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¿Al mundo hay que daejarlo como está?

La historia ha demostrado que el hombre ha elaborado distintas alternativas para salir de su estado de insatisfacción con el mundo. ¿Pero hay un progreso efectivo de la civilización y de la naturaleza humana?

Gottfried Wilhelm Leibniz (1646-1716), matemático y filósofo alemán,  escribió el libro “Teodicea” (Justicia de Dios) en el cual trató de justificar el estado de cosas.

Una frase suya a atravesado los siglos y aún hoy suele repetirse: “El mundo tal como está, es el mejor de los mundos posibles; porque entre todas las opciones Dios, por su perfección, tuvo que escoger la mejor”.

Este mundo es óptimo, según el razonamiento de Leibniz, no puede ser mejor de lo que es, por la sencilla razón que así lo creó Dios, que es infinitamente bueno. Incluso el mal hay que juzgarlo, decía, en relación a la totalidad de la obra divina.

Es decir, el mal existe porque era una condición necesaria para la existencia del bien. De esta manera Leibniz se convirtió en el padre del “optimismo” filosófico, según el cual las cosas están bien como están.

Siguiendo este razonamiento, si lo que es, es bueno, entonces, ¿qué sentido tiene querer mejorar el mundo? ¿Qué necesidad habría de cambiarlo todo? ¿Por qué el hombre, a contrapelo de la optimidad del mundo, querría que sea de otro modo?

Los críticos de Leibniz le responden que querer que el mundo no cambie, defender lo que hay, es propio de los conformistas y de los privilegiados, es decir de los que disfrutan de una situación de poder y bienestar.

El escritor portugués José Saramago, así, engloba a los insatisfechos dentro de un sector específico de la humanidad que no se resigna al statu quo. “Los únicos interesados en cambiar el mundo son los pesimista, porque los optimistas están encantados con lo que hay”, escribió.

Es decir, es necesario ser un inconformista o sentirse víctima de alguna injusticia, para querer modificar el entorno. La concepción utópica abreva en esta insatisfacción y en la creencia de que no está todo dicho.

Son los que postulan que el progreso de la humanidad es posible y en función de esta creencia proclaman que hay que cambiar el mundo, porque el horizonte está abierto, la plenitud espera y hay que luchar para llegar allí.

Pero, por otro lado, decir que éste es “el peor de los mundos posibles”, invirtiendo así la tesis leibniziana, también nos conduciría a un quietismo filosófico y político respecto de la marcha del mundo y la historia.

Aquí la insatisfacción no habilita al cambio sino que lo suprime. Es un pesimismo (del latín pessimum, “lo peor”), que lleva a sostener que querer mejorar las cosas resulta una insensatez porque la desdicha humana es incurable.

En Argentina Enrique Santos Discépolo, autor de tangos memorables como “Cambalache”, aparece como poeta atormentado por el pesimismo y la idea metafísica de que no hay progreso sino un eterno retorno de lo mismo.

“Que el mundo fue y será una porquería, ya lo sé”, reza el tango discepoliano cuya carga pesimista ignora cualquier futuro luminoso.

Es propio del pensamiento de las grandes religiones (sobre todo orientales) postular que la naturaleza humana nunca cambia realmente, porque la pobreza y la violencia son partes inseparables de este mundo, y en este sentido es un riesgo inventarse ilusiones sobre paraísos terrenales.

Desde aquí se dice que sufrir y soportar los sufrimientos es el destino de la humanidad. Por tanto –se razona- por más que lo intenten los hombres, ninguna fuerza ni ningún artificio logrará desterrar de la vida humana los males y los infortunios que la acosan.

 

© El Día de Gualeguaychú

 
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Publicado por en 07/02/2018 en Uncategorized

 

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La sugestiva imagen de la rana hervida

Las advertencias sobre los peligros que entrañan determinados cambios políticos y sociales, a nivel individual y colectivo, se suelen ilustrar a veces con la historia de la rana hervida.

La erosión gradual de determinado estilo de vida -que puede involucrar valores como la libertad, la honestidad y la seguridad- evoca una pérdida acumulativa, en cierto modo imperceptible para sus víctimas.

Producto de una lenta y progresiva caída en lo peor, la persona o el grupo social termina aceptando esa condición, porque simplemente se acostumbra al nuevo entorno vital, quedando incapacitados ya de ver su gravedad.

Finalmente, la decadencia se vuelve una segunda naturaleza, lo anómalo se naturaliza, lo execrable pierde su connotación negativa para volverse aceptable, lo intolerable deja de serlo.

Así se instala un cuadro antropológico irredimible en el cual los sujetos en cuestión, totalmente determinados por las pautas culturales y éticas adquiridas, ya no puedan por sí mismos liberarse.

De hecho, imposibilitados de entender los que les pasa, se diría que viven en una situación de servidumbre que no sólo aceptan, sino que proclaman desear, aunque visto desde afuera, objetivamente están en problemas.

A esas personas les ocurre como a aquella rana de la saga a la cual se echa en un caldero de agua fría, y poco a poco se le va subiendo el fuego, hasta llevarla a ebullición lentamente.

Si se pusiera la rana directamente en agua hirviendo, de inmediato escaparía de un salto. Intentaría salir no bien toma contacto con el agua caliente. Pero éste no es el caso: el aumento gradual de la temperatura del agua, hace que la rana no haga nada e incluso en un punto sienta que la pasa bien.

A medida que el calor aumenta, el pequeño anfibio está cada vez más aturdido, y aunque nada le impide salir del caldero muere cocinado en él. ¿Y esto por qué? Según los expertos, porque su aparato interno para detectar amenazas a su supervivencia está preparado para cambios repentinos en su medio, pero no para cambios lentos y graduales.

Análogamente, hay personas, grupos de ellas, o sociedades enteras que, al no activarse oportunamente el sistema de alarma que los haría reaccionar ante cambios negativos para sus vidas, no se enteran de ello y sucumben, cocinadas en el fracaso.

Como puede inferirse la metáfora de la rana hervida, utilizada por algunos ensayistas de temas humanos, tiene una dosis de alto componente apocalíptico. Ya que sugiere el deslizamiento hacia una decadencia inexorable, toda vez que la rana muere.

Sacándole esa carga de fatalismo, y partiendo del supuesto de que la libertad humana no amerita concebir planteos deterministas, que hagan suponer que las conductas de las personas obedecen a factores ajenos a su voluntad, la imagen no obstante es útil para advertir sobre nuestro grado de permisividad ante comportamientos éticos inaceptables, como es el caso de la corrupción en todas sus formas.

Así, por ejemplo, se empiezan justificando pequeños escamoteos de lo ajeno considerándolos traspiés de poca monta. Luego, como nadie se da cuenta del dinero faltante, se va un poco más a fondo. Hasta que el robo se naturaliza, en el mundo privado y en el público.

Lo mismo cabría decir del valor verdad: primero una pequeña mentira, que se considera incluso necesaria para salir del paso, luego se encadenan otras de más calado, hasta que se termina construyendo un relato falso, para sí mismo y para los demás.

En todos estos casos, hay que estar vigilantes ante el acostumbramiento a lo peor.

 

© El Día de Gualeguaychú

 
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Publicado por en 28/07/2013 en Uncategorized

 

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