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El cinismo, sus caras y transformaciones

Cuando se califica a alguien de cínico, generalmente se sugiere que a esa persona no le importa nada, que está despojada de todo nervio moral, que actúa incluso con cierta perversión.

Esta connotación negativa es consistente con la definición de la Real Academia Española (RAE), que remite a la idea de “desvergüenza en el mentir o en la defensa y práctica de acciones o doctrinas vituperables”.

Aquí cinismo es sinónimo de “descaro, desvergüenza, desfachatez, impudor”. Ésa es la idea que ha llegado mayormente hasta nuestros días.

Pero resulta que, en la cuarta acepción del diccionario, un cínico es alguien perteneciente a una escuela filosófica de la Grecia clásica, y su figura más representativa es Diógenes de Sinope (412 a.C.-323 a.C.).

El cinismo floreció en la edad helenística, es decir tras el hundimiento de la polis griega (la ciudad-Estado) a partir de la formación del vastísimo imperio de Alejandro Magno, en el siglo IV a.C.

Sin trabajo y sin casa, viviendo en los márgenes de la sociedad, Diógenes despreciaba abiertamente los principios que veneraban los griegos, sus compatriotas, y por eso es considerado el maestro de la “contracultura” y el primer hippie de la historia.

El emblema del perro fue adoptado por esta secta. Porque este animal habita junto a las personas y se queda tumbado, indolente, en la plaza pública viendo pasar a los hombres que caminan atareados, inmersos en sus insignificantes preocupaciones cotidianas, sus intrigas y sus ambiciones.

El perro vive en la sociedad humana, pero se mantiene al margen de ella, sin molestarse en ocultar tras el velo del pudor o la vergüenza sus actos naturales: sexo, heces, orina. Y así obraban los cínicos: sin tapujos.

Los “perros” –como se los llamaba- hicieron de la desvergüenza (“anaideia”) su consigna para moverse entre los demás hombres, denunciando la moral tradicional e hipócrita mediante actos chocantes, obscenos y escandalosos.

La figura de Diógenes fascina a los historiadores, dado el modo de vida extravagante que adoptó. Se cuenta que un día, mientras tomaba el sol, se le acercó Alejandro Magno (que era su gran admirador) y le preguntó: “Pídeme lo que quieras y yo te lo daré”. Y Diógenes le respondió con desprecio: “No me hagas sombra, devuélveme el sol”.

Ahora bien, una corriente cultural actual reivindica al cinismo antiguo, por su postura contestataria y rebelde, frente al cinismo actual, esta vez encarnado no ya en Diógenes, el marginal, sino en los poderosos y ricos de la tierra.

Esa es la tesis del filósofo alemán Peter Sloterdijk, que en su libro “Crítica de la razón cínica” expone cómo el cinismo pasó de ser una “insolencia plebeya a una prepotencia señorial”, deviniendo en una actitud al servicio del statu quo.

Ahora el desparpajo y la insolencia no provienen de los de abajo, sino de los de arriba, aclara Sloterdijk, que insiste en la ruptura entre el cinismo de Diógenes y el de la actualidad.

Según este filósofo alemán, en la antigua Grecia, Diógenes practicaba un cinismo que desafiaba las convenciones sociales y cuestionaba la autoridad establecida desde una posición marginal.

Sin embargo, en la sociedad moderna, especialmente en el contexto de la posmodernidad, el cinismo ha sido adoptado por las élites y las clases dominantes. Se ha convertido en una actitud que refleja una especie de desparpajo y arrogancia por parte de los que mandan, en lugar de ser una herramienta de resistencia desde las capas más bajas de la sociedad.

© El Día de Gualeguaychú

 
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Publicado por en 18/12/2023 en Uncategorized

 

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Los violentos o los enanos unanimistas

¿Cómo entender la conducta de quienes apedrearon el vehículo en que viajaba el presidente de la Nación? ¿Tiene alguna vinculación con una mentalidad o conducta típica de los habitantes de estas pampas?

Siempre sorprende la violencia de alto voltaje de algún núcleo elitista porque resulta difícil saber si ello es una reacción social esporádica y marginal o más bien refleja una tendencia instalada en un sector amplio de la población.

Cuando este tipo de hechos se reitera permite pensar que la segunda hipótesis es la correcta. El ataque a la figura presidencial ocurrido este miércoles en la localidad patagónica de Villa Trafull, es el segundo en este año.

En efecto, a mitad de agosto un grupo de manifestantes había insultado a Mauricio Macri durante un acto celebrado en un barrio periférico de Mar del Plata y apedreado su automóvil cuando se retiraba del lugar.

Por lo visto se trata del modus operandi de algún grupo políticamente opositor al presidente, pero que en lugar de disentir en democracia utiliza la fuerza y la prepotencia por fuera de la ley.

La Argentina es un país en el que este tipo de irrupciones se ha hecho norma en el ámbito público. El país por momentos parece dominado  por la morbosa presencia de sujetos que, en trance emocional, quieren imponer su lenguaje incontrovertible.

Se diría que son los “energúmenos de siempre” los que están detrás de estos actos de desmesura. El ecosistema público argentino acaso favorezca la proliferación de los exaltados, de los extremistas fanáticos, a los que les gusta la violencia.

Ahora bien la furia energuménica crece en ambientes ideológicos sectarios, donde todos sienten que “tienen razón”, y donde el que piensa distinto es visto como una raza maldita e irredimible.

La democracia, cuya base es la tramitación del disenso, está en las antípodas de este tipo de extremismo exaltado, al que no le interesa escuchar al otro.

La Argentina, desgraciadamente, no es un lugar donde se haya honrado la tolerancia de ideas. Pensar distinto es un delito en un país cuya matriz política abreva en tradiciones fascistoides, tanto de derecha como de izquierda.

Esta peculiaridad nacional fue advertida con agudeza en los ‘80 por la periodista italiana Oriana Fallaci, quien llegó a decir que “los argentinos tienen un enano fascista adentro”.

Una reformulación de este concepto la ha hecho entre nosotros el historiador Luis Alberto Romero, quien ha acuñado la expresión “enano unanimista”, para describir un tipo humano argentino faccioso y fanático, como tal proclive a querer imponerle por la fuerza al otro su modo de pensar.

Según Romero, el unanimismo es una pretensión básica, sin importar el contenido de las ideas, de uniformar la mente de las personas, haciendo que un solo dogma se convierta en hegemónico.

Las corrientes políticas que en sus discursos suelen mentar el término “nación” o “pueblo”, según Romero, aspiran a ser hegemónicas y unánimes. Así invocan su representación y el derecho a hablar en nombre del pueblo y de la nación, y denuncian a sus competidores como enemigos a eliminar.

Dividen así el campo social, político y cultural en dos: nosotros los representantes de la nación y del pueblo y los “otros”, sus enemigos.

El “enano unanimista”, que de última es una forma de ser argentina, utiliza la fuerza para imponer a los otros su forma de pensar. Quienes han pretendido agredir físicamente al presidente llevan los genes de este tipo humano refractario a vivir en sociedades abiertas y plurales.

 

© El Día de Gualeguaychú

 
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Publicado por en 25/01/2017 en Uncategorized

 

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Los accidentes viales y el desprecio de la vida

La escandalosa cantidad de accidentes de tránsito en Argentina -con su secuela de muertes y de personas que quedan con una discapacidad permanente- es un síntoma de la pérdida de valor de la vida humana entre nosotros.

Al comenzar 2014 los diarios nos anotician de los trágicos episodios en las rutas, una triste realidad que se repite, pese a que en el país existe una ley de tránsito exigente que, a la luz de los hechos, no se respeta de ninguna manera.

Según la Asociación Luchemos por la Vida en Argentina se mueren diariamente 22 personas en las rutas y caminos. La inseguridad vial, así, se suma a la inseguridad producto de la criminalidad.

Pero con una salvedad: las estadísticas muestran que en el país muere más gente producto de accidentes de tránsito que ha raíz de hechos delictivos.

Se trata de una realidad que en el fondo cuestiona algo más importante: hasta qué punto importa la vida humana en una sociedad que se declara, en los papeles, civilizada y madura.

El hecho de no respetar las señales de tránsito –una de las causas de las tragedias en las rutas- revela que los argentinos tenemos un problema con la norma. Como si la ley no existiese para cuidarnos sino para embromarnos la vida.

En muchos casos no se cumplen las indicaciones primarias; a saber: no consumir alcohol si se va a manejar, colocarse el cinturón de seguridad, controlar el vehículo antes de salir a la ruta, o no sobrepasar la velocidad indicada.

Pero a la estadística de muertos en accidentes de tránsito hay que sumarle el otro costo humano: los heridos de gravedad, que muchas veces mueren a los pocos días de los siniestros.

Estos decesos no son registrados luego como víctimas de la inseguridad vial. Pero además muchas personas que salvan sus vidas en estos episodios quedan con alguna discapacidad permanente, de carácter físico o psíquico, y hasta llegan a perder sus empleos.

El tránsito también refleja la conducta agresiva de una sociedad que no puede exorcizar la violencia, convertida en un mal transversal en Argentina. Las encuestas revelan, a propósito, que los argentinos somos cada vez más agresivos al volante.

Esto se echa de ver, sobre todo, en los grandes conglomerados urbanos. Un estudio de la Asociación Luchemos por la Vida realizado en la Ciudad de Buenos Aires, mostró que la mayoría de los encuestados reconoció que insulta y gesticula cuando otro conductor lo molesta con sus maniobras.

El 42%, en tanto, dijo que devuelve las agresiones verbales y gestuales que recibe. Además, el 53% admitió que le toca la bocina al conductor que lo molesta en el camino.

“El 9% de los varones admitió haberse agarrado a trompadas por un problema de tránsito, lo cual es un porcentaje altísimo”, reconoció Alberto Silvera, presidente de Luchemos por la Vida.

Pero la agresividad no está solamente en la persona que se baja del vehículo y se va a las manos con otro. También se ve en el que insulta, en el que se pega con al auto desde atrás para ejercer presión, o en el que prende las luces para que le dejen paso.

Se revela en distintas actitudes al volante, como no respetar el lugar del otro ni sus derechos, y querer imponerse en la calle, haciendo alarde de prepotencia.

La falta de consideración hacia el otro se expresa, además, en que la Argentina es uno de los pocos países en el mundo en que los peatones tienen que pararse para darle prioridad a los vehículos y no al revés.

 

© El Día de Gualeguaychú

 
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Publicado por en 16/01/2014 en Uncategorized

 

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