Nelson Rolihlahla Mandela, que nació el 18 de Julio de 1918, se convirtió en símbolo de reconciliación de Sudáfrica, un país marcado por la segregación racial, dejando un legado ético universal para el mundo de la política.
El escritor peruano Mario Vargas Llosa, al hacer un perfil del líder sudafricano, destacó que en él se conjuga la figura del “estadista”, es decir en alguien que hace de la política algo noble y que trasciende la lógica cínica del poder.
“Mandela es el mejor ejemplo que tenemos -uno de los muy escasos en nuestros días- de que la política no es sólo ese quehacer sucio y mediocre que cree tanta gente, que sirve a los pillos para enriquecerse y a los vagos para sobrevivir sin hacer nada, sino una actividad que puede también mejorar la vida, reemplazar el fanatismo por la tolerancia, el odio por la solidaridad, la injusticia por la justicia, el egoísmo por el bien común, y que hay políticos, como el estadista sudafricano, que dejan su país, el mundo, mucho mejor de como lo encontraron”, escribió Vargas Llosa.
El significado ético de la figura de Mandela, su impacto a nivel mundial, hizo que la Asamblea General de las Naciones Unidas (UN) decretara que el 18 de julio sea el Día Internacional de Nelson Mandela, como ejemplo edificante para la humanidad.
Tanto su biógrafo, Anthony Sampson, como el periodista John Carlin, autor de “El factor humano”, coinciden en que la grandeza épica de Mandela remite a la metanoia o transformación que sufrió en la cárcel.
Mandela había sido condenado a prisión perpetua en 1964 por combatir contra el régimen del apartheid, una serie de medidas discriminatorias contra la población mayoritaria no blanca (es decir negra), que se vio segregada y encerrada en ciertas áreas asignadas, restringida a trabajar en empleos de segunda y con el acceso prohibido a la mayoría de oportunidades y privilegios políticos y económicos.
El líder de la lucha por la emancipación de la población nativa de Sudáfrica permaneció encarcelado durante 27 años, en una celda de cuatro metros por dos, en Robben Island.
Pero “el hombre que salió de allí –dice Sampson– era muy diferente del que entró”. Había sido condenado de por vida a trabajos forzados, pero asumió que su celda sería, en los hechos, el espacio desde donde definiría la estrategia de liberación de su pueblo.
La prisión, admitió Mandela, “fue una tremenda educación en la paciencia y la perseverancia. Ahí aprendí que la gente no odia, sino que aprende a odiar. También se le puede enseñar a amar y el amor llega más naturalmente al corazón humano que su contrario”.
De esta manera, liberado en 1990, el líder sudafricano se convirtió en prenda de unidad de su país. Sin renunciar a su compromiso por una Sudáfrica democrática y multirracial, su voluntad de reconciliarse con aquellos que más lo persiguieron, ayudó a que su país no sucumbiera en la guerra interracial.
“Sabía que el opresor debe ser liberado al igual que el oprimido. Un hombre que despoja a otro de su libertad es un prisionero del odio y está atrapado detrás de los barrotes de sus prejuicios, ambos han sido privados de su humanidad. Cuando salí de prisión sabía que esa era misión: liberar tanto a los oprimidos como a los opresores”.
Eso cuenta Mandela en su autobiografía “El largo camino hacia la libertad”. Y con esta plataforma moral, siendo electo presidente de Sudáfrica en 1994, puso en marcha el programa Verdad y Reconciliación, con el objeto de sanar a una nación dividida.
© El Día de Gualeguaychú