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De hábitos deseados y de sus contrarios o defectos

La generosidad es el hábito de dar sin esperar nada a cambio, pero si no es sincera puede ser una estrategia reprochable. ¿Y en qué medida la virtud del ahorro no esconde una actitud avariciosa?

Los dos ejemplos muestran que las palabras son equivocas y que resulta difícil calibrar su sentido en la realidad, obligando a establecer una distinción esencial. Esto se echa de ver, por ejemplo, en dos actitudes del alma que suelen ser bien vistas por la sociedad.

Por un lado, está la generosidad, que es la tendencia que nos conduce a expandirnos y a darnos. Comparada a menudo con la caridad como virtud, suele brillar en momentos críticos, donde la ayuda voluntaria alivia el sufrimiento de otras personas.

Se ve patente en los desastres naturales o en los accidentes, circunstancias que convocan a individuos o grupos que actúan de manera unilateral en su entrega de tiempo, de recursos, de mercancías, de cobijo, etc.

Si embargo, con el término generosidad podríamos estar nombrando a una acción ostentosa, que en el fondo no haría más que alimentar el amor propio del caritativo, deseoso en realidad de ganarse la aprobación pública por su gesto.

¿Cómo distinguir el gesto genuinamente generoso, donde se prefiere al otro, al cual genuinamente se ayuda, de esa actitud farisaica de aparentar que interesan los demás cuando en realidad se busca una gloria propia?

Se suele decir que una pista para distinguir la actitud generosa de la hipócrita está en algunos signos externos. Por ejemplo, la entrega genuina suele ser discreta y a quien la practica no le interesa que se sepa que ha dado, en tanto que la hipócrita suele ser aparatosa y quien da se ufana de lo que hace.

Al respecto, en el Evangelio, Cristo enfrenta con dureza a los religiosos de la época, fariseos y escribas, a quienes reprocha haber reducido todo a una moral externa, de mera observancia de la ley.

Cargando contra estos líderes que vivían en la simulación y pese a ello se creían moralmente superiores, insiste: “Así también son ustedes: por fuera parecen justos delante de los hombres, pero por dentro están llenos de hipocresía y de inequidad”.

Por otro lado, contra el derroche y la dilapidación del dinero y de los recursos, en la línea de los placeres, aparece el ahorro como una virtud económica que sabe distinguir la posesión del uso, que preserva en vez de consumir, algo que supone un sacrificio difícil para nuestra naturaleza siempre ávida en gastar.

Lo que llamamos fortuna, patrimonio, herencia, supone casi siempre una tendencia por retener bienes y aprensión por gastar. Trabajar y ahorrar son valores deseables y los economistas sostienen, de hecho, que la salud de una economía se mide por su tasa de ahorro, necesaria para acometer inversiones.

Pero el ahorro tiene una patología, la avaricia, que es una deformación exagerada del instinto de economía. En la historia, desde siempre, quedan constancias de la existencia de este tipo humano, apegado a la riqueza, que recibe y no da, que acumula por acumular.

¿Cuándo estamos ante un tacaño y cuándo ante un ahorrador? ¿Cómo saber si el hecho de no gastar es fruto de una sana decisión o linda con lo maniático?

La diferencia reside en que mientras la persona que ahorra lo hace con un fin específico (cambiar el auto, irse de vacaciones, comprar una casa, dejarles un capital a los hijos), el avaro no suele tener un objetivo que justifique las privaciones a las que se somete.

© El Día de Gualeguaychú

 
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Publicado por en 25/02/2023 en Uncategorized

 

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