cual se asentaban unas pocas familias.
Esto le permitió conocer la precaria situación de estos habitantes y el grave problema que enfrentaba a los pequeños propietarios con los grandes terratenientes que querían expulsarlos de sus campos. El obispo concibe la idea de elevar el estatus eclesiástico de la capilla, convirtiéndola en parroquia.
Idéntico temperamento adopta para los otros poblados entrerrianos que visita: Gualeguay y Arroyo de la China (hoy Concepción del Uruguay). La idea que había detrás no era sólo religiosa: la existencia de parroquias era una manera de organizar políticamente el espacio.
Abría la alternativa para que los vecinos poseyeran parcelas de terreno en el poblado, lo que era un modo primario de urbanizar, descomprimiendo la disputa entablada por el acceso a la tierra.
Así, en junio de 1780 el obispo Malvar y Pinto pide al virrey que erija parroquias en los tres lugares mencionados (Gualeguaychú, Gualeguay y Arroyo de la China), lo que fue autorizado el 3 de julio de ese año.
La parroquia de San José de Gualeguaychú fue instalada el 2 de marzo de 1781 y abarcaba el territorio entre los ríos Gualeguay y Gualeguaychú.
Algunos historiadores resaltan el hecho de que en este caso la organización del territorio siguió una lógica inversa a la habitual, ya que las jurisdicciones parroquiales precedieron a la fundación de las villas.
Aquí radica el carácter de mentor ideológico de Malvar y Pinto: concibió con antelación la plantificación que haría Tomas de Rocamora, dos años después, el 18 de octubre de 1783. Con lo cual bien podría concluirse que ambos son co-fundadores de Gualeguaychú.
Un hombre con poder
“El religioso era uno de los más eminentes miembros de la orden de los Franciscanos en España, con importantes vinculaciones en la Corte de Madrid”, así describen a Malvar y Pinto los historiadores locales que redactaron “De Gualeguaychú y su historia. Desde el siglo XVI hasta mediados del siglo XVIII”.
Refieren, además, que el obispo era de gran inteligencia y “dotado de una clara visión acerca de la situación a la vez difícil y trascendente de la política internacional del momento”.
Y añaden: “Era sin dudas, el personaje adecuado para organizar la zona limítrofe con las colonias portuguesas en América”.
La creación de nuevas parroquias, como base para la plantificación de las villas, es el legado de Sebastián Malvar y Pinto a la comunidad entrerriana. Se está en presencia, por tanto, no sólo de un fraile interesado en la evangelización, sino de un político.
Pero de un político, en virtud del regalismo, que discutía de igual a igual con el virrey y que tenía llegada directa al monarca. Este nivel de influencia se ve en los sucesos que rodearon a la creación de las parroquias entrerrianas.
En efecto, una vez instituidas las parroquias la función de la Corona, a través de su máxima autoridad en el virreinato, era construir las iglesias correspondientes. Como eso no sucedía, Malvar y Pinto llevó sus quejas contra el virrey Juan José de Vértiz, directamente al rey Carlos III.
Eso lo hizo efectivo en una carta fechada el 11 de diciembre de 1780. Lo que originó que el rey, en una misiva del 12 de septiembre de 1781 le ordenara a Vértiz que se ajustara a las disposiciones reales.
Pero éste no fue el único encontronazo entre el obispo y el virrey. De hecho esta puja determinó que Malvar y Pinto sólo estuviera seis años al frente de la diócesis de Buenos Aires.
“Teniendo en cuenta el monarca el estado difícil en el que se encontraban las relaciones del obispo con el virrey, las autoridades de la metrópoli resolvieron descomprimir la situación trasladando a Malvar y Pinto al Arzobispado de Santiago de Compostela, Galicia”, según se lee en ‘Historia de los Obispos’ en la página Web del Arzobispado de Buenos Aires.
De esta manera el fraile franciscano se alejó de esa ciudad el 6 de febrero de 1784.
Reconocimiento local
Después de mucho tiempo de permanecer en segundo plano, la figura de fray Sebastián Malvar y Pinto ha sido reivindicada por la conciencia cívica de Gualeguaychú. El aporte de investigadores del pasado lugareño y de divulgadores de la obra del obispo, le han hecho justicia.
De hecho el sector de la avenida Parque entre el cuadro de la estación y su intersección con avenida del Valle lleva el nombre de este fraile que nació en San Martín de Salcedo (Pontevedra), el 24 de noviembre de 1730, tomó los hábitos en la orden franciscana a los 17 años, cursó filosofía en el convento de Avilés y se doctoró en teología en la universidad de Salamanca.
En 1783 ganó la cátedra de teología de prima en esa universidad, siendo conceptuado como buen religioso y gran predicador. Aunque se había barajado su nombre como candidato para la diócesis de Quito, finalmente fue nombrado undécimo obispo de Buenos Aires, en diciembre de 1777, luego de que el rey Carlos III lo propusiera a la Santa Sede unos meses antes.
Luego de gobernar seis años la Diócesis de Buenos Aires, regresó a España en 1784 a dirigir el Arzobispado de Santiago de Compostela, ministerio que ocupó durante once años hasta su muerte, ocurrida el 25 de septiembre de 1795.
Sebastián Malvar y Pinto contaba al momento de fallecer 64 años, diez meses y un día. Eso reza la placa que hoy lo recuerda en la parroquia nativa de Salcedo, donde fue bautizado. Allí también -porque era su deseo-, está guardado su corazón en una urna de plomo, a modo de reliquia, en la pared de la capilla mayor.
Fuente de la imagen: Cuadro de la pinacoteca de la Real Sociedad Económica de Amigos del País de la Ciudad de Santiago (España).
© El Día de Gualeguaychú