Ser consecuentes con los propios principios es una credencial ética elocuente, aunque no es una exigencia fácil en una época donde impera el utilitarismo y en cuestión de valores todo es líquido y cambiante.
Coherente, del latín “cohaerentia”, relación íntima y completa entre distintas partes. La coherencia es la armonía entre lo que pensamos, lo que decimos y lo que hacemos.
No está en discusión que uno pueda mudar de parecer sobre determinadas realidades, porque eso responde al crecimiento espiritual. La biología respalda el cambio: no se piensa igual en la adolescencia que en la madurez.
“No me avergüenzo de cambiar de opinión porque no me avergüenzo de pensar”, decía al respecto el escritor y filósofo alemán Friedrich Von Schiller (1759-1805).
Lo que hace poco creíbles a los humanos es la división, la falsedad, la ruptura entre lo que piensan y dicen, por un lado, y lo que hacen, por otro, algo que revela flagrante inautenticidad.
Se atribuye al humorista Groucho Marx la frase “Éstos son mis principios, y si no le gustan, tengo otros”. El sarcasmo alude a la práctica “camaleónica” de cambiar de ideología según la conveniencia, en una actitud que se considera indigna o no coherente de las personas.
Aunque cabría aclarar que el camaleón, ese pequeño reptil escamoso, no cambia de color porque sea un inmoral, engañoso o arribista, sino porque necesita pasar desapercibido ante sus depredadores.
Los actos humanos confirman la autoridad de la palabra, es decir la autentifican. Cuando eso no ocurre, cuando se produce una disonancia entre los hechos y el discurso se produce una fisura.
No ser coherente siembra alrededor desconfianza, desengaño. Y causa malestar, porque salta a la vista que hay una disociación entre lo que creemos bueno y lo que decimos y hacemos.
El político que tacha de vergonzoso un acto que él, tiempo después, realiza; el maestro o el moralista que predica algo que no practica; aquella persona que engaña a su amigo o pareja; el que promete y no cumple; en fin, la vida cotidiana está repleta de actos de incoherencia.
En la Biblia cristiana se advierte contra la tentación de todo creyente: predicar algo que luego no se vive y encima creerse con el derecho de juzgar desde ahí la conducta de los demás.
Cristo enfrenta así con dureza a los religiosos de la época, a quienes reprocha haber reducido todo a una moral externa, de mera observancia de la ley.
Hablándole a la multitud, le aconseja: “Los escribas y fariseos ocupan la cátedra de Moisés; ustedes hagan y cumplan todo lo que ellos digan, pero no se guíen por sus obras, porque no hacen lo que dicen”.
Cargando contra estos líderes que vivían en la simulación y pese a ello se creían moralmente superiores, insiste: “Así también son ustedes: por fuera parecen justos delante de los hombres, pero por dentro están llenos de hipocresía y de inequidad”.
La coherencia entre el decir y el hacer es quizá la virtud más exigente, y por lo mismo la más rara de hallar. De hecho, puede afirmarse que no cotiza en una época en la que la verdad, la belleza y la bondad, esos valores absolutos de la cultura tradicional, han pasado a segundo plano.
El ambiente del siglo XXI, donde impera el utilitarismo, el dinero como centro neurálgico del deseo, lo sucedáneo y el espectáculo, no alimenta la voluntad que se requiere para ser coherente.
© El Día de Gualeguaychú